Por Eduardo Luis Aguirre
“Al fin y al cabo, en las vacaciones nos dejamos estar también, y con qué ganas. ¿Pero nos dejamos estar como Quispe? ¿Entonces, tenemos algo en común con él? ¿Y cómo nosotros, que somos hijos de italianos, españoles, alemanes, ingleses, vamos a tener algo en común? El indio es negro y nosotros somos blancos. Además eso de las vacaciones, apenas es una salida de nosotros mismos…” (1)
Empeñada en profundizar la noción del punto de fuga en Lacan, Liliana Ottaviano no dejaba de observar, durante largos minutos, “las Meninas” de Velázquez. La multitud, en general, recorría esa galería de El Prado sin ver, con ojos de turistas, acotada por los mensajes, metálicos y brevísimos, de las audioguías. Eso me llamaba la atención. La forma limitada de la pretendida construcción de un “saber” o un conocer a través de la fugacidad de la mirada, toda una definición a la hora de advertir las maneras que elegimos en occidente para conocer y comprender la complejidad abismal del mundo a través de uno solo de los sentidos: lo que vemos. El hombre, el sujeto, la persona, el homo economicus que acumula sitios, luego los posee en su imaginario discursivo y en sus faltas, solitariamente, sin ver, sin relacionar, sin preguntar, sin estar. El hombre capturado por la audioguía, todo un ícono del individualismo metafísico, reproduciendo una gestualidad de preocupada recorrida por el arte y el conocimiento…europeo.
Liliana, mientras tanto, no paraba de preguntarle a su guía. Ese “Otro” hacía sus devoluciones con precisión milimétrica. Después, la observadora retornó a los textos lacanianos, a los aportes de Foucault y a otros artículos que se detenían en el lienzo inmortal del pintor cortesano.
En una tarde de lecturas, evocó un artículo de Ani Bustamante, que se titula, justamente, “La escena en las Meninas de Velázquez” (2). Escucho, de boca de mi compañera, de qué manera la autora ensayaba estas dos ideas.
“Podríamos decir que este es un cuadro de “miradas” que sin embargo nunca se encuentran entre sí (ya hemos visto que este es un cuadro de imposibilidades). Ninguna mirada (excepto la de la menina arrodillada) fija nada. Todas estas miradas están perdidas sobre algún punto invisible.
Si es la mirada la que se encuentra perdida, es tal vez, porque lo que no queda claro es quién es ese “otro” a quien ella se dirige. Este es un punto importante que quiero señalar, porque a mi modo de ver, lo que aquí podemos encontrar es la problemática de la alteridad, de poder reconocer a otro o, a lo Otro.
Jugando con la idea de los dos niveles escénicos, antes mencionados, podemos situar la problemática del “Otro”. Así, desde una perspectiva externa, es el otro sujeto el que deviene oscuro ante nuestra mirada y, apelando a Lacan, podríamos agregar que lo que se nos escapa es el “deseo del Otro”, ese deseo que nos entrampa en el espejo y en una búsqueda imposible. Por otro lado, desde una perspectiva interna, lo que queda bajo la sombra es el propio yo, que ahora ve en sí mismo a un otro, con lo cual el sujeto queda situado en el lugar de la extrañeza.
Ahora bien, es importante señalar que si bien he apelado a estas dos escenas para conceptualizar dos modos de ver y de relación, de ninguna manera debemos pensar que estos espacios, interno y externo, estén delimitados de una manera radical. Todo lo contrario, la línea que los separa es brumosa y reversible. Como nos lo sugiere el cuadro, al tener como signos fundamentales un espejo, un lienzo del que vemos solo su revés y la continuación del cuadro en el afuera.
Pensando psicoanaliticamente vemos que cuando el sujeto intenta encontrarse lo que realmente encuentra es a un otro que a su vez se le escapa. Esto está relacionado con que lo que determina la constitución de la subjetividad es, según Lacan, la “mirada del Otro” o más precisamente “el deseo del Otro” que puede expresarse a través de una mirada libidinal. Pero, si finalmente nos encontramos con el concepto de deseo como eje de este juego, podemos justificar el por qué ese otro que nos constituye a la vez se nos escapa, ya que en la lógica del deseo, el objeto siempre es inalcanzable, como condición de posibilidad de seguir deseando.
De esto anterior se puede desprender la necesidad, a la que nos obliga el cuadro, de preguntarnos: ¿QUÉ HACE EL PINTOR? ¿QUÉ PINTA? esta pregunta sobre lo que quiso hacer el pintor nos lleva a la pregunta sobre el deseo del Otro, por lo tanto a la conclusión de que lo que deseamos saber es el deseo del Otro”.
“Si volvemos a la imagen de la pintura, tenemos entonces estos dos centros: El espejo y la princesa, el primero representaría la angustia ante un saber inalcanzable, puesto que nunca accederemos a la verdad de esa representación. Es por lo tanto, la imagen de “Lo Imposible” que está en la base misma del sujeto y de la captación de la realidad. El segundo centro, la princesa, estaría contestando al reflejo, afirmando, que sí es posible obtener la luz de una mirada completa y “real”.
Detengámonos nuevamente en estos dos párrafos de Bustamante:
“Si es la mirada la que se encuentra perdida, es tal vez, porque lo que no queda claro es quién es ese “otro” a quien ella se dirige. Este es un punto importante que quiero señalar, porque a mi modo de ver, lo que aquí podemos encontrar es la problemática de la alteridad, de poder reconocer a otro o, a lo Otro.
“Si volvemos a la imagen de la pintura, tenemos entonces estos dos centros: El espejo y la princesa, el primero representaría la angustia ante un saber inalcanzable, puesto que nunca accederemos a la verdad de esa representación. Es por lo tanto, la imagen de “Lo Imposible” que está en la base misma del sujeto y de la captación de la realidad. El segundo centro, la princesa, estaría contestando al reflejo, afirmando, que sí es posible obtener la luz de una mirada completa y “real”.
Ahora hagamos, con mayor razón aquellos que no provenimos de este saber, un recorte de palabras claves. La mirada, el Otro, la alteridad, el poder de reconocer (o no) al otro o a lo Otro, la angustia ante un saber inalcanzable, la verdad, la representación, lo imposible, la captación de la realidad.
Y volvamos al turista que mira sin ver. Al que intenta comprender y valorar el mundo confiando en la precisión indubitable de lo que mira. De lo que, paradójicamente, no alcanza a ver. Un ejercicio actualizado de las formas de entender la realidad de la filosofía eurocéntrica. El mundo, en esa lógica, se construye, se conoce y se define por lo inapelable e incontrovertible de la vista. La vista que no mira, que reitera un orden de importancia que repite la escueta descripción de la audio guía.
El turista es un conquistador. Un ego conqueror. Tiene una forma colonial, fugaz, superficial de representarse lo más bello, y también lo más complejo del mundo.
Un dispositivo postmoderno, neoliberal, lo protege, lo legitima. La industria del turismo y los mandatos sociales. Una suerte de nuevos privilegios y nuevas capitulaciones extendidas con cinco siglos de diferencia. Eso que él mira sin ver –piensa- es el mundo. Pueden ser Las Meninas, la Torre Eiffel, la Plaza Roja, Macchu Pichu o el Cuartel Moncada. Da lo mismo. El conquistador del siglo XXI “ya los conoce”. Los miró. Posó su mirada fugaz, tomó imágenes, con semblante extractivista satisfizo su pulsión. Y se marchó. Siempre, sin ver.
“Esta inefabilidad de la expresión particular de una cierta cultura la condena a la condición de puro objeto de la observación y descripción estéticas, tal como lo es ya para el turista o viajero transcultural postmoderno”.
“No hay ningún compromiso, ningún ‘amor’ del que hablaron los primeros filósofos, ninguna pasión (eros) por la verdad y justicia, ningún afán de debatir y luchar por algo que no se aprecia estéticamente. No existe noción alguna de la diferencia valorativa de las culturas, del menosprecio racial, político y sexual, de la explotación neocolonial, de la pobreza de sus protagonistas y de la injusticia existente entre observador/a y observado/a”.
La filosofía postmoderna, incluso, reproduce la mirada de las corrientes modernas eurocéntricas u occidentocéntricas y no llega “a superar el paradigma occidental de concebir el mundo. Esto se refleja, por ejemplo, en el valor indiscutible que se da al individuo y la individualidad, en la predominancia de la ‘visión’ (teórica y estética), en la alianza de facto con el neoliberalismo y conservadurismo, en el énfasis en la ‘discursividad’ (lingüisticidad), en la libertad entendida como ‘indiferencia’ y en la insistencia en el principio de la exclusión mutua (vive la différence). La filosofía postmoderna supera una cierta manifestación de la racionalidad dominante en el pensamiento occidental, pero no llega a superar esta misma racionalidad, ni este mismo pensamiento”. “
“Reducida a pura estética, la filosofía se vuelve ‘fenomenología descriptiva’, es decir: narración no-partidaria de los diversos ‘discursos’, tanto diacrónica (a través de la historia), como sincrónicamente (a través de distintas culturas). De este modo, la filosofía se convierte nuevamente en algo de segunda o hasta tercera mano: descripción de interpretaciones de experiencias”.
“El lenguaje filosófico ya no es sólo el tratado abstracto, individual, discursivo y grafo-mórfico, sino un mosaico sincrético de narración, mitología, exposición, dibujo, sonido, poema y ciencia ficción. Con otras palabras: es un evento multimedial, interdisciplinario y grupal. Esto parece posibilitar una abertura a expresiones filosóficas de culturas pre- y no-occidentales, una inclusión de todo lo que la concepción ‘clásica’ occidental excluyó como mera ‘cosmovisión’, ‘pensamiento* o ‘Weltanschauung’”.
Todos estos párrafos pertenecen a Josef Estermann (3), y permiten advertir nítidamente los contrastes entre este saber occidental, fugaz, desinteresado y egocéntrico, del conocer (el ejercicio de memoración colectiva que alude a la la “sabiduría”) del indio. Un conocer que echa a mano a todos los sentidos y no se desagrega, nunca, del cosmos, de una totalidad de sentido, que es nada más y nada menos que un mundo propio, una inclusión de lo real, una memoria total, comunitaria. Su ética no puede concebirse separada de este mundo al que el indio le ha agregado un sentido. Tampoco el conocimiento. Mucho menos la ética. La ética de los pueblos originarios remite a la normatividad del comportamiento humano, sino sobre su ‘estar’ dentro del todo holístico del cosmos.
El pensamiento indígena es más un pensar del ‘estar’ que del ‘ser’, es decir: de la concreción dé la existencia dentro de las múltiples relaciones, y no de la abstracción ontológica en términos de ‘sustancialidad’.
El pensamiento occidental, el de los ojos del turista que se asegura la verificabilidad de lo que ve (con excepción del brazo invisible del mercado, en el que cree aunque no lo ve), concibe el mundo, el saber y la historia universal tendiendo –como dice Tasat- a cosificar los hechos, los vínculos, generando una historia chica de un relato de dominación y posesión de las cosas; dando una historia chica que es un simple relato antropocéntrico que relata lo humano, una historia reducida y reduccionista, historia selectiva y excluyente, siendo una pequeña historia que relata solo el acontecer de los últimos 400 años europeos (4).
La diferencia con la construcción de la sabiduría indígena se hace patente. El saber del indio es lento, recurre a un conocer ancestral, a un orden y un sentido, a una idea del buen vivir donde la naturaleza es indivisible de los seres humanos. La tierra –recordémoslo- no era de los hombres sino que, por el contrario, los seres humanos forman parte de ese orden. La apropiación de la tierra, para el indio, representa un quiebre donde se observa un intento de poner en jaque a la propia Pachamama. Que es como poner en riesgo el buen vivir y el pacha kuti.
La sabiduría se construye, así, en un estar, en un estar ahí, una suerte de dasein que se refleja en la mirada de Quispe que relata magníficamente Kusch. Quispe, el indio, mira viendo, se proyecta en el tránsito que nace en el respeto a la ancestralidad, a un orden, a saberse formando parte de ese orden, que se reproduce en las rukas, a través de los ritos, de los mitos y la palabra de los mayores. El saber, además, no es sólo mirara y ver, también es escuchar, oler, degustar, asumir la vida como transcurriendo en una naturaleza que se compatibiliza con lo comunitario. De esta forma, no hay una preocupación central por el ser individual, sino más bien por la conservación de una existencia nosótrica.
(1) Kusch, Rodolfo: “Obras completas”, Editorial Fundación Ross, Rosario, 2007, Tomo I, pág 474.
(2) http://www.elarteyeldivan.com/las-meninas/
(3) Filosofía andina. Saber indígena para un nuevo mundo.
(4) El pensamiento de Rodolfo Kusch, estar siendo en América Latina: “un pensamiento que conlleva la esperanza de otro horizonte humano”, disponible en https://ces.uc.pt/pt/agenda-noticias/agenda-de-eventos/2013/el-pensamiento-de-rodolfo-kusch-estar-siendo