Por Eduardo Luis Aguirre

 

 

 

Algunos hacen como si nada hubiera pasado, imaginan un paréntesis, una pausa, un presente continuo. Muchos otros siguen con los dientes apretados, luchando rabiosamente por la diaria, asediados por las faltas. Otros, quizás sin tenerlo claro, reinician un tiempo de reconfiguración de sus lazos sociales. Aunque sea, con los más cercanos y por eso imprescindibles para permanecer con vida.

Otros reaccionan con una virulencia esperable y encuentran en otro difuso y genérico el destino de sus imprecaciones y desventuras. Ese otro son, generalmente, los gobiernos, a quienes directa o indirectamente se sindica como causantes de todos los males. Otros, todavía en carne viva, se lamen las heridas de las pérdidas sin adiós posible en la quietud de la pausa catastrófica. Otros enjugan las lágrimas de las violencias potenciadas al interior de las novelas de las familias. Indagar, describir lo que ha quedado de nosotros durante la pandemia es una tarea que me excede. Constato en los diálogos y en los retornos con lo común la sensación de que nada es igual. En realidad, es lo que imaginaba. La vuelta a la pretendida normalidad fue una simplificación piadosa obviamente inexistente. Una apoyatura en la contingencia de la desesperación. Nunca el mundo fue igual después de una pandemia. Mucho menos si la idea de que estamos en un después no constituye otro esfuerzo conjetural y voluntarista.

Durante el siglo XIV la peste negra diezmó la población del mundo de entonces. El desarrollo de la medicina de esa época impidió durante mucho tiempo conocer las causas de la peste. La gente moría en las calles y las descripciones de los cronistas son verdaderamente horrendas.

Frente a la imposibilidad de hacer frente a una fatalidad desconocida, las reacciones de la gente en Europa no difieren demasiado de las que podemos observar en el presente.

Crecieron la devoción y el fanatismo religioso, la desconfianza hacia las estructuras estatales, la nobleza y el clero. Comenzaron verdaderos “pogroms” contra musulmanes, extranjeros, leprosos, gitanos y judíos. Como al parecer las prácticas superadoras de higiene y la vida comunitaria hicieron que hubiera menos víctimas entre los judíos, la furia popular se desató contra ellos después de la construcción fabulosa de un relato que los ubicaba envenenando los pozos de agua. Muchos judíos fueron quemados en la hoguera, como lo ilustra una imagen que refleja esa matanza.

“Al conocer la magnitud del impacto de la Peste Negra en la población, se comprende el efecto psicológico que ésta causará. Una enfermedad muy contagiosa, que acaba con un considerable porcentaje de la población de un reino, necesariamente crea un ambiente de temor y de tensión entre la gente. Las reacciones serán diversas: algunos se encomendarán a Dios, otros creerán que aquello es un castigo divino, también habrá quienes crean que son víctima de un envenenamiento por parte de los judíos y muchos huirán de sus ciudades para evitar el contagio. Así, el hombre medieval ante la peste, “…fuera cual fuere su religión, encontraba en la voluntad de Dios la postrera causa de tal fenómeno y de sus trágicas consecuencias, aunque la forma específica que adoptara esta calamidad se viera sometida a explicaciones muy diversas y en muchas ocasiones contradictorias.” (1)

Un estado de desazón colectiva conmovía las bases mismas de la sociedad medieval. Hasta las mujeres eran presas de esos furiosos arrebatos, en una suerte de guerra de todos contra todos donde no había contrato social capaz de conjurar las penurias y el odio. Superar esas consecuencias demandó casi cien años. El Renacimiento hizo el resto. Pero durante ese lapso maldito ninguno de los paradigmas que durante siglos habían disciplinado al conjunto colapsaron. Ni los reyes, ni los nobles, ni los frailes, ni los curanderos quedaron a salvo del encono popular. “La civilización, en el Oriente y el Occidente, fue atacada por una peste destructora que devastó naciones e hizo desvanecerse poblaciones enteras. Devoró muchas de las buenas cosas de la civilización y acabó con ellas. Atacó a las dinastías en la época de su senilidad, cuando habían llegado al límite de su duración. Redujo su poder y menoscabó su influencia. Debilitó su autoridad. Su situación se aproximaba al punto de aniquilación y disolución. La civilización se rebajó al reducirse la humanidad. Ciudades y edificios fueron arruinados, caminos y signos desaparecieron, asentamientos y mansiones quedaron vacíos, y las dinastías y tribus se debilitaron. Cambió todo el mundo habitado” (2). Los lazos comunitarios se resintieron frente a millones de muertos. Nadie estuvo en condiciones de discriminar culpables o inocentes, causas y consecuencias, etiologías y fetichismos, vida y muerte. Nadie pudo elegir racionalmente lo que vendría. Europa era una sociedad asolada por el pesimismo, la desconfianza y el encono. Tomar opciones correctas para la vida en sociedad debe haber sido muy difícil en ese momento. Como ahora.



(1)   Amasuno Sárraga, Marcelino; La Peste en la Corona de Castilla durante la Segunda Mitad del siglo XIV, pág. 19, cit. por Ana Luisa Haindl en “La peste negra”, disponible en http://edadmedia.cl/wordpress/wp-content/uploads/2011/04/LaPesteNegra.pdf

(2)   Martínez Campos, Leticia: “La muerte negra”, disponible en https://www.seipweb.es/wp-content/uploads/2019/01/La_Peste_Leticia_Martinez.pdf