Por Eduardo Luis Aguirre

 

 

¿Qué nos sugiere el silencio? ¿Cómo es nuestro vínculo humano con esa quietud? ¿Hay una filosofía en el silencio? Si la hubiera, recuerde que la filosofía puede ser caracterizada como el amor a la sabiduría, como lo hacen los pensadores occidentales desde tiempos inmemoriales, pero también como una cultura que ha encontrado a su sujeto, como lo han enunciado los filósofos de la liberación.

Pero vayamos ahora a ese tiempo de profunda y única vitalidad interior que desata el silencio. El silencio como elección, como acción contemplativa y comunicativa, como condición necesaria para el pensamiento.

Según el filósofo Pablo D´ors, el silencio es, a la vez, una nostalgia, un pánico y una revelación. Para toda persona que se adentre en la singularidad del silencio aparecerán siempre estas tres dimensiones. La nostalgia, porque todos intuimos de una u otra manera que el silencio nos hace bien, que es necesario. Al punto de que me atrevería a decir, señala el filósofo, que el problema del hombre contemporáneo es la dispersión. Estamos bombardeados continuamente por todo tipo de imágenes, palabras y sonidos que lejos de construirnos nos van a reducir a una expresión mínima de nuestra humanidad. No es cierto que los necesitemos. Al menos en la forma en que las imágenes, las palabras y los sonidos se expresan durante la mayoría del tiempo. Justamente, el silencio opera en esos contextos como un espacio-tiempo capaz de contrarrestar el proceso acelerado de alienación y colonización de nuestras subjetividades. Por eso tenemos nostalgia de ese espacio tiempo, de aquello a lo que estamos llamados, que algunos asimilan como vocación y yo prefiero denominar deseo, pero que en definitiva es lo que nos define como el ser humano que somos y que muchas veces subyace opacado por el sujeto atravesado por el neoliberalismo en el que fácilmente podemos llegar a convertirnos. D´ors lo llama anhelo. Yo prefiero insistir con la idea de deseo, donde fluye gran parte de la vida interior. El silencio es lo que nos permitiría habitar ese anhelo/deseo y convivir con él.

El silencio depara también una suerte de pánico, una inquietud callada que no logramos soportar por más de algunos instantes, y la pregunta es, en ese caso por qué. Por qué si nos atraviesa esa nostalgia, esa inquietud y ese deseo cuando llega el silencio no lo soportamos. Peor aún, no nos soportamos a nosotros mismos. Por qué aparece esta versión huidiza, débil, de convivencia forzada y sacramental con el espacio, el tiempo y el deseo. Ahí quizás yace una punta para explicar la lógica del hombre que ha formateado el neoliberalismo. No leamos o escuchemos a D´ors con un dejo de estupefacción acrítica. D´ors es un sacerdote que hace muchísimo tiempo trabaja sobre su propia meditación. Nosotros no. Nosotros tenemos la obligación en el silencio, en la soledad, de poner todo, absolutamente todo, en crisis. Incluso a los grandes pensadores, a quienes nos asiste como parte de ese ejercicio libre el derecho de tomar en cuenta algunos párrafos fragmentarios de sus reflexiones previas o incluso ninguno.

El silencio no convida dogmas. Los ahuyenta. Se abstiene de ellos. Tomaré entonces de D´ors únicamente lo ya recorrido que profundice mi curiosidad inicial sobre lo introspectivo y me sugiera algún sendero cuya articulación y tránsito será siempre propio y libre. Eso es una consecuencia del silencio.

En ese sentido, quiero decir que no creo que eludamos el silencio porque en él habitan sombras. Nuestras sombras. Las que no queremos ver. La vanidad, la codicia, la ambición, como cree nuestro filósofo, el del mérito indiscutible de organizar el pensamiento alrededor del fuego crepitante del silencio. Creo que escapamos del silencio porque nos constituye el ruido tumultuoso de la mundanidad. Porque nuestra condición humana ha sido afectada de una manera dantesca, profunda, a veces decisiva. Las palabras, los sonidos, la técnica, los ruidos más agresivos se integran a libros, revistas, programas de radio y televisión, redes sociales, aplicaciones, comercios y tertulias. Y vamos hacia ellos con la misma inconsciencia con la que creemos que podemos disfrutar entre una multitud enajenada que se agolpa en los distintos sitios donde desarrollamos rutinas tan direccionadas al supuesto disfrute como las playas abarrotadas. Esos espectáculos no pueden dejar de llamarnos la atención. Si algo no convoca nuestra atención en esos escenarios, algo de nuestra condición humana comienza a fenecer. Como ocurre en cualquier lugar donde lo comunitario ceda terreno al individuo, al ser dieciochesco y desentendido. ¿Es que acaso el silencio, la soledad y la comunidad no pueden conciliarse? Por supuesto que sí. Me animaría a decir que son estados de contemplación donde la tertulia, la palabra, la convivencia con los otros nos devolverá un sujeto fortalecido en su proceso colectivo de individuación. El pensamiento, la contemplación, el silencio, pero también el diálogo, la amistad, el amor, la pasión, el humor, el sentir y el creer conforman un ser humano que supera, en mucho, al sujeto desencajado del neoliberalismo. No estamos especulando sobre abstracciones. No pretendemos ocuparnos de una cuestión subalterna. Salvo que pensemos como tal a la existencia misma y al propio sentido de la vida. Aquí radica, quizás, una explicación a la reticencia que mostramos frente al silencio. Se trata del miedo –o el pánico que menciona D´ors en otra clave- a indagar lo que estamos haciendo de y con nuestras vidas. Porque estar solos y en silencios, sin la excusa banal de lo hacendoso, nos coloca en un umbral cuya connotación inhóspita tal vez no podamos soportar. Esa sí, podría ser una revelación, aunque alternativa a la que enseña D´ors.