Sigmund Freud ponía fin a su obra "El malestar en la cultura" (1930) con un párrafo rotundo, imprescindible para una lectura filosófica actualizada del neoliberalismo, esa suerte de post-fascismo, de estado de excepción que se abate de manera salvaje sobre la humanidad.
“He aquí, a mi entender, la cuestión decisiva para el destino de la especie humana: si su desarrollo cultural logrará, y en caso afirmativo en qué medida, dominar la perturbación de la convivencia que proviene de la humana pulsión de agresión y de autoaniquilamiento. Nuestra época merece quizás un particular interés justamente en relación con esto. Hoy los seres humanos han llevado tan adelante su dominio sobre las fuerzas de la naturaleza que con su auxilio les resultará fácil exterminarse unos a otros, hasta el último hombre. Ellos lo saben; de ahí buena parte de la inquietud contemporánea, de su infelicidad, de su talante angustiado. Y ahora cabe esperar que el otro de los dos «poderes celestiales», el Eros eterno, haga un esfuerzo para afianzarse en la lucha contra su enemigo igualmente inmortal. ¿Pero quién puede prever el desenlace?” (*)
El párrafo de Freud, una verdadera epifanía de entreguerras, plantea la angustia sobre el dominio que los seres humanos podían hacer de la naturaleza. Algunos denominadores comunes de esa conjetura premonitoria ensayó también Heidegger, en este caso respecto de la técnica. La similitud no es un dato menor. Impacta representarse en ambas dos miradas diferentes sobre el exterminio. La de Freud, que pone el acento en el presagio perturbado, y la del filósofo de la selva negra, que nunca se refirió críticamente al holocausto.
Tampoco la diferencia parece operar como una casualidad. Los genocidios pueden prevenirse. Contabilizar 140 millones de muertos a manos de los estados en poco más de un siglo sin tener en cuenta las vidas cegadas en las guerras conlleva el imperativo de indagar sobre la pulsión de muerte, la construcción de un otro/enemigo desvalorado y el autoaniquilamiento de la especie humana.
Estas prácticas sociales, en la modernidad, necesitan de algunas condiciones previas, que siempre suponen entregar un objeto de sacrificio a los dioses oscuros que enseñaba Lacan.
Esos dioses oscuros ya no son las SS. Están representadas por el racismo, la segregación, la desafiliación, en definitiva, los enemigos construidos frente a la infelicidad de la especie.
Los distintos, los segregados, los desafiliados, los viejos, los locos, los presos, las minorías sexuales, los pueblos originarios, las mujeres, los insumisos. Todos aquellos que pasaron a revistar en el campo del “no-ser” para el capital en su fase neoliberal.
Las masacres asumen formas diferentes, pero mantienen las mismas lógicas. Si la técnica y la cultura pueden enhebrar una idea de que todo es posible, que nada es imposible, que lo que es imposible hoy puede ser posible mañana tenemos una cuestión angustiante y ardua que resolver como especie. Porque si no podemos convivir con un imposible, y todo puede ser posible, incluso la homogeneización jerárquica de sociedades resignadas frente a las nuevas catástrofes de diverso orden, la pregunta es qué ocurrirá con aquellos que no pueden o no quieren formar parte de esa uniformidad, de ese patriotismo constitucional impuesto por la fuerza? La solución es la Shoa, aunque ahora se exprese mediante guerras de baja intensidad u operaciones policiales de alta intensidad, en cárceles, socavones, hospicios, villas de emergencia, servicios de inteligencia desbocados, espionaje de última generación tecnológica, desastres ambientales o la des-existencia misma tras los infinitos muros que los hombres vuelven a construir en el tercer milenio. Eso y la colonización de las subjetividades posibilitan releer y reescribir en clave transmoderna la frase de Freud, y en esa actualización se reescribe un territorio en disputa que remite a la cultura y la técnica en manos del capital como formas de dominación, control global y aniquilamiento masivo.
(*) El malestar en la cultura. Cap. VIII, pág. 140.