Por Eduardo Luis Aguirre

La mayor letalidad del virus se da en las personas mayores de 60 años. Después de escuchar la noticia apagó el televisor con un dejo grave. El sol comenzaba a iluminar los caldenes y en los ventanales se reflejaba el imponente cielo mañanero. Desde la irrupción inesperada de su adultez  experimentaba una sensación extraña. La intensidad extrema en la forma de transitar su existencia le hacía pensar que había vivido muchos más años de los que ahora se habían convertido en una repentina amenaza. Nada será igual en este mundo después de la pandemia, reflexionó.

Y el después lo imaginó como un significante alternativo al uso social estandarizado y casi supersticioso del tiempo como una evolución permanente. No era la primera vez que se molestaba con el lenguaje, ese conjunto de símbolos incompleto que no alcanza a expresarlo todo y que se comporta como un dispositivo imperfecto de descripción y dotación de sentido. Nunca se había familiarizado con la ficción y por eso recelaba de la palabra, el combustible que alimenta el relato de las novelas, ese género tardío que puede prescindir en su riqueza intrínseca de la materialidad simbólica y de las certezas que depara el pensamiento cotidiano. El lenguaje -pensó- ha sido, además, particularmente falible cuando ha debido vérselas con el tiempo. Recordó aquellos fragmentos de Isaías, escritos hace siglos sin vocales ni signos de puntuación. La más maravillosa creación de la cultura humana, constituye también una forma de mirar el tiempo a través de fragmentaciones artificiosas. Siglos, eras, etapas, edades, años. De esa manera organiza y registra la vida y la muerte de las personas. El lenguaje administra los consensos con una contundencia ficticia y no alcanza a descifrar las sensaciones que provoca el confinamiento interminable convertido en estado de naturaleza. Sus pensamientos guardaban una extraña armonía con el soberbio trino de los pájaros. El lenguaje tampoco puede ponerle palabras al amor, discurrió. Mucho menos si el amor no se enlaza con los cantares románticos o aparece contradiciendo los espacios etarios que construyen un formato social, unánime, de aceptación ancestral. Los viejos, entonces, no pueden enamorarse, concluyó. No pueden experimentar la pasión, ni el deseo, ni la sensualidad, ni las ilusiones. La liturgia poética y la literatura en general no dieron cuenta de viejos que se hubieran enamorado. El amor y la pasión entre la gente madura son un límite abismal, un sentimiento que, por infrecuente, se asume intraducible para el lenguaje. Aunque las tradiciones bíblicas recuerden aquel sentimiento intenso entre Rut, la mujer moabita, y Booz. La ardua relación entre el tiempo, el amor y el lenguaje, conjeturó, tal vez haya que saldarla desde otras potencialidades de la naturaleza humana. Recordó lo que alguna vez había dicho Saramago. La vejez es un sentimiento de pérdida irreparable que se experimenta a la finalización de cada día. Esa frase -pensó- alcanza para poner en jaque la idea de pasado y, sobre todo, la aporía del futuro. Quizás, el sentimiento cotidiano de pérdida sea la forma singular a través de la cual se expresa, también, el amor de los adultos. El sentimiento de pérdida y la desesperada urgencia por atesorar las horas que restan. Momentos de amor que no podrán entramarse con proyectos familiares ni construcciones existenciales de largo aliento. Si todo se desvanecerá finalmente en el aire, especuló, puede que el futuro también. Pero es difícil pensar, en cambio, que el amor se desvanezca, o claudique en su más profunda manifestación, por el mero transcurso del tiempo. Quizás, supuso ya con alguna fatiga, sea el amor romántico, burgués, el que impone una esencia demasiado parecida a su matriz contractual. Pero si se lograra prescindir de ella, recuperar la magia incomparable de la sorpresa, de la mirada, de los diálogos, de la pasión, es probable que el amor sobreviva a lo finito, en una dimensión profunda e intensamente humana. Porque uno se enamora, finalmente, de la persona que hasta entonces pensaba que no existía. Como le pasó a Booz con Rut. Y para eso no hay tiempo ni tampoco edad. Será un amor inesperado, pero no inexplicable. Explicarlo será, paradójicamente, una asignatura dramáticamente pendiente del lenguaje. Se quitó los anteojos y salió al patio, a escrutar el cielo impactante que no guardaba registro del tiempo ni de lo impronunciable que llega, con la perturbación intacta de los que se interrogan.