Por Eduardo Luis Aguirre


Era esperable. Cada año que trascurre, después de más de cinco siglos de acontecido el encuentro de civilizaciones más importantes de la historia, se profundizan radicalmente dos miradas extremas sobre el 12 de octubre que oscilan entre el genocidio y la leyenda negra. Esa polarización es la mejor manera de dejar de lado en cualquier análisis las enormes complejidades y singularidades que se derivaron de un hecho que cambió para siempre la ecuación del mundo.

Las ideologías, aquí sí entendidas como “falsa conciencia”, atienden a los polos de ambas nomenclaturas con la pretensión llamativa de que las mismas salden las cuestiones políticas contemporáneas entre el pensamiento conservador y las expresiones disruptivas contrahegemónicas. Para eso, las opiniones eligen los relatos estereotipados, deterministas, homogéneos, que se anticiparon en varios años a la “guerra de civilizaciones” que el neoliberalismo y el consenso de Washington pergeñaron hace apenas un cuarto de siglo. No hay dudas que entre los conquistadores hubo disputas que incluyeron, en las creencias y en las prácticas, el contacto con civilizaciones desconocidas, con un Otro también diverso que habitaba una geografía inmensa, desconocida, profundamente plural, con asimétricas expresiones culturales y creencias, con diferentes lenguas (centenares de ellas) y formas de agregación también disímiles, que incluían férreas y cristalizadas formas de subordinación y supraordinación entre los propios pueblos de Nuestra América. La violencia de la conquista, protagonizada también por una variada ola de sujetos cuya cultura oscilaba entre la Edad Media y el Renacimiento, no puede discutirse. Los sectores más recalcitrantes que defienden el slogan de la leyenda negra no pueden dar ninguna respuesta a las crónicas de Bartolomé de las Casas, que dan cuenta de las brutalidades cometidas contra los pueblos precolombinos, ni tampoco de las conclusiones del debate de Valladolidad, entre el mismo Las Casas y Sepúlveda, que rivalizaban en torno a la condición humana de los indígenas y la existencia de un alma dentro de sus respectivas corporalidades. Tampoco a las diferencias, que aparecieron desde el principio entre los propios conquistadores, en la forma en que abordaron y concibieron el encuentro. Desde la visión esquemática de Colón como genial marinero y paupérrimo observador social que se preguntaba “qué eran” los indios, poniendo en duda su humanidad, hasta la más elaboradas interrogación de Cortés que indagaba “cómo eran”. Pero en ese episodio angular de la humanidad, los relatos esencialistas, polarizados e irreductibles perdieron de vista no solamente las diferencias al interior de los pueblos americanos sino también los contrastes de todo orden (cultural, político, social, religioso, intelectual) entre los ocupantes de los barcos. Y esa diversidad se prolongó a lo largo de la conquista, incluso después que las primeras formas organizadas de exacción de las riquezas propias alteraron la relación de la economía y el poder mundial y catalizaron las masacres. No atender a las individualidades, a las contradicciones, a los matices entre conquistadores y pueblos originarios constituyó desde siempre una aporía que redujo un hecho sin precedentes a la intrascendencia del mero marco agitativo. Entre los conquistadores había lectores ávidos, marineros avezados, clérigos, personajes marginales, estrategas y sujetos que reproducían la crueldad admitida en una época donde la vida humana recién superaba una visión teocrática del mundo europeo durante la denominada Edad Media, otro eufemismo de marca registrada insularmente europea. También había díscolos, personajes épicos, en principio disfuncionales para una corona recientemente unificada. Recuerden a Lope de Aguirre, denostado, caricaturizado, llevado al cine como un criminal impiadoso que termina asesinando a sus superiores y a su propia hija. A poco que nos adentremos en la historia no oficial de este oñatarra, veremos que fue un personaje deheredado por su condición de no primogénito, que abandonó su casa familiar y desde ese paraje oñatarra buscó como aventurero un futuro azaroso inscribiéndose en un viaje a América. Aguirre es una personalidad cada vez más reivindicada por la historia americana, al punto de ser considerado un precursor de la libertad del continente y considerado especialmente por líderes ulteriores como Simón Bolívar. Su extraordinaria carta al rey Felipe II, la defensa acérrima del honor (lo que le llevó a seguir, caminando siete mil kilómetros al juez que lo había mancillado), su idea de la libertad, hoy analizada por historiadores, filólogos y literatos bien podría asimilarse a la sentencia que el Inca Yupanqui profería ante las Cortes de Cádiz: “un pueblo que oprime a otro no puede ser libre”. Este vasco entendía perfectamente qué intereses ociosos y regresivos defendía su rey. Por eso se rebeló contra él y transitó una gesta épica entre lo que hoy son Tucumán y el Ecuador, entre el Marañón y los alísios. Cojo, enfermo, probablemente con la razón tan cegada como tantos otros viajeros de la época, el Loco, el Peregrino, el que se levantó contra el establishment español marca a fuego la posibilidad de otra mirada de la conquista y da cuenta de la existencia de subjetividades díscolas que el mayor imperio de la época no pudo controlar.