Por Eduardo Luis Aguirre
Hay una proximidad imprescindible que flota con la densidad de una niebla totalizante y única en los desiertos. La proximidad de los que transitan la lejanía aparente es lo único que puede contrariar la pacificación mortecina de esos páramos. El desierto, que Heidegger señala como peor que la propia destrucción, vale como una metáfora unitaria, abigarrada, conjunta. Como un imperativo de retorno a una casa común de la que nos ha desalojado un sistema global, circular, brutal. No puede haber acuerdos duraderos, estratégicos, con el neoliberalismo.
Hay un tiempo y una subjetividad distinta. La época que nos atraviesa es diferente. El capitalismo ha profundizado las contradicciones al extremo. El malestar de la época, la disputa cultural actual prefigura nuevos sujetos sociales y nos conmina a un proceso permanente, dinámico, inestable en la construcción de pueblo. Porque el pueblo no está configurado por una masa unánime y estable sino que espera por la convergencia de los que experimentaron la derrota y enarbolan las diversas demandas de los desposeídos, los marginados, los excluidos y los explotados.
En nuestra época, no existen los malestares cristalizados, estáticos, convencionales que componían el paisaje social de hace medio siglo. Las injusticias sociales, las desigualdades, las violencias, las frustraciones cotidianas, la fiereza de los desposeídos y de los poseedores, una sociología de la enemistad que se entrecruza con un individualismo atroz que desdeña los sentimientos colectivos de cercanía, de solidaridad, de generosidad y de amor por el otro. Tampoco las jerarquías responden a la ya añeja división del trabajo. No hay nada más allá del horizonte que observamos en el trance del éxodo. En esa marcha sostenida para recuperar un tiempo que no fue superado sino, por el contrario, arrasado. Por eso el estar siendo, la presteza para iniciar una marcha rumbo a un bienestar colectivo regulado con lo común es una de las herramientas de los que deberían trasladarse en esta metáfora bíblica convertida en un lienzo contemporáneo de rostros sin identidad ni reconocimiento de los otros. La otra es mirar el desierto a la luz de la fragmentación humana del tercer milenio, contemplarlo como la periferia citadina enajenada, impersonal, anodina, indiferente. En esa jungla creadora permanente de injusticia y degradación de lo humano. De sequedades, aridez y aislamientos fatales de aquellos cuya alma ha sido colonizada. La tarea no es tanto azuzar la indignación sino estimular lo colectivo, lo propio, lo interior, lo pasional, aquello que merece ser vivido. Lo que constituye o re-constituye el lazo social disuelto y la sensación de pertenencia a un mismo territorio y un espacio común. Las transformaciones sociales siempre se lograron con las contingencias unitivas y la creatividad provisoria entre las manos, mediante la lucha, la masividad, la puesta a punto de un sentimiento mayoritario que elija el momento y la hora en que deban volver a volar las campanas.