Por Eduardo Luis Aguirre

 




Durante más de quinientos años, la historia del derecho en América produjo un silencio ensordecedor alrededor de un personaje cuya obra literaria, su militancia, sus convicciones irreductibles y una consagración total a la causa de los derechos humanos de los indígenas (entendiendo por ellos el derecho a ser considerados personas, a su libertad, a la resistencia a la opresión, al respeto de sus creencias y a la conversión pacífica) nunca debería haberse ignorado de esa manera. Me refiero a Bartolomé de Las Casas (1474-1566), uno de los personajes más ricos de la conquista y a la vez un incansable viajero que como protector de los derechos de los indios realizó entre cuatro y cinco viajes a América y dedicó buena parte de su larga y octogenaria vida a custodiar esas causas. Habló con un Fernando VII moribundo, protagonizó con Juan Ginés de Sepúlveda el inolvidable debate de Valladolid sobre la naturaleza de los habitantes originarios de estas tierras, provocó el dictado de las Leyes de Burgos que pusieron coto al trato inhumano que sufrían, abominó de su condición de encomendero y denunció en sus obras -tales como “Brevísima historia de la destrucción de las Indias”,“Crónica de Indias”,“Historia de las Indias”, “De las antigua gentes del Perú”- las violaciones de los derechos humanos que asegura haber constatado en las generosas tierras que recorrió. Muchos de esos libros fueron escritos en los últimos años del religioso, cuando ya había decidido volver a España, hasta que murió en Madrid.

Su testimonio y su legado constituyen una evidencia del impacto cultural que deparó el encuentro más importante de la historia humana, donde los hechos se ven desde prismas cambiantes y diversos y dan cuenta de los antagonismos en cuya clave se lee aún en nuestros días la Conquista.

Las Casas fue desdeñado por fabulador, paranoico y esquizofrénico por quienes blanden la teoría de la leyenda negra. Fue, a su vez, valorado como denunciante, recopilador y testigo de un crimen masivo sin precedentes. Voy a alejarme ex profeso de esta discusión dicotómica, sobre la que tengo opinión formada, para no desviar la atención sobre el personaje que reivindico.

Este religioso, una suerte de converso paradojal, produjo como tantos otros en esa época crónicas a las que se supone verídicas sobre los primeros tiempos que acontecieron después de la “conquista” de América. También en su caso, el cronista denunciaba de manera explícita, no exenta de relatos impresionantes, las desviaciones de la Conquista en lo que hace a su objetivo inicial que incluía la evangelización de los indígenas, la abolición de los malos tratos, luego el reconocimiento de sus derechos civiles, laborales y de su enorme bagaje cultural preexistente.

Por el contrario, Las Casas contaba horripilantes masacres y la desobediencia sistemática de leyes que se dictaban en España justamente para evitar esas pulsiones mortíferas. No tiene sentido discurrir si los relatos daban cuenta de una masacre que exageraba el número de víctimas. Importaban más las crónicas cualitativas que los cálculos cuantitativos que en modo alguno enervaban los crímenes motivados por la codicia, la crueldad y un elemento que los conquistadores consolidaban desde su sistema de creencias. El racismo, justificado por una supuesta “razón aristotélica”.

Por otra parte ¿por qué mentiría este dominico sevillano cuyo padre había acompañado a Colón en sus cruzadas y se sumaría él mismo en 1502 a cumplir su misión en las Antillas una vez ordenado sacerdote? Él vio con sus propios ojos como a falta de tesoros los primeros barcos llegaban a Andalucía cargados de indios que serían vendidos como esclavos, hasta que la Corona se opuso a ese comercio y ordenó la devolución de los victimizados a América. Su extraordinaria sensibilidad no fue ajena al impacto de esa visión inaugural.

Bartolomé de Las Casas es el primer filósofo americano y uno de los primeros humanistas europeos decididos a proteger los derechos humanos de los pueblos originarios de Abya Yala. Fue un lazo que comenzó a articular leyes, tratados, lógicas religiosas presididas por la piedad, el humanismo y el respeto temprano por la diversidad. Lo hizo en La Española, pero también en el Perú.

Las escuelas de derecho deberían recordar con mucha más asiduidad en sus programas analíticos la gesta dominica y el protagonismo de este sevillano magnífico. Si eso hubiera acontecido de esa manera, si la valoración del Protector General Universal de los Indios (y prescindiendo también sobre la polémica que rodea a este nombramiento por parte del Cardenal Cisneros) se hubiera acercado a la condición excepcional de un español que ejemplificó con su humanismo durante toda su larga vida, tal vez la historia común se hubiera saldado sin dogmatismos dicotómicos ni negacionismos absurdos. Después, con el ocaso del gran imperio español, los ingleses se encargaron, con su reconocida sutiliza, de exacerbar las pasiones defendiendo sus intereses subalternos. Pero eso en modo alguno opaca la tarea ciclópea de Las Casas. Pensar al Otro en cuanto Otro. Ni más ni menos que eso. Dejarse interpelar por la mirada del Otro. En esa época, esa mirada de la otredad emulaba la concepción ulterior del gran Emmanuel Lévinas. Ni más ni menos.

Las miradas eurocéntricas, anglosajonas, la reiteración de una falsa comprensión y una enseñanza insólita que reconoce los derechos humanos desde 1948 produjerob este verdadero ejemplo de colonización epistémica que en la mayoría de los casos no ha sido revisado. Como siempre, la sacralización del institucionalismo y el normativismo en materia de derechos humanos es una herramienta destinada a reproducir la matriz colonial de la enseñanza del derecho. Las consecuencias están a la vista.