Por Eduardo Luis Aguirre



La esperanza y los sueños, los ideales, suelen ser una cuestión problemática. La idealización del porvenir siempre colisiona con el límite infranqueable de la realidad, que no es otra cosa que la marca de la impiadosa finitud. Nietzsche afirmaba que la esperanza era el peor de los males, porque prolonga los suplicios de los seres humanos. Cada hombre traza gruesamente su propia, humilde e inconclusa épica. Sea que la misma se enrosque como una hiedra a la mezquindad de lo propio o, por el contrario, que la potencia, la voluntad, la fugacidad de la vida, se convierta en la militancia fatalmente inconclusa y utópica de transformar una parte microfísica de la realidad colectiva.

Quiero detenerme especialmente en aquellas subjetividades que se inscriben y ensanchan en la preocupación por lo común y se empeñan en la cruzada ardua y desfavorable de sobrevivir intentando acceder a una sociedad más justa. Probablemente moriremos en un mundo más injusto que en el que hemos nacido. Nos sumergimos entonces en un dilema abisal, oscuro, insondable. La pregunta por el otro. Por la elección de seguir dando una pelea que de a poco nos consume y se queda con las reservas más sensibles de nuestro recorrido. Incluso, de nuestra salud. Sin embargo, hay una voluntad humana que nos impulsa fatalmente a transitar el desierto interior de la presunta derrota reivindicando la profunda humanidad de lo común, de lo colectivo. Sabiendo que la vida, como un paréntesis, sólo es capaz de ser valorada si no deja de lado el sentido extremo de ética y gramatical fraternidad. El desierto no debe asimilarse a lo infértil, a lo yermo. El desierto siempre ha sido la fragua del conocimiento humano, de reglas de convivencia austeras, ascéticas, espirituales y equitativas, de construcciones morales genuinas, capaces de poner en tensión las peores injusticias. El desierto nos enfrenta al horizonte más generoso que podamos escrutar. Luce como irreversible pero, por el contrario, es fuente inagotable de una formación solidaria de vocación transformadora, de una introspección trascendente, de una reacción común y poderosa contra la iniquidad de lo establecido. Como se ha dicho, los hombres tenían en el desierto la libertad en su mirada. Este tramo encanecido de nuestra existencia, mediante el cual el sistema hegemónico pretende desafiliarnos de aquellos espacios donde protagonizamos nuestros esperanzados sueños revolucionarios, en realidad libera una potencialidad sin límites. Nos enfrenta al desafío de militar un pensamiento emancipatorio incondicional, capaz de acompañarnos para siempre y nos facilita una prodigalidad del sentimiento que la alienación del capitalismo obtura en otras etapas precedentes de nuestro ser y nuestro estar.