Por Eduardo Luis Aguirre

 

 



¿Pueden los jueces comprender que quizás la reproducción de un hecho histórico es un mandato de cumplimiento imposible? ¿Pueden asumir que la conminación ritual de decir” la verdad y nada más que la verdad” puede significar, la mayoría de las veces, una nueva penosidad que el proceso infiere a aquellos testimonantes, que además han sido víctimas de un hecho traumático acaecido meses, años o décadas antes de esa declaración que se le requiere?



Hay casos en que esa obligación se vuelve imposible. La memoria no es un disco rígido que registra lo verosímil, y esto queda patentizado en los juicios que adquieren mayor visibilidad pública. En la Argentina, las víctimas de los crímenes contra la humanidad que debieron dar su testimonio cuatro décadas después de su ordalía son un ejemplo de esa duplicación de padecimientos que expresa un esfuerzo recóndito atravesado por el no poder o no querer recordar el horror.

Sin embargo, pese a esta evidencia cercana en el tiempo donde el horror de lo indecible colisiona con un ajado mandato procesal que data de siglos, los tribunales parecen no haber tomado debida nota de este desacierto que desatiende el “puntum” del inconsciente, los detalles que pueden parecer poco importantes para el juicio, donde ese insconsciente actúa como una habitación oscura de la que a veces salen monstruos que no respetan un orden jurídico de prelación. La imposibilidad de reconstituir los recuerdos con precisión histórica milimétrica es una limitación humana que lesiona la contracara siempre oscura del discurso moldeado por la conciencia. Y esto sucede porque el inconsciente le plantea límites difíciles de sortear a la soberanía interior de los sujetos.

Si se quisiera entender el sentido de este posteo en clave mucho más actual, invito a los lectores a analizar solamente los primeros minutos del testimonio de Marina Garcés (una de las más respetadas filósofas españolas de la actualidad) en el denominado “juicio del procés” (https://www.youtube.com/watch?v=tVYQ-142Qhw) y la forma en que fue preguntada y fueron desechados algunas de sus formas de intentar organizar una secuencia histórica desde el lenguaje. El presidente del tribunal de entonces era el Juez Marchena, que consideró irrelevante que la declarante dijera por qué no fue antes a un lugar de votación o explique una leve complicación que la afectaba en esos momentos y que condicionó su actividad en los prolegómenos de los hecho que se investigaban: nada menos que los ocurridos el 1 de octubre del 2017. Nada era importante para el juez, que desechaba sistemáticamente varios de los aportes de la testigo, incluso la posibilidad de ordenarse frente a un verdadero aluvión de hechos y circunstancias que ocurrieron durante esos días. El punto más sensible se observó cuando la citada dijo que el 1 de octubre ella había alucinado por la carga violenta de las fuerzas represiva de Madrid. El juez hizo hincapié, con aparente exasperación, en la palabra alucinación. Allí daba la impresión que un prejuicio del interrogador aparecía como parte de “su” inconsciente incivilizable. El proceso se puso patas arriba. El desdén marcial del juez que entendía el destrato como ejercicio de autoridad y el detenimiento nimio en que un tribunal no se ocupa de las alucionaciones, opacó las naturales vacilaciones de la académica y tampoco fue puesto en valor por la mayoría de los medios o juristas que analizaron el juicio. Fue el momento más alto de la reaparición inquisitorial en un proceso de relevancia internacional. Y la comprobación rotunda que el gobierno del proceso por parte de los jueces no atiende a las singularidades ni se democratiza.