Por Eduardo Luis Aguirre


El mundo de nuestros días se encuentra concernido por un renovado auge del racismo. Que se extiende imparable, rizomático y letal en una versión actualizada de nuevas retóricas xenófobas, discriminatorias, profundamente violentas. Se trata de un racismo que en ningún caso se asume como tal. Un racismo culpógeno que se ampara en el sostenimiento formal de pobres enunciados democráticos que en la práctica se violentan sistemáticamente.

Se explicita como expresión gubernamental en Polonia y en Hungría. Avanza en Francia,  Italia y  España en espacios fragmentarios aunque estratégicos. En Estados Unidos se aloja en la retórica inequívoca de su propio gobierno. En buena parte de Nuestra América resuena en jergas y gramáticas que se habilitan institucionalmente. Los grandes diarios europeos trasuntan las opiniones de historiadores y politólogos, tratando de escrutar si el viejo mundo se apresta a vivir un marasmo epocal similar a la década del 30. La década del huevo de la serpiente. El preludio de Auschwitz. Mientras los intelectuales reflexionan y debaten -perplejidades de la hegemonía neoliberal- los gobiernos inauguran campos de concentración para inmigrantes y refugiados. Paradojas de un presente abismal, que presagia la barbarie. Necesidad impostergable de caracterizar el racismo, para no caer en nuevas aporías eurocéntricas (y etnocéntricas). El racismo no es un estereotipo ni un prejuicio. No es una anomalía individual ni un patrimonio de minorías marginales, desconectadas del conjunto de la sociedad. El racismo es una forma biopolítica que reproduce la lógica de la guerra, la voluntad del soberano de dejar vivir y hacer morir, como decía Foucault. Pero, a diferencia de lo que pensaba el filósofo del Collége de France, no se origina en el siglo XVIII, como preludio de un positivismo criminal. Lo explica bien Ramón Grosfoguel. El racismo, siempre, es institucional. Como el genocidio. Atraviesa, supera y desborda las perspectivas de los individuos. No es una anormalidad. Es una forma de dividir lo humano entre el campo del ser  y el del no ser. Y comienza con la conquista de América. La pregunta inicial de los recién llegados sobre los nativos del continente no indagaba acerca de quiénes eran éstos. Ni siquiera cómo podían ser tan distintos. La pregunta fue "qué eran". ¿Eran seres humanos? ¿poseían inteligencia? ¿tenían sentimientos? ¿eran capaces de reconocer una historia propia? ¿podían desarrollar el arte y las ciencias? ¿creían en dios? Las preguntas suelen enmarcar el marco de proyeccción de las formas de concepción del Otro. Esas preguntas -todas ellas- daban cuenta de la posibilidad de la existencia de un campo del "no ser". Compuesto por sub-humanos o no humanos. Ese es el origen del racismo. La aceptación de que a ciertos individuos no les espera la emancipación ni le amparan los estatutos que sí rigen en el campo del ser. Donde habrá seguramente contradicciones de diversa naturaleza, que los sistemas políticos se encargarán de administrar a su manera. En el campo del no ser, en cambio, no hay leyes ni expectativas de asimilación igualitaria. Ni siquiera analógica. Ese racismo marca el límite tajante entre lo que el campo del ser quiere ver y lo que prefiere no ver. O, como decia Avishai Margalit (foto), establece el límite entre las sociedades decentes y las fatalmente indecentes, las que humillan a sus propios miembros (*).

(*) La sociedad decente, Ediciones Paidós, 2010.