Por Ignacio Castro Rey (*)

 

 

Es evidente que hoy cualquier empresa se encuentra con dificultades para encontrar personal competente en trabajos duros. Un joven puede ser camarero, no trabajador en un barco de pesca o cortador de madera en el monte, aunque sea al precio de 3000 euros al mes. Hoy nadie, y menos si es joven, quiere nada que suponga un gran esfuerzo físico, que además implica mancharse y con frecuencia entraña un riesgo corporal. Por la vía del laicismo, hemos llegado otra vez al cuerpo glorioso. Debemos vivir en un limbo donde nada elemental nos toque, ni los perfiles reales de una situación personal ni virus que pueda hacernos sufrir. ¿Qué es sino la cobertura tecnológica, la imagen y el empoderamiento de la visibilidad, más que una vacuna contra la vieja existencia, contra el peligro de habitar la gravedad terrenal? El automatismo en el lenguaje y la conducta nos libra del esfuerzo personal de estar presente, en cuerpo y alma.

A este temor a la presencia real hay que sumarle otro factor. Hace tiempo que la Unión Europea ha decretado la destrucción de los oficios a manos de los servicios de empresa. Esto pone en manos de grandes multinacionales la entrada en tromba en los nuevos mercados, por alejados que estén de la casa madre de los nuevos ejecutivos. También supone la destrucción de la responsabilidad personal en el trabajo a manos de la distancia impersonal de una empresa cuyos responsables nunca conoceremos en persona. Si la globalización ha establecido una distancia personal in situ y ha corroído cualquier cercanía, también el carácter, ya me dirán que queda de lo que se llamaba honestidad.



La decadencia de lo manual, que se deja para algunos restos de clase obrera y para el sudor de los trabajadores inmigrantes, es signo también de la decadencia del tacto, del esfuerzo físico y sensorial que se necesita para estar presente. De hecho, lo «manual» se prolonga en el tono espontáneo de la inteligencia, en la viveza del lenguaje, en la implicación personal en la amabilidad. Sobre todo, en lo intelectual. ¿Qué es una idea sino el resultado de un encuentro, de algo que nos ha tocado y afectado corporalmente? Puede que esta cuestión del contacto físico, como origen del pensamiento, tenga que ver con la expresión común de acariciar una idea. Con frecuencia, en la gente con corazón, el cuerpo guía al alma y el instinto a la racionalidad.

Manual es también el coraje, la generosidad personal de romper con los estereotipos de la opinión y el automatismo del lenguaje, en la forma de atender sensorialmente y en la forma de pensar. Podemos decir que la habilidad manual se nota también en la forma de pensar sin tópicos la catarata de información que se nos inyecta. Así como en la manera de percibir sin estereotipos y en la forma de sentir, recogiendo el pulso de las situaciones. Esquivar lo manual es esquivar la originalidad, el calor y el color del pensamiento, su expresión viva y su capacidad para improvisar sobre la marcha. Tener inteligencia para las situaciones es tener una mano izquierda para ellas. Aunque es posible que la ansiada visibilidad de clase media, al margen incluso del poder adquisitivo, esté formada por la humanidad conectada al automatismo de las tecnologías. Aislados realmente y comunicada virtualmente, no nos sentimos ya obligados a hacer como personas, seamos altos ejecutivos o humildes empleados de almacén, casi nada en directo, personalmente, sin los artificios de la imagen y de las mediaciones tecnológicas. Hemos vendido el alma a la nube, un nuevo cielo que debe envolver la presencia personal. Así se prolonga la ilusión de que  nuestro cuerpo no volverá a arriesgarse.

(*) Filósofo y crítico de arte, desde Madrid.