Por Eduardo Luis Aguirre
Cuenta la historia que en el París de los años 60 y 70, cada vez que acontecía un hecho político o social relevante muchos esperaban a ver qué decía Sartre sobre ese acontecimiento. La palabra del intelectual era esperada porque su pensamiento establecía un punto de partida para reflexionar sobre el suceso público acaecido. Y aunque el propio Sartre no lo señalara expresamente cuando caracterizaba el rol de un intelectual, diferenciando incluso entre los intelectuales de los países opresores y los pueblos oprimidos, seguramente intuía que entre la expectativa que se formaba respecto de su palabra y la opinión pública ulterior existía un imperceptible lazo unitivo.
Seguramente carece de sentido inaugurar una compulsa respecto de la posibilidad de la existencia de un ligamen parecido entre Horacio González y los más inquietos lectores argentinos. De lo que no puede albergarse dudas es que Horacio era un escritor que inauguraba las lecturas de los argentinos cuando algún acontecimiento lo impulsaba a escribir. A escribir esas palabras que en Horacio eran recursos, dispositivos complejos que nos abastecían de una musculatura conceptual y al mismo tiempo ensanchaban el horizonte de nuestro lenguaje. Ese escritor, que acaba de dejarnos, tenía dos condiciones que lo distinguían.
Nunca tuvo una pizca de pudor para demostrar anclado en el argumento que las problemáticas complejas no pueden explicarse de manera sencilla. Por eso su estilo era el ensamble de la profundidad de lo que expresaba.
La segunda condición de González es que conocía perfectamente los tiempos y las pasiones de la gente. Aparecía solamente cuando un acontecimiento, un hecho angular público concitaba a la sociedad, la ponía en vilo. No exponía su compulsión ni se exponía al insuperable trajín de contestarlo en una controversia donde los molinos de viento son irreductibles. Porque era evidente en Horacio González su sensibilidad respecto de la importancia de lo público.
Recuerdo una frase de Todorov, que parece hecha a medida de esa fina sensibilidad del pensador desaparecido:
“¿Qué es un intelectual? En lo que a mí respecta, limito el uso de este término de la siguiente manera: es un estudioso o un artista (categoría que incluye a los escritores) que no se contenta con realizar trabajos científicos o con la creación de una obra de arte, que no se contenta, por lo tanto, con una mera búsqueda de lo verdadero y con un mero desarrollo de lo bello, sino que se siente asimismo comprometido con la noción del bienestar público, con los valores de la sociedad en la que vive, es alguien que participa en el debate sobre esos mismos valores. El intelectual así entendido se halla muy lejos del artista o del estudioso a quienes no preocupan en absoluto las dimensiones políticas o éticas de sus obras; muy lejos, también, del predicador o del político profesional, que no crean obra alguna” (1).
En la Argentina, la irrupción procaz de una derecha incendiaria profanó el concepto del intelectual e intentó por todos los medios banales habidos y por haber agraviar a los propios intelectuales.
Eso fue posible porque, desde hace décadas, existió una fuerza de tareas destinada a soslayar y erosionar el pensamiento y la teoría crítica, y sustituirlo en aquellos aspectos de indudable importancia pública por la estulticia amañada de la “gestión”.
El objetivo era claro: un país sin pensadores comprometidos es siempre presa fácil de los intereses de las minorías.
Diego Tatián señalaba algo semejante “Intelectual es quien –tomaba la expresión del Kant tardío- hace un «uso público de la razón», es decir, somete pensamientos a la consideración de un público (de lectores, de escuchas) al que busca influenciar. Ese uso de la razón que llamamos «público» suele asumir la forma de un debate, de una contienda de ideas, dado que su objeto, los asuntos humanos, es contingente y equívoco (no admite tanto un conocimiento como una interpretación) (2).
Por eso González manejó el difícil arte y el ejercicio cotidiano de hacer un uso público de la razón. De producir pensamiento portador de una intachable lógica emancipatoria y someterlo a la consideración del público. Sin estridencias. González nos regalaba pensamiento complejo sobre temas de actualidad candente. Y tomaba posición desde el más fino argumento (ese que no aceptan las derechas) y su gramática exquisita.
(1) Todorov, Tszvetan: “Política de los intelectuales”, tomado de “El hombre desplazado”, disponible en https://revistas.unal.edu.co/index.php/ceconomia/article/view/11622/20769
(2) Tatián, Diego: “Intelectuales y Bicentenario”, disponible en https://dialnet.unirioja.es/servlet/autor?codigo=1953555