Por Robert Charvin
La Corte Penal Internacional es un “paso de gigante” para el eminente jurista Luigi Condorelli, que hace una valoración positiva de este tribunal ya en 1999, apenas un año después de la adopción del Estatuto de Roma. Tanto la doctrina jurídica occidental como las fuerzas políticas europeas han aplaudido de manera casi unánime la creación de la CPI, y desde 2002, fecha en la que entró en vigor, no han formulado crítica alguna sobre su funcionamiento (1).
Se dice que las razones para establecer una corte internacional permanente de justicia en materia criminal son de “naturaleza ética”. Esta idea habría nacido de la “toma de conciencia” del horror de algunos conflictos y de la voluntad de acabar con la impunidad de los responsables de asesinatos masivos.
Este cambio brusco, al que se sumaron numerosos juristas franceses (2), fue planteado por el Doctor B. Kouchner y por el jurista M. Bettati cuando denunciaban que “los asesinos disfrutan de una existencia pacífica, protegidos por las soberanías y al amparo del principio de no intervención”: el “Bien”, encarnado por las potencias occidentales, debe triunfar sobre el “Mal” (espacio “gris” del resto de mundo), y la justicia internacional se convierte en un mecanismo de paz, puesto que “sin justicia, no hay una paz real”.
Muchas ONG de Occidente, subvencionadas a menudo por los Estados y por fundaciones privadas, argumentan que es necesario respetar el derecho humanitario (algo indiscutible) y su papel preventivo (lo cual es dudoso).
Así, se ha desarrollado un nuevo mesianismo, que ha sustituido a los precedentes (el de la “misión civilizadora” de la colonización, por ejemplo): “Occidente, con la Corte Penal Internacional entre otros – escribe A. Supiot (3) –presenta los derechos humanos como un Texto que las sociedades ‘desarrolladas’ revelan a las sociedades ‘en vías de desarrollo’”, como si se tratara de que éstas recuperasen su retraso y abrazaran el progreso. Este coro de voces casi unánime a favor de la CPI, que incluso en sus orígenes incluía a numerosos países africanos, nos muestra un idealismo que no tiene en cuenta las realidades políticas y las relaciones de poder de la sociedad internacional.
La clave de la aparición de una justicia permanente universal e internacional nos la da la evolución del contexto mundial de los años 1990. En primer lugar, se produce la desaparición de la URSS, que llevaba tiempo oponiéndose enérgicamente a una jurisdicción de este tipo (4).
Las potencias occidentales están en posición de fuerza y tienen como objetivo la consolidación definitiva de una sociedad unipolar favorable a sus intereses. Los Estados socialistas que quedan y la Rusia post-comunista se encuentran muy debilitados; dado que las guerras de descolonización han finalizado, la cuestión de los derechos humanos puede convertirse en “el arma definitiva” para asegurarse una hegemonía legitimada.
El derecho humanitario surge como un instrumento para desbloquear los puntos que se tratan de manera muy restrictiva en el derecho internacional general “clásico”, cuya base fundamental es la Carta de las Naciones Unidas (en particular, el principio de igualdad soberana de los Estados y el principio de no intervención).
La globalización liberal necesita una sociedad internacional sin fronteras donde puedan desarrollarse las empresas transnacionales. La OTAN, con la capacidad para sustituir a la ONU, se convierte en la portadora de los valores occidentales “humanistas”, defensores de los derechos humanos (5).
Con la ayuda de los órganos de la Unión Europea y de algunos Estados del sur, como la Túnez de Ben Alí, las grandes potencias occidentales desempeñan un papel de Estados de referencia a favor de una justicia penal internacional que sea la culminación del “nuevo” orden, siempre sin olvidarse de tomar todas las precauciones necesarias para que sus ciudadanos no se vean afectados (6).
Así, la reactivación de la idea de un tribunal permanente en el seno de las Naciones Unidas no resulta de una necesidad súbita de humanidad, sino de una nueva posición de fuerza que permite contemplar un “gobierno global” y, sobre todo, una jurisdicción penal suprema en el orden internacional.
Con este trasfondo, y después del abandono temporal del proyecto de jurisdicción penal permanente desde el final de la Segunda Guerra Mundial, la Comisión de Derecho Internacional de las Naciones Unidas se pone manos a la obra centrando sus preocupaciones en la represión del terrorismo y del tráfico de estupefacientes a partir de 1993-1994. Sin embargo, en 1998 se adopta el Estatuto de Roma de la CPI tras una negociación interestatal (a pesar de que el Consejo de Seguridad ya había creado los tribunales para Ruanda y para la ex Yugoslavia): en adelante, se sancionarán los asesinatos masivos, más de veinte años después de la adopción de los Protocolos de 1977, sobre los derechos de la guerra y sobre las sanciones a los criminales de guerra impuestas por tribunales nacionales.
En 1998, la vía convencional (en lugar de la vía onusiana) se explica por el hecho de que las Grandes Potencias no tenían voluntad alguna de crear una jurisdicción que se les pudiera aplicar. Se trataba de sancionar los crímenes de los “otros”, de la misma manera que el uso repetitivo del capítulo VII de la Carta (basado en las “penas”) y el abandono del capítulo VI (sobre la negociación) permiten a las Grandes Potencias reprimir a los “otros” Estados sin que aquéllos deban asumir alguna responsabilidad.
Occidente había ganado la “guerra fría”, y había que institucionalizar esa victoria.
1. Contradicciones y confusión del contexto internacional
Nos resultará imposible analizar la CPI si aislamos el fenómeno de la evolución general de las relaciones internacionales. Debemos tener en cuenta el “transcurso del tiempo”, que nos permite comprender, como ya hemos visto, el origen de la jurisdicción. También nos permite entender la función real que pretende garantizar desde 2002, ocupando un lugar preponderante dentro de un proceso general.
La fase actual es la de la deconstrucción del derecho internacional general, y también la de un intento de imposición de neofederalismo, asimilando los Estados (que siguen siendo soberanos en derecho) a “Länders” o a regiones, dotadas de competencias limitadas. Todo el proceso de la construcción europea se basa en esta presión progresiva a favor de una federalización de los Estados miembro.
En el resto del mundo, al igual que ocurría en el siglo XIX, el enfoque occidental se percibe todavía como el de la división del mundo entre Estados “civilizados” (que hoy llamamos “desarrollados”), más o menos organizados en “santas alianzas”, y los demás Estados y pueblos que hay que controlar de una manera u otra.
La Carta de las Naciones Unidas ya no tiene mucho peso, sobre todo para los Estados Unidos. Lo mismo ocurre con los Estados-nación, considerados arcaicos. Occidente hace caso omiso de la importancia de la fractura social abismal que separa a los pueblos del norte y del sur. El objetivo prioritario es el desmantelamiento de la soberanía nacional, sin la que no es posible la soberanía popular (7).
En definitiva, para Occidente, las instituciones del “gobierno global” deben convertirse en el nivel más alto de poder y el individuo, en su único sujeto de derecho para el que conviene garantizar una promoción formal. La CPI se erige en el símbolo de los defensores de los derechos humanos y garantiza el fin de la impunidad para los criminales que los vulneran. Aun cuando los Estados Unidos no han ratificado el estatuto de 1998, la CPI se nos presenta como el símbolo de un nuevo mundo democrático y humano. Sin embargo, este tribunal trabaja en un ambiente contradictorio a sus objetivos.
Pretende ser compatible con fenómenos que merecen sanciones colectivas, como los embargos que afectan a la masa gobernada, muy en particular a los más desfavorecidos, y no a los intereses de un puñado de gobernantes. Estados Unidos, sus aliados y sus juristas valoran positivamente las sanciones que la CPI aplica a violaciones individuales de los derechos humanos mientras que, por otra parte, manifiestan la más absoluta indiferencia con respecto a derechos sociales, económicos y culturales que impiden la aplicación de derechos civiles y políticos. Este apoyo a la CPI se contradice igualmente con un fenómeno completamente ilícito, como es Guantánamo, que a pesar del discurso oficial de las autoridades estadounidenses, sigue en funcionamiento ocho años después (8).
Desde un punto de vista más amplio, no se reconoce el derecho fundamental de “derecho al derecho”, puesto que no se respetan de manera generalizada el derecho internacional ni el derecho humanitario, sobre todo cuando se desarrollan intervenciones armadas.
Con la llegada de la década de los 2000 aumenta la confusión: Rusia tiende a convertirse de nuevo en una potencia que tener en cuenta, y China y las potencias emergentes tienen cada vez más peso. De una sociedad unipolar, “soñada” por Occidente, de la que la CPI era un elemento constitutivo, pasamos a las premisas de una sociedad multipolar.
Pero como ocurre en toda fase que separa lo que muere de lo que nace, el proceso es caótico: normas y prácticas supuestamente nuevas de la primera fase coexisten con la vuelta de normas y prácticas del período de la sociedad bipolar, y a todo ello se le suman las innovaciones de la sociedad multipolar que está naciendo.
Algunas potencias occidentales se esfuerzan en inventar normas que no dudan en denominar de manera un tanto confusa “nuevas costumbres”, a pesar de no ser aceptadas por el conjunto de la sociedad internacional. La mayoría de las veces los juristas las aceptan, aunque con cierta reticencia.
Éste es el caso, por ejemplo, de “la responsabilidad de proteger” (R2P) a las poblaciones civiles del propio Estado, alegando preocupaciones de índole humanitaria, cuando en realidad simplemente justifica la injerencia. Se crea incertidumbre acerca de la juridicidad de las normas en detrimento del principio de soberanía. Se favorece el desarrollo de un derecho mercantil de origen privado que se impone en las relaciones económicas transnacionales. En cuanto a la CPI, también presenta disfunciones que originan un desprestigio creciente en el sur.
La fase actual es la de la deconstrucción del derecho internacional general, y también la de un intento de imposición de neofederalismo, asimilando los Estados (que siguen siendo soberanos en derecho) a “Länders” o a regiones, dotadas de competencias limitadas. Todo el proceso de la construcción europea se basa en esta presión progresiva a favor de una federalización de los Estados miembro.
En el resto del mundo, al igual que ocurría en el siglo XIX, el enfoque occidental se percibe todavía como el de la división del mundo entre Estados “civilizados” (que hoy llamamos “desarrollados”), más o menos organizados en “santas alianzas”, y los demás Estados y pueblos que hay que controlar de una manera u otra.
La Carta de las Naciones Unidas ya no tiene mucho peso, sobre todo para los Estados Unidos. Lo mismo ocurre con los Estados-nación, considerados arcaicos. Occidente hace caso omiso de la importancia de la fractura social abismal que separa a los pueblos del norte y del sur. El objetivo prioritario es el desmantelamiento de la soberanía nacional, sin la que no es posible la soberanía popular (7).
En definitiva, para Occidente, las instituciones del “gobierno global” deben convertirse en el nivel más alto de poder y el individuo, en su único sujeto de derecho para el que conviene garantizar una promoción formal. La CPI se erige en el símbolo de los defensores de los derechos humanos y garantiza el fin de la impunidad para los criminales que los vulneran. Aun cuando los Estados Unidos no han ratificado el estatuto de 1998, la CPI se nos presenta como el símbolo de un nuevo mundo democrático y humano. Sin embargo, este tribunal trabaja en un ambiente contradictorio a sus objetivos.
Pretende ser compatible con fenómenos que merecen sanciones colectivas, como los embargos que afectan a la masa gobernada, muy en particular a los más desfavorecidos, y no a los intereses de un puñado de gobernantes. Estados Unidos, sus aliados y sus juristas valoran positivamente las sanciones que la CPI aplica a violaciones individuales de los derechos humanos mientras que, por otra parte, manifiestan la más absoluta indiferencia con respecto a derechos sociales, económicos y culturales que impiden la aplicación de derechos civiles y políticos. Este apoyo a la CPI se contradice igualmente con un fenómeno completamente ilícito, como es Guantánamo, que a pesar del discurso oficial de las autoridades estadounidenses, sigue en funcionamiento ocho años después (8).
Desde un punto de vista más amplio, no se reconoce el derecho fundamental de “derecho al derecho”, puesto que no se respetan de manera generalizada el derecho internacional ni el derecho humanitario, sobre todo cuando se desarrollan intervenciones armadas.
Con la llegada de la década de los 2000 aumenta la confusión: Rusia tiende a convertirse de nuevo en una potencia que tener en cuenta, y China y las potencias emergentes tienen cada vez más peso. De una sociedad unipolar, “soñada” por Occidente, de la que la CPI era un elemento constitutivo, pasamos a las premisas de una sociedad multipolar.
Pero como ocurre en toda fase que separa lo que muere de lo que nace, el proceso es caótico: normas y prácticas supuestamente nuevas de la primera fase coexisten con la vuelta de normas y prácticas del período de la sociedad bipolar, y a todo ello se le suman las innovaciones de la sociedad multipolar que está naciendo.
Algunas potencias occidentales se esfuerzan en inventar normas que no dudan en denominar de manera un tanto confusa “nuevas costumbres”, a pesar de no ser aceptadas por el conjunto de la sociedad internacional. La mayoría de las veces los juristas las aceptan, aunque con cierta reticencia.
Éste es el caso, por ejemplo, de “la responsabilidad de proteger” (R2P) a las poblaciones civiles del propio Estado, alegando preocupaciones de índole humanitaria, cuando en realidad simplemente justifica la injerencia. Se crea incertidumbre acerca de la juridicidad de las normas en detrimento del principio de soberanía. Se favorece el desarrollo de un derecho mercantil de origen privado que se impone en las relaciones económicas transnacionales. En cuanto a la CPI, también presenta disfunciones que originan un desprestigio creciente en el sur.
2. Las patologías de la CPI.
La CPI es una institución limitada por sus paradojas y contradicciones de diversa naturaleza.
La singularidad más evidente es que Estados Unidos, que no ha ratificado el estatuto de 1998, sea parte integrante de facto del funcionamiento de la Corte: amenazan con procedimientos judiciales o presionan para que se abran diligencias contra algunas personalidades y ciudadanos de Estados que no les son favorables, mientras que organizan la protección de sus propios nacionales (principalmente mediante una serie de acuerdos bilaterales).
La singularidad más evidente es que Estados Unidos, que no ha ratificado el estatuto de 1998, sea parte integrante de facto del funcionamiento de la Corte: amenazan con procedimientos judiciales o presionan para que se abran diligencias contra algunas personalidades y ciudadanos de Estados que no les son favorables, mientras que organizan la protección de sus propios nacionales (principalmente mediante una serie de acuerdos bilaterales).
Lo mismo ocurre con Rusia y China. Todos ellos suman 3 de los 5 miembros permanentes del Consejo de Seguridad, cuyo papel es determinante en las actuaciones llevadas a cabo por la Corte (que se declarará competente o incompetente) (9).
Esto, obviamente, hace que la CPI nunca arremeta contra los “vencedores” (como en Nuremberg en 1945) ni contra los aliados de los “Grandes”, y que sólo actúe contra los “vencidos” y contra los ciudadanos de Estados débiles o aislados (10).
Otra “curiosidad” es el ámbito de competencia de la Corte. De acuerdo a la ideología neoliberal, los derechos económicos y sociales no están al mismo “nivel” que los derechos civiles y políticos. Lógicamente, es evidente que quedaba fuera de toda posibilidad la atribución de más competencias a la Corte en lo referente a crímenes económicos y sociales en los que el coste humano es mucho más importante, aunque más difuso, que en los crímenes de guerra y otros crímenes contra la humanidad. Nada debería impedir la creación de una Cámara de lo Social que permitiera sancionar a los individuos responsables de un endeudamiento sin repercusión social, del paro, de la violación de derechos sociales y en general, de la miseria. El impacto de la guerra social no se encuentra bajo la jurisdicción de la justicia penal internacional.
Según el estatuto de 1998, la Corte es competente en el crimen de agresión. Sin embargo, esta disposición no ha entrado en vigor y nadie sabe si lo hará en un futuro. Un grupo de trabajo especial está estudiando el tema, pero el hecho de que la agresión pueda afectar en particular a las grandes potencias que reúnen todos los medios para ser “agresores con privilegios” nos lleva a pensar que este asunto caerá en el olvido. Si bien la CPI tiene como objetivo combatir la impunidad de ciertos criminales, lo cierto es que, de derecho, jamás llevará a cabo una represión de criminales que son por otro lado “agresores”.
La financiación de la Corte es otra de las paradojas. La financiación se hace a través de aportaciones de los Estados occidentales (mayoritariamente, de Alemania y de Reino Unido) más Japón, y de algunas fundaciones privadas, como la de G. Soros (11), y no a través de la ONU. La independencia financiera de la jurisdicción no está garantizada. No sabemos sobre todo cuál es el nivel de independencia de la Fiscalía, dadas las conexiones que se establecen durante el mandato entre sus miembros e intereses diversos.
En los países del sur, son también organizaciones privadas las que llevan a cabo la promoción de la Corte, como “Abogados sin fronteras” o el Instituto Árabe de Derechos Humanos. Esta mediatización de la CPI, muy politizada, ha provocado una corriente crítica que se opone a esto.
Así ocurre en el continente africano desde hace algunas décadas. La Unión Africana considera que la CPI es ante todo una herramienta más de las Potencias mundializadoras que aplican una política de doble rasero. El juez danés Harhoff (del Tribunal Internacional para la ex Yugoslavia), haciéndose eco de las ideas de Jean Ping, antiguo ministro de Gabón, del primer ministro etíope y de otras personalidades africanas expertas en esta materia, ha informado de que se han llevado a cabo “presiones persistentes e intensas sobre magistrados internos”, y ha añadido que “estos tribunales no son neutros y obedecen las instrucciones de las grandes potencias, en particular de EEUU y de Israel” (12). La Unión Africana se pronuncia a favor de una retirada del estatuto de Roma (art. 73) sin obtener resultado alguno.
La Corte Africana, creada en Arusha, también depende de financiación occidental. Sólo seis Estados de los quince necesarios han ratificado el Protocolo de 2008. Así, la lucidez crítica africana es más colectiva que individual.
No obstante, varios casos pueden activar la retirada. Hablamos, por ejemplo, del proceso al vicepresidente keniata, William Ruto. Durante la XIVª Asamblea de los Estados Partes de la CPI (noviembre 2015), Sudáfrica y Kenia amenazaron con una posible salida, apoyados por diversos Estados, a pesar de la defensa de la Corte efectuada por los Estados de la Unión Europea y por algunas ONG financiadas por la Unión Europea. La Sala de Apelación de la CPI anuló el 12 de enero de 2016 la decisión que autoriza la utilización retroactiva de testimonios en detrimento de los acusados, lo que debilitó terriblemente el expediente de la Fiscal (13).
El paso atrás de la Fiscalía se ha producido después de que se retiraran los cargos contra el presidente Kenyatta. Y es que la Fiscalía elabora mayoritariamente los expedientes basándose esencialmente en testimonios cuestionables.
Lo mismo ocurre con el proceso Gbagbo, que se inició en febrero de 2016. La norma de la primacía del orden jurídico nacional sobre la competencia de la CPI tiene un funcionamiento aleatorio. Cabe preguntarse cómo es posible que la justicia marfileña sea lo suficientemente competente como para juzgar y hacer cumplir una larga condena a la señora Gbagbo, mientras que a L. Gbagbo se le ha citado en la CPI, igual que a Blé Goudé (seguramente para agravar la responsabilidad del expresidente), como si se tratara de facilitar la labor al régimen de Ouattara, que deseaba alejar este proceso “molesto”.
Uno debe preguntarse en qué consisten esos criterios de “ausencia de voluntad” o de “incapacidad” local para llevar a cabo la investigación y las acciones judiciales. ¿Dónde quedó aquella valoración positiva que la Corte hacía de la “imparcialidad” de los tribunales nacionales? Parece ser que la Corte tiene más o menos competencia en un asunto, es más o menos “subsidiaria” según los intereses políticos.
Observamos asimismo que la CPI funciona casi exclusivamente con un sistema de trabajo que va en detrimento de los acusados. Así, por ejemplo, entre los testigos o las ONG solicitados, no se toman en cuenta aquellos que a priori son considerados “sospechosos”, mientras que a los demás se les invita a proporcionar elementos de “prueba”. La “selección” de testimonios parece ser totalmente arbitraria en el caso L. Gbagbo (14).
Los medios de la defensa no pueden compararse con los de la acusación: decenas de juristas, entre los que se encuentran abogados franceses cercanos a F. Hollande, J.P. Benoit y J.P Mignard, y la Fiscalía (dotada de unos treinta millones de euros que cubren el sueldo de investigadores, asesores, etc) se enfrentan a un pequeño equipo de defensores que cuentan con un presupuesto muy limitado (unos 76000 euros) (15).
La prueba decisiva nos la da el caso de Palestina, 123º Estado miembro del Estatuto de Roma (1 de abril de 2015), cuando llevó ante la Corte a diversos ciudadanos israelíes por sus comportamientos criminales. Efectivamente, resulta muy difícil rebatir los crímenes de guerra y los crímenes de lesa humanidad de los militares y de sus patrocinadores israelíes cometidos por el ocupante israelí. Pues bien, en este caso, se llega a cuestionar incluso si es aceptable que la CPI se declare competente para juzgar el requerimiento palestino (16).
Israel presenta argumentos de peso: la prioridad de la jurisdicción nacional, el recurso al Consejo de Seguridad para suspender el procedimiento llegado el caso con el pretexto de no perturbar las negociaciones de paz, etc. El desenlace del caso Gbagbo y, sobre todo, del recurso palestino nos muestra la verdadera naturaleza de la CPI y el nivel de gravedad de las patologías que sufre.
Esto, obviamente, hace que la CPI nunca arremeta contra los “vencedores” (como en Nuremberg en 1945) ni contra los aliados de los “Grandes”, y que sólo actúe contra los “vencidos” y contra los ciudadanos de Estados débiles o aislados (10).
Otra “curiosidad” es el ámbito de competencia de la Corte. De acuerdo a la ideología neoliberal, los derechos económicos y sociales no están al mismo “nivel” que los derechos civiles y políticos. Lógicamente, es evidente que quedaba fuera de toda posibilidad la atribución de más competencias a la Corte en lo referente a crímenes económicos y sociales en los que el coste humano es mucho más importante, aunque más difuso, que en los crímenes de guerra y otros crímenes contra la humanidad. Nada debería impedir la creación de una Cámara de lo Social que permitiera sancionar a los individuos responsables de un endeudamiento sin repercusión social, del paro, de la violación de derechos sociales y en general, de la miseria. El impacto de la guerra social no se encuentra bajo la jurisdicción de la justicia penal internacional.
Según el estatuto de 1998, la Corte es competente en el crimen de agresión. Sin embargo, esta disposición no ha entrado en vigor y nadie sabe si lo hará en un futuro. Un grupo de trabajo especial está estudiando el tema, pero el hecho de que la agresión pueda afectar en particular a las grandes potencias que reúnen todos los medios para ser “agresores con privilegios” nos lleva a pensar que este asunto caerá en el olvido. Si bien la CPI tiene como objetivo combatir la impunidad de ciertos criminales, lo cierto es que, de derecho, jamás llevará a cabo una represión de criminales que son por otro lado “agresores”.
La financiación de la Corte es otra de las paradojas. La financiación se hace a través de aportaciones de los Estados occidentales (mayoritariamente, de Alemania y de Reino Unido) más Japón, y de algunas fundaciones privadas, como la de G. Soros (11), y no a través de la ONU. La independencia financiera de la jurisdicción no está garantizada. No sabemos sobre todo cuál es el nivel de independencia de la Fiscalía, dadas las conexiones que se establecen durante el mandato entre sus miembros e intereses diversos.
En los países del sur, son también organizaciones privadas las que llevan a cabo la promoción de la Corte, como “Abogados sin fronteras” o el Instituto Árabe de Derechos Humanos. Esta mediatización de la CPI, muy politizada, ha provocado una corriente crítica que se opone a esto.
Así ocurre en el continente africano desde hace algunas décadas. La Unión Africana considera que la CPI es ante todo una herramienta más de las Potencias mundializadoras que aplican una política de doble rasero. El juez danés Harhoff (del Tribunal Internacional para la ex Yugoslavia), haciéndose eco de las ideas de Jean Ping, antiguo ministro de Gabón, del primer ministro etíope y de otras personalidades africanas expertas en esta materia, ha informado de que se han llevado a cabo “presiones persistentes e intensas sobre magistrados internos”, y ha añadido que “estos tribunales no son neutros y obedecen las instrucciones de las grandes potencias, en particular de EEUU y de Israel” (12). La Unión Africana se pronuncia a favor de una retirada del estatuto de Roma (art. 73) sin obtener resultado alguno.
La Corte Africana, creada en Arusha, también depende de financiación occidental. Sólo seis Estados de los quince necesarios han ratificado el Protocolo de 2008. Así, la lucidez crítica africana es más colectiva que individual.
No obstante, varios casos pueden activar la retirada. Hablamos, por ejemplo, del proceso al vicepresidente keniata, William Ruto. Durante la XIVª Asamblea de los Estados Partes de la CPI (noviembre 2015), Sudáfrica y Kenia amenazaron con una posible salida, apoyados por diversos Estados, a pesar de la defensa de la Corte efectuada por los Estados de la Unión Europea y por algunas ONG financiadas por la Unión Europea. La Sala de Apelación de la CPI anuló el 12 de enero de 2016 la decisión que autoriza la utilización retroactiva de testimonios en detrimento de los acusados, lo que debilitó terriblemente el expediente de la Fiscal (13).
El paso atrás de la Fiscalía se ha producido después de que se retiraran los cargos contra el presidente Kenyatta. Y es que la Fiscalía elabora mayoritariamente los expedientes basándose esencialmente en testimonios cuestionables.
Lo mismo ocurre con el proceso Gbagbo, que se inició en febrero de 2016. La norma de la primacía del orden jurídico nacional sobre la competencia de la CPI tiene un funcionamiento aleatorio. Cabe preguntarse cómo es posible que la justicia marfileña sea lo suficientemente competente como para juzgar y hacer cumplir una larga condena a la señora Gbagbo, mientras que a L. Gbagbo se le ha citado en la CPI, igual que a Blé Goudé (seguramente para agravar la responsabilidad del expresidente), como si se tratara de facilitar la labor al régimen de Ouattara, que deseaba alejar este proceso “molesto”.
Uno debe preguntarse en qué consisten esos criterios de “ausencia de voluntad” o de “incapacidad” local para llevar a cabo la investigación y las acciones judiciales. ¿Dónde quedó aquella valoración positiva que la Corte hacía de la “imparcialidad” de los tribunales nacionales? Parece ser que la Corte tiene más o menos competencia en un asunto, es más o menos “subsidiaria” según los intereses políticos.
Observamos asimismo que la CPI funciona casi exclusivamente con un sistema de trabajo que va en detrimento de los acusados. Así, por ejemplo, entre los testigos o las ONG solicitados, no se toman en cuenta aquellos que a priori son considerados “sospechosos”, mientras que a los demás se les invita a proporcionar elementos de “prueba”. La “selección” de testimonios parece ser totalmente arbitraria en el caso L. Gbagbo (14).
Los medios de la defensa no pueden compararse con los de la acusación: decenas de juristas, entre los que se encuentran abogados franceses cercanos a F. Hollande, J.P. Benoit y J.P Mignard, y la Fiscalía (dotada de unos treinta millones de euros que cubren el sueldo de investigadores, asesores, etc) se enfrentan a un pequeño equipo de defensores que cuentan con un presupuesto muy limitado (unos 76000 euros) (15).
La prueba decisiva nos la da el caso de Palestina, 123º Estado miembro del Estatuto de Roma (1 de abril de 2015), cuando llevó ante la Corte a diversos ciudadanos israelíes por sus comportamientos criminales. Efectivamente, resulta muy difícil rebatir los crímenes de guerra y los crímenes de lesa humanidad de los militares y de sus patrocinadores israelíes cometidos por el ocupante israelí. Pues bien, en este caso, se llega a cuestionar incluso si es aceptable que la CPI se declare competente para juzgar el requerimiento palestino (16).
Israel presenta argumentos de peso: la prioridad de la jurisdicción nacional, el recurso al Consejo de Seguridad para suspender el procedimiento llegado el caso con el pretexto de no perturbar las negociaciones de paz, etc. El desenlace del caso Gbagbo y, sobre todo, del recurso palestino nos muestra la verdadera naturaleza de la CPI y el nivel de gravedad de las patologías que sufre.
3. La función ambigua de la justicia política
La eficacia de una justicia internacional no puede analizarse únicamente en base a la calidad jurídica: es necesario también un enfoque político.
Ningún orden interno estatal ha proporcionado un modelo de justicia política ejemplar. La Historia nos demuestra que, al igual que la justicia ordinaria cuando se pronuncia en materia política, los tribunales políticos de excepción sirven los intereses tácticos y estratégicos de los gobiernos que los administran.
En Francia hay varios casos en diferentes jurisdicciones (tribunales militares, Corte Superior de Justicia, Corte de Seguridad del Estado, Tribunal de Justicia de la República, etc.), que han actuado con un exceso de rigor o que, por el contrario, se han mostrado demasiado indulgentes, sin que hubiese fundamentos para ello en ninguno de los casos.
Cabe recordar el carácter expeditivo de las decisiones que los tribunales tomaron en Argelia con respecto a los militantes del FLN. En Francia, cuando la justicia ordinaria actuaba contra sindicalistas o militantes primero anarquistas y luego comunistas durante la IIIª, en la IVª y en la Vª República, se implicaba más en la lucha de clases y en una política de intimidación que en la aplicación de la ley republicana.
El caso más reciente ha ocurrido este año, en 2016, cuando se pronunció la condena a 9 meses de cárcel para sindicalistas de la Confederación General de Trabajadores (CGT, sindicato francés) por “secuestro” pacífico de los directores de recursos humanos de una empresa (Goodyear) tras una ola de despidos.
Al contrario de lo que ocurre con los justiciables que tienen un capital social menor, los responsables del aparato económico eluden muy a menudo largas penas de cárcel (así sucedió en Francia cuando se juzgó la colaboración de los empresarios que colaboraron con el nazismo, con alguna excepción).
Si tomamos el caso de los tribunales especiales, como lo fue el de la Liberación al final de la Segunda Guerra Mundial, vemos que no han hecho más que servir los intereses del nuevo poder establecido en el ambiente del momento: en 1945 se aplicaba la pena de muerte por colaborar con el nazismo; apenas unos meses más tarde, las condenas por los mismos delitos eran mínimas.
En resumen, la justicia política sirve ante todo para legitimar por vía legal la supresión de los adversarios al poder establecido. Han sido raras las ocasiones en las que ha tomado parte de los grandes cambios de la Historia nacional (17).
Por lo tanto, la justicia penal internacional no tiene referencias en derecho interno. Quizás sea demasiado pronto para que vea la luz: la sociedad internacional comparte pocos valores y resulta difícil establecer una noción de interés general cuando existen intereses contradictorios.
Por lo tanto, los objetivos que la CPI dice perseguir deben guardar una cierta ambigüedad:
Para algunos, no puede existir paz y reconciliación sin justicia. La realidad es más compleja. La justicia internacional dicta sus sentencias mucho después de que se cometan los hechos criminales: no se puede demostrar que su impacto ayude a llevar la paz a las sociedades afectadas. Por ejemplo, muchos años después de las masacres llevadas a cabo por los Jemeres Rojos, los camboyanos estaban más preocupados por elevar su nivel de vida y por mantener la paz civil mediante una reconciliación más o menos renqueante que por una justicia que sólo se aplicaba a un número reducido de responsables ya muy ancianos, cuando dirigían un sistema global (que, de hecho, en su momento estuvo apoyado por los Estados Unidos y China). Incluso llegó a considerarse excesivamente elevado el coste del procedimiento, habida cuenta de los problemas sociales que sufría el país (18).
Hay que tener en cuenta, además, que los procesos de reconciliación tras un conflicto varían de una sociedad a otra: la vía jurisdiccional es sólo una solución de entre tantas otras. Así, a priori, esta vía parece totalmente inadecuada en Libia, sobre todo si resulta que la CPI ha abierto diligencias contra uno de los hijos de Gadafi. El acercamiento entre las autoridades de Trípoli y de Tobrouk, y en general, entre las facciones que fraccionan el poder en el conjunto del territorio no puede realizarse mediante vías represivas contra los criminales de guerra que, a ojos vista, no escasean en Libia. De hecho, la ONU ha privilegiado otra vía, la de la negociación política.
En algunos casos, la enorme demora de los procedimientos ante la justicia penal internacional puede llevar a que crezca la fama del acusado y condenado. Éste podría ser el caso de L. Gbagbo en Costa de Marfil y en el conjunto del África subsahariana. La opinión puede volverse en contra de las autoridades que plantearon la demanda y contra la jurisdicción que ha pronunciado la condena.
La Historia muestra que, a largo plazo, las condenas largas sirven para crear leyendas sobre los condenados y fabricar mártires. Así pasó, por ejemplo, con los militantes de los movimientos de Liberación Nacional condenados por los tribunales de los colonizadores. Lo mismo puede suceder con los condenados por la CPI.
Se suele repetir que la existencia de una justicia penal internacional tiene un papel preventivo: la amenaza que pesa sobre los responsables políticos y militares tendría un efecto disuasorio a la hora de llevar a cabo prácticas criminales y genocidas. Desde 2002, fecha de entrada en vigor de la CPI, constatamos que no ha habido ningún progreso humano en los conflictos que se han producido. Además, el argumento disuasorio puede darse la vuelta. Para evitar un proceso judicial, más fácil de llevar a cabo contra vencidos que contra vencedores, los responsables se ven obligados a mantenerse en el poder durante el máximo tiempo posible (como vemos a menudo en África), lo que favorece la represión de los adversarios. Además, esta “amenaza” es discriminatoria: no cuenta para los aliados de las Potencias “protectoras”, aun cuando entre esos aliados se encuentran dictadores protegidos y pseudodemocracias como la de Israel, al amparo de los Estados Unidos.
Cabe preguntarse igualmente cuál es la capacidad efectiva de la justicia política internacional para juzgar asesinatos masivos. Se puede dudar de manera legítima de la responsabilidad única, e incluso de la responsabilidad principal, de algunas personalidades políticas o militares, aun tratándose de máximos mandatarios o de mandos superiores (véanse los problemas planteados por el dirigente serbio Milosevic, por ejemplo, quien negoció los Acuerdos de Dayton con aquellos que le llevarían más tarde ante los tribunales).
Ya antes de Nuremberg había surgido la polémica, cuando los soviéticos pidieron sancionar a un número muy elevado de alemanes, corresponsables de la llegada del nazismo y de sus prácticas genocidas (19). Los estadounidenses se opusieron e impusieron que se juzgase a un grupo muy reducido de dirigentes. Para los mandatarios occidentales, Alemania ya era en Europa un Estado tapón necesario frente a la URSS.
Ante el Tribunal de Tokyo, que a iniciativa de los Estados Unidos juzgaba a los criminales de guerra japoneses, pasaron muy pocos acusados y condenados. Estados Unidos se cuidó de no llevar ante los tribunales al emperador Hiro Hito, que gozaba durante la Segunda Guerra Mundial de una autoridad “divina” en Japón, para poder utilizar su influencia en la guerra contra el comunismo. Cuando la justicia política muestra “inteligencia”, siempre prevé las consecuencias útiles de sus sentencias.
En la época en la que se realizaban los primeros ensayos, la justicia penal internacional demostró que debía ser selectiva y arbitraria, puesto que su organización y funcionamiento no podía ser supranacional y a la vez depender inevitablemente de las relaciones de fuerza y de los intereses del momento. Así, hoy en día sería inconcebible que la CPI juzgara y condenara a ciudadanos estadounidenses, rusos o chinos. Tampoco parece probable que eso mismo ocurra con ciudadanos de países aliados, salvo en el caso de que las Potencias llegasen a considerarlos poco fiables o “inútiles”.
No obstante, las Potencias dominantes tienen medios más que de sobra para cometer crímenes de guerra, como se observa, por ejemplo, con los bombardeos aéreos, que provocan un gran número de muertes civiles. Es cierto que cualquier Estado puede aplicar una política criminal a nivel interno a pesar de sus fuerzas exteriores limitadas. Sin embargo, el hecho de que sólo los ciudadanos puedan ser llevados ante la justicia internacional puede compararse a una manera de “injerencia humanitaria”, práctica ilícita, pero frecuente entre las Grandes Potencias, reñida con la soberanía nacional de los Estados medianos y pequeños, y que se efectúa en nombre de un humanitarismo selectivo.
Además, con las condiciones actuales, hay una cuestión fundamental no resuelta: la soberanía nacional y su articulación con la justicia penal internacional. El Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia es una muestra de ello: el Consejo de Seguridad ha ejercido una función judicial incierta al crear este órgano ad hoc, mientras que ha renunciado a su función pacificadora, dejándole el puesto a la OTAN, quien, por su parte, intervino en 1999 en Kosovo, sin autorización del Consejo de Seguridad y sin tener en cuenta la Constitución de la Federación de Yugoslavia.
Para ver la luz, la CPI ha tenido que tomar precauciones con respecto al principio de soberanía. De acuerdo con sus estatutos, no es más que un órgano complementario y subsidiario de los tribunales nacionales, que tienen la primacía. El Fiscal de la Corte sólo puede actuar por iniciativa propia si interviene un órgano colectivo, la Sala de Cuestiones Preliminares (sala de acusación).
Los Estados están obligados a cooperar con la Corte y deben extraditar a las personas sobre las que pesan diligencias, pero si no cumplen con este punto, no se prevé ninguna sanción.
Muchos Estados son conscientes de que la justicia penal internacional está instrumentalizada: tiende a convertirse en una herramienta de legitimación del orden internacional existente en el marco de un “fundamentalismo occidentalista”, que alimenta a su vez a los demás fundamentalismos (20).
Bélgica se nos presenta como un claro ejemplo cuando en 2003, unos oficiales estadounidenses fueron llevados ante los tribunales. Se había interpuesto una demanda contra el general Franks y sus adjuntos por crímenes de guerra contra iraquíes y jordanos. Tras recibir presiones estadounidenses, se modificó la legislación belga para que fuera imposible entablar acciones judiciales (21).
Por su parte, Francia (junio 2015) le hizo un regalo a Marruecos. El Parlamento votó (a pesar de la oposición de los comunistas y de los verdes) un protocolo judicial franco-marroquí por el que París abandonaba su “competencia universal” si ciudadanos marroquíes cometían actos de tortura en Marruecos. No obstante, la “competencia universal” de los tribunales nacionales permitió la acusación de Pinochet.
A pesar de que no hubo condena, la población tomó conciencia de la represión que había llevado a cabo en Chile desde 1973.
Los tribunales de Guantánamo, primeros tribunales estadounidenses para juzgar crímenes de guerra desde la Segunda Guerra Mundial, creados tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 para juzgar a “combatientes enemigos” no estadounidenses, no gozan de las protecciones jurídicas del derecho común que se otorgan a los ciudadanos estadounidenses. Huelga decir que no son un “modelo” de justicia política nacional.
Sin embargo, sea cual sea el resultado del procedimiento, los tribunales nacionales nos muestran cuál es el estado real de la justicia política. Si la opinión es capaz de apropiarse el derecho, puede desempeñar un papel para avanzar hacia una justicia real.
Por el contrario, la CPI, muy alejada de los ciudadanos (a pesar de las manifestaciones de solidaridad con algunos de los acusados, como L. Gbagbo), seguirá sufriendo presiones de estatales.
En resumen, la experiencia de la CPI “sirve para acercarse, sin alcanzarla, a una representación justa del mundo” a través de su objetivo oficial, la lucha contra la impunidad. En cualquier caso, no debemos ver a la CPI como el destino final, sino como una parada de un largo camino por recorrer (22).
Entre los asesinatos masivos que todavía no conllevan pena están los múltiples crímenes económicos, como por ejemplo la evasión fiscal (que priva a los Estados de posibilidades de inversión), la especulación financiera internacional (que es el origen de “deudas odiosas”, ilegales y pagadas por el pueblo), la sobreexplotación de materias primas y el control de los precios de mercado a manos de las grandes empresas (como Areva en Níger), etc.
Estos crímenes, sobre los que todavía no se ha estatuido, tienen un coste humano mayor que el de masacres puntuales que se producen en el contexto de conflictos armados. En un mundo no consensuado, en el que Occidente y sus aliados sólo comulgan con los valores del mercado y con los derechos humanos civiles y políticos, dejando de lado lo social, y aspiran a un federalismo universal (23), como denuncia Alain Supiot (24), es utópico pensar en una justicia penal internacional verdadera.
Marzo 2016
Robert Charvin es Catedrático de la Facultad de Derecho y Profesor emérito de la Universidad de Niza – Sophia – Antipolis (Francia)
Autor de numerosas obras sobre el derecho internacional. Su ultimo libro es "Faut-il détester la Russie?", publicado en abril de 2016 por la Editorial Investig’Action
Notas:
Ningún orden interno estatal ha proporcionado un modelo de justicia política ejemplar. La Historia nos demuestra que, al igual que la justicia ordinaria cuando se pronuncia en materia política, los tribunales políticos de excepción sirven los intereses tácticos y estratégicos de los gobiernos que los administran.
En Francia hay varios casos en diferentes jurisdicciones (tribunales militares, Corte Superior de Justicia, Corte de Seguridad del Estado, Tribunal de Justicia de la República, etc.), que han actuado con un exceso de rigor o que, por el contrario, se han mostrado demasiado indulgentes, sin que hubiese fundamentos para ello en ninguno de los casos.
Cabe recordar el carácter expeditivo de las decisiones que los tribunales tomaron en Argelia con respecto a los militantes del FLN. En Francia, cuando la justicia ordinaria actuaba contra sindicalistas o militantes primero anarquistas y luego comunistas durante la IIIª, en la IVª y en la Vª República, se implicaba más en la lucha de clases y en una política de intimidación que en la aplicación de la ley republicana.
El caso más reciente ha ocurrido este año, en 2016, cuando se pronunció la condena a 9 meses de cárcel para sindicalistas de la Confederación General de Trabajadores (CGT, sindicato francés) por “secuestro” pacífico de los directores de recursos humanos de una empresa (Goodyear) tras una ola de despidos.
Al contrario de lo que ocurre con los justiciables que tienen un capital social menor, los responsables del aparato económico eluden muy a menudo largas penas de cárcel (así sucedió en Francia cuando se juzgó la colaboración de los empresarios que colaboraron con el nazismo, con alguna excepción).
Si tomamos el caso de los tribunales especiales, como lo fue el de la Liberación al final de la Segunda Guerra Mundial, vemos que no han hecho más que servir los intereses del nuevo poder establecido en el ambiente del momento: en 1945 se aplicaba la pena de muerte por colaborar con el nazismo; apenas unos meses más tarde, las condenas por los mismos delitos eran mínimas.
En resumen, la justicia política sirve ante todo para legitimar por vía legal la supresión de los adversarios al poder establecido. Han sido raras las ocasiones en las que ha tomado parte de los grandes cambios de la Historia nacional (17).
Por lo tanto, la justicia penal internacional no tiene referencias en derecho interno. Quizás sea demasiado pronto para que vea la luz: la sociedad internacional comparte pocos valores y resulta difícil establecer una noción de interés general cuando existen intereses contradictorios.
Por lo tanto, los objetivos que la CPI dice perseguir deben guardar una cierta ambigüedad:
Para algunos, no puede existir paz y reconciliación sin justicia. La realidad es más compleja. La justicia internacional dicta sus sentencias mucho después de que se cometan los hechos criminales: no se puede demostrar que su impacto ayude a llevar la paz a las sociedades afectadas. Por ejemplo, muchos años después de las masacres llevadas a cabo por los Jemeres Rojos, los camboyanos estaban más preocupados por elevar su nivel de vida y por mantener la paz civil mediante una reconciliación más o menos renqueante que por una justicia que sólo se aplicaba a un número reducido de responsables ya muy ancianos, cuando dirigían un sistema global (que, de hecho, en su momento estuvo apoyado por los Estados Unidos y China). Incluso llegó a considerarse excesivamente elevado el coste del procedimiento, habida cuenta de los problemas sociales que sufría el país (18).
Hay que tener en cuenta, además, que los procesos de reconciliación tras un conflicto varían de una sociedad a otra: la vía jurisdiccional es sólo una solución de entre tantas otras. Así, a priori, esta vía parece totalmente inadecuada en Libia, sobre todo si resulta que la CPI ha abierto diligencias contra uno de los hijos de Gadafi. El acercamiento entre las autoridades de Trípoli y de Tobrouk, y en general, entre las facciones que fraccionan el poder en el conjunto del territorio no puede realizarse mediante vías represivas contra los criminales de guerra que, a ojos vista, no escasean en Libia. De hecho, la ONU ha privilegiado otra vía, la de la negociación política.
En algunos casos, la enorme demora de los procedimientos ante la justicia penal internacional puede llevar a que crezca la fama del acusado y condenado. Éste podría ser el caso de L. Gbagbo en Costa de Marfil y en el conjunto del África subsahariana. La opinión puede volverse en contra de las autoridades que plantearon la demanda y contra la jurisdicción que ha pronunciado la condena.
La Historia muestra que, a largo plazo, las condenas largas sirven para crear leyendas sobre los condenados y fabricar mártires. Así pasó, por ejemplo, con los militantes de los movimientos de Liberación Nacional condenados por los tribunales de los colonizadores. Lo mismo puede suceder con los condenados por la CPI.
Se suele repetir que la existencia de una justicia penal internacional tiene un papel preventivo: la amenaza que pesa sobre los responsables políticos y militares tendría un efecto disuasorio a la hora de llevar a cabo prácticas criminales y genocidas. Desde 2002, fecha de entrada en vigor de la CPI, constatamos que no ha habido ningún progreso humano en los conflictos que se han producido. Además, el argumento disuasorio puede darse la vuelta. Para evitar un proceso judicial, más fácil de llevar a cabo contra vencidos que contra vencedores, los responsables se ven obligados a mantenerse en el poder durante el máximo tiempo posible (como vemos a menudo en África), lo que favorece la represión de los adversarios. Además, esta “amenaza” es discriminatoria: no cuenta para los aliados de las Potencias “protectoras”, aun cuando entre esos aliados se encuentran dictadores protegidos y pseudodemocracias como la de Israel, al amparo de los Estados Unidos.
Cabe preguntarse igualmente cuál es la capacidad efectiva de la justicia política internacional para juzgar asesinatos masivos. Se puede dudar de manera legítima de la responsabilidad única, e incluso de la responsabilidad principal, de algunas personalidades políticas o militares, aun tratándose de máximos mandatarios o de mandos superiores (véanse los problemas planteados por el dirigente serbio Milosevic, por ejemplo, quien negoció los Acuerdos de Dayton con aquellos que le llevarían más tarde ante los tribunales).
Ya antes de Nuremberg había surgido la polémica, cuando los soviéticos pidieron sancionar a un número muy elevado de alemanes, corresponsables de la llegada del nazismo y de sus prácticas genocidas (19). Los estadounidenses se opusieron e impusieron que se juzgase a un grupo muy reducido de dirigentes. Para los mandatarios occidentales, Alemania ya era en Europa un Estado tapón necesario frente a la URSS.
Ante el Tribunal de Tokyo, que a iniciativa de los Estados Unidos juzgaba a los criminales de guerra japoneses, pasaron muy pocos acusados y condenados. Estados Unidos se cuidó de no llevar ante los tribunales al emperador Hiro Hito, que gozaba durante la Segunda Guerra Mundial de una autoridad “divina” en Japón, para poder utilizar su influencia en la guerra contra el comunismo. Cuando la justicia política muestra “inteligencia”, siempre prevé las consecuencias útiles de sus sentencias.
En la época en la que se realizaban los primeros ensayos, la justicia penal internacional demostró que debía ser selectiva y arbitraria, puesto que su organización y funcionamiento no podía ser supranacional y a la vez depender inevitablemente de las relaciones de fuerza y de los intereses del momento. Así, hoy en día sería inconcebible que la CPI juzgara y condenara a ciudadanos estadounidenses, rusos o chinos. Tampoco parece probable que eso mismo ocurra con ciudadanos de países aliados, salvo en el caso de que las Potencias llegasen a considerarlos poco fiables o “inútiles”.
No obstante, las Potencias dominantes tienen medios más que de sobra para cometer crímenes de guerra, como se observa, por ejemplo, con los bombardeos aéreos, que provocan un gran número de muertes civiles. Es cierto que cualquier Estado puede aplicar una política criminal a nivel interno a pesar de sus fuerzas exteriores limitadas. Sin embargo, el hecho de que sólo los ciudadanos puedan ser llevados ante la justicia internacional puede compararse a una manera de “injerencia humanitaria”, práctica ilícita, pero frecuente entre las Grandes Potencias, reñida con la soberanía nacional de los Estados medianos y pequeños, y que se efectúa en nombre de un humanitarismo selectivo.
Además, con las condiciones actuales, hay una cuestión fundamental no resuelta: la soberanía nacional y su articulación con la justicia penal internacional. El Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia es una muestra de ello: el Consejo de Seguridad ha ejercido una función judicial incierta al crear este órgano ad hoc, mientras que ha renunciado a su función pacificadora, dejándole el puesto a la OTAN, quien, por su parte, intervino en 1999 en Kosovo, sin autorización del Consejo de Seguridad y sin tener en cuenta la Constitución de la Federación de Yugoslavia.
Para ver la luz, la CPI ha tenido que tomar precauciones con respecto al principio de soberanía. De acuerdo con sus estatutos, no es más que un órgano complementario y subsidiario de los tribunales nacionales, que tienen la primacía. El Fiscal de la Corte sólo puede actuar por iniciativa propia si interviene un órgano colectivo, la Sala de Cuestiones Preliminares (sala de acusación).
Los Estados están obligados a cooperar con la Corte y deben extraditar a las personas sobre las que pesan diligencias, pero si no cumplen con este punto, no se prevé ninguna sanción.
Muchos Estados son conscientes de que la justicia penal internacional está instrumentalizada: tiende a convertirse en una herramienta de legitimación del orden internacional existente en el marco de un “fundamentalismo occidentalista”, que alimenta a su vez a los demás fundamentalismos (20).
Bélgica se nos presenta como un claro ejemplo cuando en 2003, unos oficiales estadounidenses fueron llevados ante los tribunales. Se había interpuesto una demanda contra el general Franks y sus adjuntos por crímenes de guerra contra iraquíes y jordanos. Tras recibir presiones estadounidenses, se modificó la legislación belga para que fuera imposible entablar acciones judiciales (21).
Por su parte, Francia (junio 2015) le hizo un regalo a Marruecos. El Parlamento votó (a pesar de la oposición de los comunistas y de los verdes) un protocolo judicial franco-marroquí por el que París abandonaba su “competencia universal” si ciudadanos marroquíes cometían actos de tortura en Marruecos. No obstante, la “competencia universal” de los tribunales nacionales permitió la acusación de Pinochet.
A pesar de que no hubo condena, la población tomó conciencia de la represión que había llevado a cabo en Chile desde 1973.
Los tribunales de Guantánamo, primeros tribunales estadounidenses para juzgar crímenes de guerra desde la Segunda Guerra Mundial, creados tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 para juzgar a “combatientes enemigos” no estadounidenses, no gozan de las protecciones jurídicas del derecho común que se otorgan a los ciudadanos estadounidenses. Huelga decir que no son un “modelo” de justicia política nacional.
Sin embargo, sea cual sea el resultado del procedimiento, los tribunales nacionales nos muestran cuál es el estado real de la justicia política. Si la opinión es capaz de apropiarse el derecho, puede desempeñar un papel para avanzar hacia una justicia real.
Por el contrario, la CPI, muy alejada de los ciudadanos (a pesar de las manifestaciones de solidaridad con algunos de los acusados, como L. Gbagbo), seguirá sufriendo presiones de estatales.
En resumen, la experiencia de la CPI “sirve para acercarse, sin alcanzarla, a una representación justa del mundo” a través de su objetivo oficial, la lucha contra la impunidad. En cualquier caso, no debemos ver a la CPI como el destino final, sino como una parada de un largo camino por recorrer (22).
Entre los asesinatos masivos que todavía no conllevan pena están los múltiples crímenes económicos, como por ejemplo la evasión fiscal (que priva a los Estados de posibilidades de inversión), la especulación financiera internacional (que es el origen de “deudas odiosas”, ilegales y pagadas por el pueblo), la sobreexplotación de materias primas y el control de los precios de mercado a manos de las grandes empresas (como Areva en Níger), etc.
Estos crímenes, sobre los que todavía no se ha estatuido, tienen un coste humano mayor que el de masacres puntuales que se producen en el contexto de conflictos armados. En un mundo no consensuado, en el que Occidente y sus aliados sólo comulgan con los valores del mercado y con los derechos humanos civiles y políticos, dejando de lado lo social, y aspiran a un federalismo universal (23), como denuncia Alain Supiot (24), es utópico pensar en una justicia penal internacional verdadera.
Marzo 2016
Robert Charvin es Catedrático de la Facultad de Derecho y Profesor emérito de la Universidad de Niza – Sophia – Antipolis (Francia)
Autor de numerosas obras sobre el derecho internacional. Su ultimo libro es "Faut-il détester la Russie?", publicado en abril de 2016 por la Editorial Investig’Action
Notas:
1) Cf. M. Perrin de Brichambaut. En: Leçons de droit international. Presses de sciences politiques et Dalloz, 2002. Pág. 343 y ss.
F. Bouchet-Saulnier. Dictionnaire pratique de droit humanitaire. La Découverte, 2013.
2) Muy pocos son los juristas europeos que se han manifestado a contracorriente, incluso en los círculos progresistas (véase, por ejemplo, la posición favorable de M. Chemillier-Gendreau en Le Monde Diplomatique (12 de diciembre de 1998). En el lado contrario, podemos citar a P.M. Martin de la Universidad de Toulouse (Recueil Dalloz-Sirey, nº36, 1998), que se muestra muy crítico.
3) Supiot, A. Homo juridicus. Essai sur la fonction anthropologique du droit. Seuil, 2005.
4) Cabe resaltar, sin embargo, que bajo el mando de Gorbachov la posición soviética había evolucionado. Algunos juristas rusos, como el profesor Blichenko, no mostraban ya una oposición radical ante la creación de una Corte penal permanente.
5) Sin embargo, desde su origen, la OTAN y los Estados Unidos han financiado operaciones en Estados vinculados al socialismo contra los partidos comunistas occidentales y diversos sindicatos (como, por ejemplo, el apoyo directo a la red Stay-Behind, verdaderos grupos de combate “durmientes” que participaron en atentados y en complots, como los de Gladio en Italia, y en la financiación de una escisión en el sindicato francés CGT, de la que nación el sindicato Force Ouvrière.
6) Un argumento esencial ha sido el de considerar “injusto” el riesgo de enjuiciamiento penal a militares que actuaran en una causa humanista fundamentalmente “justa” (posiciones defendidas por Estados Unidos y Francia)
7) Algunos oponen soberanía popular, considerada “positiva” desde un punto de vista democrático, y soberanía nacional, considerada nociva puesto que da alas al “nacionalismo”. Sin embargo, sin independencia nacional, gracias a la soberanía estatal, sean cuales sean los riesgos para los ciudadanos, no puede existir en el mundo contemporáneo una soberanía popular real. Así ocurre en Europa, por ejemplo, con la situación del pueblo griego: la política interna del gobierno, elegida por los ciudadanos, no se ha podido implementar, puesto que está sometida a las decisiones de las instancias de la Unión Europea. Existe una “soberanía limitada” como la que Occidente (y la doctrina dominante de la época) denunciaba en 1968 cuando era la URSS la que la imponía a Checoslovaquia.
8) El centro de detención de Guantánamo, contra el que B. Obama ha luchado durante sus dos mandatos sin resultado hasta la fecha, ha alcanzado los niveles máximos de ilegalidad. En nombre del antiterrorismo, se recusa cualquier legalidad. La regla es combatir el crimen con el crimen, una premisa que muestra la grave erosión del derecho. El centro, instalado en territorio cubano, alquilado desde 1905 a razón de 4000 dólares al año rechazados por La Habana, es una cárcel “deslocalizada” donde se encierra a ciudadanos de diversos países, detenidos en varios países con la colaboración de las policías locales y transferidos clandestinamente con la ayuda de cómplices “oficiales”.
La detención –sin juicio – no tiene límite para los “combatientes enemigos”, categoría ajurídica inventada por los Estados Unidos de manera unilateral. Las autoridades de Washington han recusado las sucesivas peticiones de las Naciones Unidas, del Parlamento Europeo e incluso del Tribunal Supremo de los Estados Unidos (veredicto de 28 de junio de 2004). Amnistía Internacional describe Guantánamo en 2005 como un “Gulag moderno” (el informe denuncia también las numerosas cárceles del mismo tipo que Estados Unidos ha instalado en Irak y en Afganistán especialemente). Desde el 11 de septiembre de 2001, los Estados Unidos han mostrado al mundo entero que se podía hacer una interpretación personal de los derechos humanos, con grandes variaciones dependiendo del caso. Diversos Estados europeos obedecen a este modelo. Cf. M.A. Combesque. Violence et résistances à Guantanamo. Le Monde Diplomatique, febrero 2006.
9) Mencionamos también a Israel y a India, que tampoco han creído oportuno ratificar el estatuto de la CPI.
10) En el proceso actual contra L. Gbagbo y Blé Goudé (este último transferido convenientemente por Abidjan a La Haya), cualquier jurisdicción que fuera imparcial debería iniciar actuaciones judiciales también contra A. Ouattara y G. Soros, actualmente ocupando sus funciones. Véase Gbagbo, L. y Mattei, F. Pour la vérité et la justice. Côte d’Ivoire : révélations sur le scandale français. Éditions du Moment, 2014
2) Muy pocos son los juristas europeos que se han manifestado a contracorriente, incluso en los círculos progresistas (véase, por ejemplo, la posición favorable de M. Chemillier-Gendreau en Le Monde Diplomatique (12 de diciembre de 1998). En el lado contrario, podemos citar a P.M. Martin de la Universidad de Toulouse (Recueil Dalloz-Sirey, nº36, 1998), que se muestra muy crítico.
3) Supiot, A. Homo juridicus. Essai sur la fonction anthropologique du droit. Seuil, 2005.
4) Cabe resaltar, sin embargo, que bajo el mando de Gorbachov la posición soviética había evolucionado. Algunos juristas rusos, como el profesor Blichenko, no mostraban ya una oposición radical ante la creación de una Corte penal permanente.
5) Sin embargo, desde su origen, la OTAN y los Estados Unidos han financiado operaciones en Estados vinculados al socialismo contra los partidos comunistas occidentales y diversos sindicatos (como, por ejemplo, el apoyo directo a la red Stay-Behind, verdaderos grupos de combate “durmientes” que participaron en atentados y en complots, como los de Gladio en Italia, y en la financiación de una escisión en el sindicato francés CGT, de la que nación el sindicato Force Ouvrière.
6) Un argumento esencial ha sido el de considerar “injusto” el riesgo de enjuiciamiento penal a militares que actuaran en una causa humanista fundamentalmente “justa” (posiciones defendidas por Estados Unidos y Francia)
7) Algunos oponen soberanía popular, considerada “positiva” desde un punto de vista democrático, y soberanía nacional, considerada nociva puesto que da alas al “nacionalismo”. Sin embargo, sin independencia nacional, gracias a la soberanía estatal, sean cuales sean los riesgos para los ciudadanos, no puede existir en el mundo contemporáneo una soberanía popular real. Así ocurre en Europa, por ejemplo, con la situación del pueblo griego: la política interna del gobierno, elegida por los ciudadanos, no se ha podido implementar, puesto que está sometida a las decisiones de las instancias de la Unión Europea. Existe una “soberanía limitada” como la que Occidente (y la doctrina dominante de la época) denunciaba en 1968 cuando era la URSS la que la imponía a Checoslovaquia.
8) El centro de detención de Guantánamo, contra el que B. Obama ha luchado durante sus dos mandatos sin resultado hasta la fecha, ha alcanzado los niveles máximos de ilegalidad. En nombre del antiterrorismo, se recusa cualquier legalidad. La regla es combatir el crimen con el crimen, una premisa que muestra la grave erosión del derecho. El centro, instalado en territorio cubano, alquilado desde 1905 a razón de 4000 dólares al año rechazados por La Habana, es una cárcel “deslocalizada” donde se encierra a ciudadanos de diversos países, detenidos en varios países con la colaboración de las policías locales y transferidos clandestinamente con la ayuda de cómplices “oficiales”.
La detención –sin juicio – no tiene límite para los “combatientes enemigos”, categoría ajurídica inventada por los Estados Unidos de manera unilateral. Las autoridades de Washington han recusado las sucesivas peticiones de las Naciones Unidas, del Parlamento Europeo e incluso del Tribunal Supremo de los Estados Unidos (veredicto de 28 de junio de 2004). Amnistía Internacional describe Guantánamo en 2005 como un “Gulag moderno” (el informe denuncia también las numerosas cárceles del mismo tipo que Estados Unidos ha instalado en Irak y en Afganistán especialemente). Desde el 11 de septiembre de 2001, los Estados Unidos han mostrado al mundo entero que se podía hacer una interpretación personal de los derechos humanos, con grandes variaciones dependiendo del caso. Diversos Estados europeos obedecen a este modelo. Cf. M.A. Combesque. Violence et résistances à Guantanamo. Le Monde Diplomatique, febrero 2006.
9) Mencionamos también a Israel y a India, que tampoco han creído oportuno ratificar el estatuto de la CPI.
10) En el proceso actual contra L. Gbagbo y Blé Goudé (este último transferido convenientemente por Abidjan a La Haya), cualquier jurisdicción que fuera imparcial debería iniciar actuaciones judiciales también contra A. Ouattara y G. Soros, actualmente ocupando sus funciones. Véase Gbagbo, L. y Mattei, F. Pour la vérité et la justice. Côte d’Ivoire : révélations sur le scandale français. Éditions du Moment, 2014
Charvin, R. Côte d’Ivoire 2011. La bataille de la seconde indépendance. L’Harmattan, 2011.
11) G. Soros afirma que quiere combatir las “sociedades cerradas”, dicho de otra manera, soberanas, y sin tener ninguna legitimidad.
12) Citado en Gbagbo, L. y Mattei, F. Pour la vérité et la justice… op.cit. Pág. 255.
13) Véase el alegato occidental favorable a la CPI (Orenga, E. y Rambolamanana, V. “Retour sur les travaux de la XIVe Assemblée des États parties de la C.P.I. : qui sont les grands gagnats ? ». En La Revue des droits de l’Homme, marzo 2016.
14) Cf. Mi testimonio personal (R. Charvin) “apartado” por la Fiscalía, como miembro de una Comisión de Investigación de dos meses sobre los acontecimientos ligados a las elecciones presidenciales de 2011 en Costa de Marfil, que denunciaba la total arbitrariedad que reinaba en la parte norte del país, ocupada por fuerzas rebeldes (apoyadas por la Burkina Faso de Compaoré – refugiado en la actualidad en Costa de Marfil y nacionalizado marfileño – y por Francia).
Así, más de 1000 civiles fueron asesinados por estos “rebeldes” pro Ouattara en el campo de refugiados de Duekoué en una ofensiva que tenía como objetivo la toma de Abidjan (con la complicidad de UNOCI y de las tropas francesas).
15) Cuando fui consultado por el abogado Altit, uno de los principales defensores de L. Gbagbo, tuve que pagarme yo mismo los gastos de un viaje a París para reunirme con él y elaborar el informe que presentaba los resultados de la Comisión de Investigación de la que había formado parte.
Solicité una visita a la cárcel de La Haya para entablar contacto con el acusado. No se me facilitó ninguna respuesta (el cuestionario que debe rellenarse para la solicitud exigía que detallara mi adscripción política).
16) Cf, por ejemplo, Aasu, John, Profesor en la Universidad de An-Najah-Nablus. “La compétence territoriale de la Cour Pénale Internationale dans le cas de la Palestine”. En Un Autre Monde, número especial “Palestine : 70 ans !“ (revista de Nord-Sud XXI), 2016.
17) Cf. Charvin, R. Justice et politique (preámbulo de R.J.Dupuy). LGDJ, 1968. 18) En Francia, pasaron décadas desde el final de la guerra antes de que se volviera a hablar del régimen de Vichy. Durante ese largo período de tiempo, se evitó recordar la historia de 1940 a 1945: el objetivo era “favorecer la reconciliación de los franceses” a través del olvido.
19) ¿Cómo distinguir, por ejemplo, entre los empresarios de la industria pesada, los altos mandos del partido de Centro Católico, cómplices directos del ascenso de Hitler a la cancillería? ¿Cómo pueden considerarse inocentes a los ciudadanos de uno de los países más desarrollados y más cultivados como es Alemania, que apoyaron activamente el régimen nazi hasta casi su derrota? 20) Véase Supiot, A. Homo Juridicus (véase sobre todo Polonia, págs. 7-30). Éditions du Seuil, 2005.
21) Cf. Albala, Nuri. “La compétence universelle pour juger les crimes contre l’humanité : un principe inacceptable pour les plus puissants“. En Anderson N. et al. Justice internationale et impunité, le cas des États-Unis. L’Harmattan, 2007. Págs. 217 y ss.
Véase también Fermon, J. “Compétence universelle : le cas de la Belgique ou le droit du plus fort, quand les États-Unis font la loi en Belgique“. En Anderson, A. et al. La justice internationale aujourd’hui. Vraie justice ou justice à sens unique. L’Harmattan, 2009.
22) En sentido contrario, el filósofo africano, profesor en la Universidad católica de Lyon, R.K. Koudé (“L’ingérence internationale: de l’intervention humanitaire à la dissuasion judiciaire”.
En Institut des Droits de l’Homme de Lyon. Vingt ans de l’IDHL. Parcours et réflexion. Universidad católica de Lyon, 2005. Págs. 116 y ss.) aplaude a la vez la injerencia directa humanitaria y la acción de la CPI, injerencia judicial, contra las “fortalezas de la soberanía estatal”. Este artículo pone de manifiesto el occidentalismo de algunos intelectuales que no son occidentales.
23) Cabe señalar que, en las estructuras semifederales de la Unión Europea, los ataques concretos a valores democráticos (racismo, xenofobia, prohibición de ciertos partidos progresistas y reducción del pluralismo político, como es el caso en Hungría, Polonia, Letonia, etc) no suscitan ninguna reacción por parte de los organismos europeos, ni ninguna utilización del artículo 7 del Tratado de Lisboa, que contempla sanciones y la suspensión de los derechos de participación en el funcionamiento de la Unión Europea del Estado culpable, ni por supuesto ningún inicio de acciones penales contra los mandatarios responsables. Pareciera que la justicia política siempre se aplique a los “otros”.
24) Supiot, A. Homo Juridicus. op.cit
Traducido del francés por Laura Soler para Investig’Action
Fuente original: Investig’Action
11) G. Soros afirma que quiere combatir las “sociedades cerradas”, dicho de otra manera, soberanas, y sin tener ninguna legitimidad.
12) Citado en Gbagbo, L. y Mattei, F. Pour la vérité et la justice… op.cit. Pág. 255.
13) Véase el alegato occidental favorable a la CPI (Orenga, E. y Rambolamanana, V. “Retour sur les travaux de la XIVe Assemblée des États parties de la C.P.I. : qui sont les grands gagnats ? ». En La Revue des droits de l’Homme, marzo 2016.
14) Cf. Mi testimonio personal (R. Charvin) “apartado” por la Fiscalía, como miembro de una Comisión de Investigación de dos meses sobre los acontecimientos ligados a las elecciones presidenciales de 2011 en Costa de Marfil, que denunciaba la total arbitrariedad que reinaba en la parte norte del país, ocupada por fuerzas rebeldes (apoyadas por la Burkina Faso de Compaoré – refugiado en la actualidad en Costa de Marfil y nacionalizado marfileño – y por Francia).
Así, más de 1000 civiles fueron asesinados por estos “rebeldes” pro Ouattara en el campo de refugiados de Duekoué en una ofensiva que tenía como objetivo la toma de Abidjan (con la complicidad de UNOCI y de las tropas francesas).
15) Cuando fui consultado por el abogado Altit, uno de los principales defensores de L. Gbagbo, tuve que pagarme yo mismo los gastos de un viaje a París para reunirme con él y elaborar el informe que presentaba los resultados de la Comisión de Investigación de la que había formado parte.
Solicité una visita a la cárcel de La Haya para entablar contacto con el acusado. No se me facilitó ninguna respuesta (el cuestionario que debe rellenarse para la solicitud exigía que detallara mi adscripción política).
16) Cf, por ejemplo, Aasu, John, Profesor en la Universidad de An-Najah-Nablus. “La compétence territoriale de la Cour Pénale Internationale dans le cas de la Palestine”. En Un Autre Monde, número especial “Palestine : 70 ans !“ (revista de Nord-Sud XXI), 2016.
17) Cf. Charvin, R. Justice et politique (preámbulo de R.J.Dupuy). LGDJ, 1968. 18) En Francia, pasaron décadas desde el final de la guerra antes de que se volviera a hablar del régimen de Vichy. Durante ese largo período de tiempo, se evitó recordar la historia de 1940 a 1945: el objetivo era “favorecer la reconciliación de los franceses” a través del olvido.
19) ¿Cómo distinguir, por ejemplo, entre los empresarios de la industria pesada, los altos mandos del partido de Centro Católico, cómplices directos del ascenso de Hitler a la cancillería? ¿Cómo pueden considerarse inocentes a los ciudadanos de uno de los países más desarrollados y más cultivados como es Alemania, que apoyaron activamente el régimen nazi hasta casi su derrota? 20) Véase Supiot, A. Homo Juridicus (véase sobre todo Polonia, págs. 7-30). Éditions du Seuil, 2005.
21) Cf. Albala, Nuri. “La compétence universelle pour juger les crimes contre l’humanité : un principe inacceptable pour les plus puissants“. En Anderson N. et al. Justice internationale et impunité, le cas des États-Unis. L’Harmattan, 2007. Págs. 217 y ss.
Véase también Fermon, J. “Compétence universelle : le cas de la Belgique ou le droit du plus fort, quand les États-Unis font la loi en Belgique“. En Anderson, A. et al. La justice internationale aujourd’hui. Vraie justice ou justice à sens unique. L’Harmattan, 2009.
22) En sentido contrario, el filósofo africano, profesor en la Universidad católica de Lyon, R.K. Koudé (“L’ingérence internationale: de l’intervention humanitaire à la dissuasion judiciaire”.
En Institut des Droits de l’Homme de Lyon. Vingt ans de l’IDHL. Parcours et réflexion. Universidad católica de Lyon, 2005. Págs. 116 y ss.) aplaude a la vez la injerencia directa humanitaria y la acción de la CPI, injerencia judicial, contra las “fortalezas de la soberanía estatal”. Este artículo pone de manifiesto el occidentalismo de algunos intelectuales que no son occidentales.
23) Cabe señalar que, en las estructuras semifederales de la Unión Europea, los ataques concretos a valores democráticos (racismo, xenofobia, prohibición de ciertos partidos progresistas y reducción del pluralismo político, como es el caso en Hungría, Polonia, Letonia, etc) no suscitan ninguna reacción por parte de los organismos europeos, ni ninguna utilización del artículo 7 del Tratado de Lisboa, que contempla sanciones y la suspensión de los derechos de participación en el funcionamiento de la Unión Europea del Estado culpable, ni por supuesto ningún inicio de acciones penales contra los mandatarios responsables. Pareciera que la justicia política siempre se aplique a los “otros”.
24) Supiot, A. Homo Juridicus. op.cit
Traducido del francés por Laura Soler para Investig’Action
Fuente original: Investig’Action
http://www.investigaction.net/Evaluacion-critica-sobre-la-Corte.html?lang=es