Por Eduardo Luis Aguirre
Spezia. Norte de Italia. Vísperas de las elecciones generales que terminarían consagrando a la ultraliberal Georgia Meloni. Necesitábamos compulsar opiniones de votantes que quizás pudieran emular las lógicas acaso prejuiciosas que traíamos de la Argentina. Por eso, elegimos dos taxistas. Laburantes de lo que podríamos denominar no sin esfuerzo primer mundo, pero laburantes al fin. Uno de ellos alrededor de 50 años. El otro era un joven que bordeaba los 30. Sus discursos no se diferenciaban demasiado de las lógicas dominantes entre sus colegas argentinos. Solamente variaban las formas, quizás el universo simbólico y el trato cordial que nos dispensaban. Pero ambos anticipaban su voto a la Meloni y las razones eran bastante similares: uno desestimaba el voto a la izquierda porque fomentaba el número de subsidios a los desempleados, desfavoreciendo a quienes, como ellos, debían trabajar arduamente ocho horas por día mientras los subsidiados (nuestros choriplaneros) no trabajaban y se pasaban todo el día durmiendo. El otro profundizaba ese preconcepto y afirmaba que la izquierda “habla y habla, pero no resuelve nuestros problemas”. Aquí la mirada exige una reflexión. El retroceso de las reivindicaciones de (lo que podemos llamar) las izquierdas se ha alejado diametralmente de los cambios que la materialidad de la vida exige a millones de oprimidos y explotados, cuya frustración y rechazo los hace refugiarse en los discursos asertivos y vertiginosos de las derechas. Asertivas y vertiginosas retóricas de un lado, vinculados con la economía de los sujetos, enunciaciones sencillas y tendientes a fortalecer un imaginario que ya había caracterizado Walter Benjamin. No se observa en ellos una preocupación urgente ni por el cambio climático, ni por los derechos civiles y políticos, ni por el animalismo ni por el medio ambiente. La preocupación central era que sus ingresos, deducidas las cargas e impuestos, les impedían o al menos les dificultaba poder acceder al consumo con el que el propio sistema presiona de múltiples maneras. En otros términos, no llegaban a fin de mes.
El tema no me pareció menor. Estábamos ante una experiencia análoga en la forma de construir el voto por parte de las derechas. Ese fenómeno que, con particular ligereza, llegamos a denominar el “voto contra sus propios intereses” de clase. Craso error. Esos votantes responden al llamado de los intereses de los logros con los que se identifican, que atraviesan todo lo que se consiguió durante años de políticas expansivas y redistributivas en América Latina. Ese proceso de identificación lo ha llenado en todo el mundo la derecha. Si bien las realidades de los países europeos facilitan esta volatilidad de las preferencias, también en un país como el nuestro (donde existe el movimiento nacional y popular más grande de la región, que debería sintonizar como nadie las urgencias y expectativas de los sectores vulnerados), ocurre una ruptura o al menos un debilitamiento de las antiguas lealtades mediante las que se construía un sufragio. Esta incógnita es más pronunciada si hacemos un corte transversal: ¿sabemos qué esperan y cómo habrán de votar “los jóvenes”?
Cuando la gente cambia de opinión, olvida cómo pensaba antes. Y esos cambios quedan en evidencia en cada elección. Por eso la noción de lo popular, de pueblo, de lealtad, de identificación transmitida familiarmente no puede dejar de ser revisada.
Hay millones de ciudadanos que valoran positivamente liderazgos o propuestas rápidas, enunciados cortos, lenguajes corporales. La macdonalización ha irrumpido desde hace años en la política, y sólo una de las matrices políticas en pugna lo ha capitalizado: las derechas. Y el proceso de colonización cultural abarca aspectos centrales de la existencia: la felicidad, el bienestar, la alegría, la emoción, la satisfacción y el consecuente desapego con épicas colectivas y largos análisis que no conectan con la perentoriedad del “pensamiento rápido” que proclama el laureado Kahneman. La seguimos, porque no todo está perdido.
Imagen: BBC