Por Eduardo Luis Aguirre

 

"Sola por los bañados/sombra del agua/ ay que duros tus ojos /de águila /// ¿Qué flores recogías / triste Ofelia paisana: la flor del tamarisco/niña en su luz morada/la flor del rompearado/o un capullo de lágrimas? /Sola por los bañados/burla del agua/ ay que miedo en tus ojos/ de torcaza./// Ofelia del Oeste/prima de las chicharras/al aire saladino/ tu voz se deshojaba/: un silbo/un tarareo/una marchita gracia //Sola por los bañados/nunca del agua/con una flor y un canto/desesperada”. (Edgar Morisoli)



El desafío de la conjugación, de la articulación de aconteceres y experiencias históricas colectivas nos compele, nos persigue como una sombra en medio del desastre que el capitalismo ha producido en el mundo. A las pestes, las guerras, la devastación planetaria, la violencia, la exclusión, el hambre, las privaciones, las iniquidades y las más brutales formas de explotación y subordinación hasta ahora conocidas, se añade la absoluta incapacidad de un sistema circular para garantizar la sobrevida del planeta. Se aceleran los tiempos apocalípticos provocados por el neoliberalismo. La nueva forma criminal de acumulación no trepida ni duda frente a las catástrofes que sobrevendrán, y sigue adelante con sus crímenes masivos, con la tarea siniestra de la destrucción de todo lo conocido. Está claro que ni los estados ni las corporaciones, ni las grandes instituciones globales (empezando por la propia ONU) podrán garantizar un cambio de este rumbo fatal. Si bien siempre he recelado de esta categoría, todo lo existente se vuelve líquido, efímero, contingente, no susceptible de ser inscripto en un orden convivencial más justo. Las grandes utopías, los relatos contrahegemónicos no han podido reponerse de una derrota que, habiendo depuesto en realidad inferida a las burocracias de los “socialismos reales”, las proclamas y las evocaciones capitalistas la exhiben como una victoria final frente a cualquier otra forma de organización comunitaria más justa y más digna. Esa mistificación pudo naturalizarse como fin de las alternativas al neoliberalismo porque algo singular aconteció en el último cuarto de siglo. El capitalismo, esta vez, no solamente ha logrado imponer las lógicas económicas y financieras del mercado sino que, por primera vez en la historia, pudo capturar las almas, colonizar las subjetividades y crear un hombre nuevo de características compatibles con la jungla contemporánea y circular del neoliberalismo.

La desazón, el desaliento generalizado cunde frente a lo que se supone irreversible. La disputa por la reconstrucción de un nuevo sujeto social parece  un desafío de cumplimiento imposible. Pero: ¿lo es realmente?

Hace unos días comenzamos a ocuparnos del desierto (1). Se trataba, hasta ese momento, de una aproximación introductoria, iniciática, necesariamente previa a las especulaciones que ahora intentaré metaforizar en medio del armagedon que consuma aceleradamente el capital. Aparecía allí el desierto como un concepto anudado a la desafiliación, a las utopías emancipatorias y a la primacía de lo común. Se advertía un punto de inicio en el que me interesaba afirmar desde el comienzo la idea de que el desierto no debía asimilarse a lo árido, a lo yermo, a la falta de vida, sino a la fragua más perfecta de la cultura y el conocimiento humano, a la convicción de que el hombre siempre fue comunidad y no individuo, a las reglas acatadas de una convivencia ética y austera, ascética, profundamente espiritual y finalmente caracterizada por su equidad.

El desierto no es (no lo fue nunca) solamente una dimensión geográfica o geológica que ocupa la séptima parte de la tierra. Es un punto de partida político, social, filosófico, cultural. Si hacemos un esfuerzo de evocación, veremos que en lo desértico habitan rupturas, disciplinas, creencias, éticas portentosas y un punto de partida de la humanidad previo a que la agricultura y el consecuente urbanismo transformara la mirada que el ser humano tuvo respecto del universo que los rodeaba. En la década del 40 comenzaron a descubrirse en las cuevas de Qumrán los rollos del Mar Muerto. Los primero descubridores fueron los beduinos. Accedieron a rollos que estaban en vasijas depositadas en cuevas en medio de un pasaje desértico espectral y mágico, en el litoral de un “mar” de apenas 80 kilómetros de largo por 16 de ancho que tiende, también en este caso, a estrecharse fatalmente. Luego, los manuscritos se transformaron en un punto de inflexión de la cultura de occidente, donde es perfectamente posible distinguir lo histórico de lo religioso, aunque los legados trascendentes formarán parte indivisible de la cultura humana durante los 25 siglos posteriores.

En esa zona vivían, entre otras comunidades, los esenios, una expresión riquísima y particular de la cultura sectaria judía. Eran hombres que habían decidido prescindir, por razones éticas, morales y religiosas, de la convivencia con la ostentación, el lujo y la codicia que contaminaban según ellos a las clases más acomodadas de Jerusalén. Las prácticas bautismales de purificación de los judíos qumramitas eran muy similares a las que adoptaría el cristianismo a partir de Juan el Bautista y también lo eran sus valores. Por eso es importante pensar las motivaciones de un cisma donde el ascetismo y la austeridad, la introspección y la valoración de la vida interior decidían poner distancia de los desbordes y los excesos de aquellas primeras formas de convivencia donde lo citadino y lo material eran vistos como una desviación por aquella temprana ética de lo común. Y el desierto pasó a ser el espacio donde el horizonte de las almas, de la cultura y el saber se ensanchaban en el contexto de la inmensidad.

Relatan los especialistas que en esa época los judíos desarrollaron la escritura y con ella multiplicaron el alcance de la cultura, una cultura que no implicaba, en ningún caso, adueñarse de la naturaleza. La cultura semita fue y es un legado fundamental sin la no se puede explicar la historia de la humanidad. Y en esas tradiciones intelectuales el desierto asume una centralidad única.

La historia bíblica remata el argumento con la metáfora de Caín y Abel, con la que refrenda la condición de ámbito espiritual del desierto, de un marco espacial profundamente humano y existencial que reproduce míticamente las dificultades y las esperanzas, las alegrías y las tristezas que nos atraviesan en un paisaje que debe apreciarse de a sorbos, igual que la simbólica amplitud térmica entre los días y las noches de esas solitarias lejanías.

Resabios del neolítico, como bien lo describe Abdullah Öchallam, el líder del PKK encarcelado hace más de veinte años en la prisión turca de Imrali.

Caín era un agricultor próspero, sedentario, recostado en una cultura egoísta, ambiciosa y violenta, en la que su universo mental se empobrecía. Abel era un humilde pastor de cabras, nómade, alejado de la vida citadina, austero y espiritual. El final lo conocemos. El desierto comenzaba a dividir subjetividades. Estas eran las contradicciones fundamentales de hace más de dos milenios. La prosperidad material, según la biblia alejaba a los hombres de Dios. Si analizamos los cambios incipientes de las relaciones de producción, podemos entender quiénes siguen en ese momento siendo parte de la cosmogonía del desierto y quienes comienzan a alienarse con las riquezas, la violencia y la pobreza de espíritu.

Öchalam afirma que desde sus formas más primitivas, el capitalismo fue convirtiendo en nuevos dioses a las mercancías y el valor de cambio. Sostiene que en un principio “los humanos vivían en pequeñas bandas igualitarias y felices que se dedicaban a la caza y la recolección. Inocentes de toda forma de poder y dominio, había una carencia de estructura social de cualquier tipo. Después las cosas empezaron a ir cuesta abajo con la invención de la agricultura, que posibilitó el almacenamiento de excedentes y la distribución injusta de la propiedad. Aun así, el verdadero giro fundamental vino con la emergencia de las ciudades y por lo tanto, la civilización, que en su sentido literal simplemente se refiere a personas viviendo en ciudades. La concentración de población y recursos que la urbanización hizo posible se retuvieron y esto inevitablemente también supuso el ascenso de unas clases dirigentes capaces de tomar control de los excedentes, y por consiguiente se da la aparición de los estados, la esclavitud, los ejércitos invasores, la devastación ecológica pero al mismo tiempo también la escritura, la filosofía y la religión organizada” (2).

La cita del libro del líder kurdo no es azarosa. Toda su lucha se ha disputado en el desierto. Su línea política y su filosofía de cuestionamiento permanente de la modernidad capitalista explica en buena medida el sentido de las antinomias, de las confrontaciones y de la vida en ese contexto del Kurdistán, la nación sin estado más grande y más poblada del mundo donde las mujeres son el sujeto político y social más dinámico en sus disputas por la liberación. El desarrollo histórico del máximo referente del partido kurdo de los trabajadores coincide llamativamente con las caracterizaciones singulares de las comunidades que habitaban y habitan ese espacio.

El desierto es un paisaje mental, pero también un paisaje de la sensibilidad, con sol deslumbrante y con oscuridad, con calor y frío, con paisajes sombríos, largas y desesperantes llanuras, pero también con tonalidades suaves, elegancia, encanto y redondeces eróticas. Lleva a empinados ascensos y a peligrosas pendientes”.

“La vida espiritual encuentra en el desierto sus formas de expresión: vacío, caos, aflicción, acedia, pobreza, despojo, serenidad, frugalidad, silencio. El desierto es paisaje de muerte, desertizado, carstificado, un paisaje en el que ya no crece nada, en el que nada puede echar raíces, pero es también lugar de libertad. Es salida (éxodo) de la manipulación y la heteronomía. Purifica, permite ver prejuicios, ideologías y obcecaciones. En el desierto se suceden consecutivamente consolación y desolación, paisajes malogrados y paisajes de ensueño. Ambas facetas se necesitan mutuamente para experimentar, para valorar”. “El desierto no responde a ninguna pregunta, exige la superación, la resistencia, la constancia y la permanencia. Plantea preguntas sobre las fuentes de la vida, sobre el sentido de la orientación, pero también sobre dependencias y viscosidades”. “No es casualidad que grandes acontecimientos de la historia de la salvación tengan lugar en el desierto; no es casualidad que personajes determinantes de la historia de la fe hayan buscado la soledad. Y no es casualidad que hasta el día de hoy no pocas personas vayan al desierto para –como ellas dicen– «encontrarse a sí mismas» (3).

Poner en diálogo a los pensadores es una tarea difícil, apasionante e ineludible. Hay algo que, inesperada y sorpresivamente, se descubre, se anuda y se repite en muchos de ellos. No importa que se trate de las sectas qumrarmitas, los textos sagrados o los filósofos nuestroamericanos. La contradicción entre la ciudad y el desierto recobra de pronto una importancia rotunda. La ciudad, nuestra gran ciudad, la ciudad puerto que obró como punto de partida de las distancias simbólicas entre una nación real y un andamiaje histórico pero también ficticio que mira a lo europeo, a ese bagaje de importación que llamamos desmañadamente occidente, marcó a fuego las antinomias entre civilización y barbarie. Los grandes antagonismos de los que habla Chantal Mouffe sobreviven, y ahora con una fuerza demoníaca, telúrica. Los intelectuales argentinos siguen siendo, en general, los intelectuales “del puerto”. Hacen pie en esa ficción, se vanaglorian de ello, se sienten profundamente de Buenos Aires y se guarecen, detrás de Troilo, en la metáfora de estar siempre volviendo. Pero a diferencia del incomparable gordo vuelven únicamente a lo citadino, en muchos casos reniegan de lo ancestral, piensan en clave portuaria y desechan e ignoran olímpicamente al país salvo por excepción de conveniencia a los intelectuales del país real. Las cosas, para ellos, ocurren en los grandes conglomerados. Especialmente en el puerto.

Agreguemos a este diálogo imaginario pero imprescindible a Rodolfo Kusch, sin el cual no puede pensarse una filosofía propia. Pues bien, Kusch se vale también de estas diferencias históricas, iniciales y vigentes en la construcción y la concepción del país. Habla del desierto, pero también de porteños y dioses. En la “seducción de la barbarie”, el hombre que eligió Maimará afirma que la ciudad encarna una ficción. Una forma de vida ficcional que se escinde de la forma de vida propiamente americana. Da el ejemplo de una persona sentada en un bar de Buenos Airesque ve pasar caminando a otra gente. La vidriera que la separa es una metáfora del individuo aislado. La ciudad atomiza al sujeto e intenta homogeneizar las singularidades. La metáfora kuscheana cobra mayor dimensión en las nuevas sociedades digitales donde la vidriera de los cafés porteños se ha reemplazado por una vidriera móvil, individual, constante. La atomización ha tomado un ritmo aún más frenético de la mano de las nuevas formas de comunicación, las redes sociales, la masificación digital. La promesa de fortalecer los lazos, de acercarnos, de estar en una comunicación constante es una especie de oxímoron moderno que ha deformado lo cotidiano e implantado la occidentalización de manera casi absoluta.

“La categoría básica de la ciudad implica pensar que lo que no es ciudad, prócer o pulcritud no es más que un simple hedor factible de ser limpiado o eliminado. Esto está relacionado al mito de la pulcritud, pero también al mito del progreso y la técnica. La occidentalización y el progreso se presentan como la única forma de civilizar una tierra bárbara. En lo cotidiano esto alimenta discursos de añoranza hacia un pasado de crecimiento pujante en el que éramos una “potencia”, y un relato estigmatizador de los gobiernos populares que arruinaron el país y desperdiciaron la oportunidad histórica de integrarnos al mundo. Pero a su vez alimentan también la añoranza por europeizar-nos”.

El intelectual "del centro", que tiene la valentía de proclamar que la Argentina es un país excéntrico, no advierte, porque no conoce, porque quizás no le importa, que el interior es, también una región excéntrica. Y que el desierto es un manantial de arena que produce y reproduce la poesía, el pensamiento, el arte, la cultura. El intelectual porteño mira con ojos de turista, no repara en el habitante de la puna, en el palpitar de los bombos y los patios de tierra santiagueños, en la austeridad del indio y su paisaje. Mira sin ver. Si escuchara, el pensador de la ciudad sabría que el Musha Carabajal asegura que las letras de las canciones folklóricas argentinas son portadoras de una filosofía profunda, muy difícil de encontrar en el resto del mundo, se ocupan de la vida, la muerte, el desierto, el cielo y los valores comunes. Pero claro, si se siguiera el espíritu racista y procaz de Sebrelli afirmando que el folklore es una expresión cultural minimalista que sobrevive en insignificantes ámbitos rurales y concibe la música ciudadana como excluyente en el país, estaríamos en problemas muy difíciles de resolver como nación.

Kusch, en cambio, en su obra América Profunda, denuncia la existencia de una continuidad entre el pasado remoto de América y el presente. Frente a lo que se afirma desde la Historia, la Filosofía o la “novísima” sociología desde donde “parece que se esgrime la ciencia como forma de exorcismo más para no ver a América que para verla”.

Mientras tanto, los que somos de aquí, los que estamos aquí, reivindicamos la magia del desierto, escuchamos sus sonidos, nos guiamos por la inmensidad de un viejo mar y de un despojo criminal, irredento, un éxodo, una deportación forzada que abre una grieta en el tiempo. Es nuestro éxodo, que no conoce el intelectual del centro. La sequedad perpetrada por burguesías concentradas y gobiernos, por poderes arribeños que no trepidaron en un crear un desierto más extenso que Portugal en el centro de un país que quiere ser entero. Que quiere ser entero para casi todos, quizás no para ellos. La distancia que nos ponen algunos pensadores porteños es lo que nos fortalece, lo que nos va volviendo eternos. Bajo los puentes, el silencio, sólo el silencio, en los decires de Edgar Morisoli. "Si vinieran hasta aquí, seríamos siempre su aparcero". “Verá un corazón de luz en el corazón del médano” (4). Pero sabemos que no lo harán. Porque nuestra palabra lucha y se vuelve lamento desde aquí, nuestros versos son para los nuestros. No esperamos un gesto que repare la masacre. No aguardamos una consideración igualitaria. Lo nuestro, todo lo nuestro, está en el desierto. Estas son nuestras estrellas, ese polvo es nuestro suelo, la sequedad nos mancomuna. No necesitamos decidores del centro. Las palabras de La Pampa, sus voces, sus montes, sus atardeceres y sus pájaros sobrevivirán a la intelligentzia.


(Fotografía del del face gran artista pampeano Fabián Muñoz Docampo).


(1)    https://www.derechoareplica.org/secciones/filosofia/1406-acerca-de-las-utopias-la-emancipacion-la-desafiliacion-y-el-desierto

(2)    “Orígenes de la Civilización”, Tomo I, Buenos Aires, Ed. Descontrol Editorial -Col·lectiu Bauma - , 2016, prólogo de David Graeber, p. 13.

(3)    Greshake, Gisbert: “Espiritualidad del desierto”, PPC Editoria, Madrid, 2018, p. 11, 12, 14 y 15.

(4)    La Pampa es u viejo Mar, Ricardo Nervi- Alberto Cortez.

(5)    Astrain, Facundo: “Rodolfo Kusch: de la visión citadina a la post-verdad”, disponible en https://cdsa.aacademica.org/000-023/67.pdf







































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