La sanción y puesta en vigencia de la “nueva” ley de Salud Mental Nº 26657 no ha provocado entre los penalistas, extrañamente, un debate compatible con la envergadura del nuevo paradigma que establece la norma, a pesar de que la misma impacta directa e indirectamente sobre el poder punitivo del Estado. De manera inesperada, Argentina ha incorporado a su legislación interna un nuevo paradigma que irradia y condiciona derechos y garantías en materia de Salud Mental, que parecían imposibles de ser pensados hace apenas una década. En primer lugar, la ley conceptualiza a la salud mental como “un proceso determinado por componentes históricos, socio-económicos, culturales, biológicos y psicológicos, cuya preservación y mejoramiento implica una dinámica de construcción social vinculada a la concreción de los derechos humanos y sociales de toda persona” (artículo 3). 

En concordancia con esta perspectiva, se establecen en favor de las personas con padecimientos mentales una serie de derechos fundamentales (artículo 7): a) Derecho a recibir atención sanitaria y social integral y humanizada, a partir del acceso gratuito, igualitario y equitativo a las prestaciones e insumos necesarios, con el objeto de asegurar la recuperación y preservación de su salud. b) Derecho a conocer y preservar su identidad, sus grupos de pertenencia, su genealogía y su historia. c) Derecho a recibir una atención basada en fundamentos científicos ajustados a principios éticos. d) Derecho a recibir tratamiento y a ser tratado con la alternativa terapéutica más conveniente, que menos restrinja sus derechos y libertades, promoviendo la integración familiar, laboral y comunitaria. e) Derecho a ser acompañado antes, Ley Nacional Nº26657 de Salud Mental Ministerio de Salud - Presidencia de la Nación 14 15 durante y luego del tratamiento por sus familiares, otros afectos o a quien la persona con padecimiento mental designe. f) Derecho a recibir o rechazar asistencia o auxilio espiritual o religioso. g) Derecho del asistido, su abogado, un familiar o allegado que éste designe, a acceder a sus antecedentes familiares, fichas e historias clínicas. h) Derecho a que en el caso de internación involuntaria o voluntaria prolongada, las condiciones de la misma sean supervisadas periódicamente por el órgano de revisión. i) Derecho a no ser identificado ni discriminado por un padecimiento mental actual o pasado. j) Derecho a ser informado de manera adecuada y comprensible de los derechos que lo asisten, y de todo lo inherente a su salud y tratamiento, según las normas del consentimiento informado, incluyendo las alternativas para su atención, que en el caso de no ser comprendidas por el paciente se comunicarán a los familiares, tutores o representantes legales. k) Derecho a poder tomar decisiones relacionadas con su atención y su tratamiento dentro de sus posibilidades. l) Derecho a recibir un tratamiento personalizado en un ambiente apto con resguardo de su intimidad, siendo reconocido siempre como sujeto de derecho, con el pleno respeto de su vida privada y libertad de comunicación. m) Derecho a no ser objeto de investigaciones clínicas ni tratamientos experimentales sin un consentimiento fehaciente. n) Derecho a que el padecimiento mental no sea considerado un estado inmodificable. o) Derecho a no ser sometido a trabajos forzados. p) Derecho a recibir una justa compensación por su tarea en caso de participar de actividades encuadradas como laborterapia o trabajos comunitarios, que impliquen producción de objetos, obras o servicios que luego sean comercializados. El proceso de atención de estos sujetos de derecho debe realizarse preferentemente fuera del ámbito de internación hospitalario y en el marco de un abordaje interdisciplinario e intersectorial, basado en los principios de la atención primaria de la salud. Se orientará al reforzamiento, restitución o promoción de los lazos sociales (artículo 9). La norma establece así un camino concatenado, una suerte de determinismo teleológico, al decir de Jorge Alemán, que debería conducir nada más y nada menos que al fin de la manicomialización. Más aún, le pone plazo a ese objetivo: “Queda prohibida por la presente ley la creación de nuevos manicomios, neuropsiquiátricos o instituciones de internación monovalentes, públicos o privados. En el caso de los ya existentes se deben adaptar a los objetivos y principios expuestos, hasta su sustitución definitiva por los dispositivos alternativos” (artículo 27). Mientras tanto, la cotidianeidad de los dispositivos, todavía un territorio en disputa, igualmente tracciona sobre la conciencia de los vivos y pone a prueba la capacidad de los operadores para adecuarse a nuevas formas de abordar la situación de los pacientes en la materia. De hecho, la ley salda cualquier disidencia en clave de Derechos Humanos y de la manera más categórica: aboliendo la internación como práctica consuetudinaria y sistemática, poniéndole claros límites a las posibilidades de reincidir en la arbitrariedad de las medidas restrictivas de la libertad de sectores vulnerables en la medida que las mismas no cumplan un categórico procedimiento establecido por el artículo 20 y concordantes. Concretamente, se superan los prejuicios del peligrosismo biologicista y se lo sustituye por la noción (algo) menos regresiva del riesgo. El internamiento se acota, ahora, a los supuestos de “constatación de riesgos cierto o inminente. Las internaciones involuntarias quedan restringidas y sujetos a control por un Órgano de Revisión en el que participarán organismos de derechos humanos”. Y, aún con la debilidad de la apelación a la polisémica y para nada fiable noción de riesgo, lo importante es que “se propician las internaciones por plazo breve”. Paradójicamente, mientras el recurso a la prisión se mantiene como una herramienta esencial del primitivismo punitivista en materia penal, en materia de salud mental se recorre un camino inverso y se propone un cambio estratégico que implica en la práctica la imposibilidad de recurrir a los establecimientos genéricos de internamiento estatal. Los locos y los presos parecen recorrer, en nuestro país, un destino antitético. Pero la potencia de la ley de salud mental convoca a pensar de forma conglobante el destino coercitivo de los privados de libertad. Los denominadores comunes entre locos y presos como los sectores más vulnerables de la sociedad, encuentra algunos puntos de contacto que esta ley de salud mental resuelve en el primero de los casos. Esta norma no puede ser inocua de cara al futuro, en un país donde existen las naves de los locos. Pero para pacientes de salud mental y también para presos. El artículo 30 de la Ley 26657 pone a estos sujetos de derecho a resguardo de prácticas segregativas consuetudinarias. Las derivaciones para tratamientos ambulatorios o de internación que se realicen fuera del ámbito comunitario donde vive la persona sólo corresponderán ahora si se realizan a lugares donde la misma cuenta con mayor apoyo y contención social o familiar. Los traslados deben efectuarse con acompañante del entorno familiar o afectivo de la persona. Si se trata de derivaciones con internación, debe procederse del modo establecido en el Capítulo VII de la presente ley. Tanto el servicio o institución de procedencia como el servicio o institución de destino, están obligados a informar dicha derivación al Órgano de Revisión, cuando no hubiese consentimiento de la persona. Extrañamientos similares, que datan de siglos, dan cuenta de un poder brutal sistémico basado en premios y castigos y en la supuesta necesidad de “hacer algo”; que en el discurso y las prácticas dominantes de juristas y psiquiatras conducen históricamente al encierro. No hay demasiadas diferencias entre el desplazamiento forzados de pacientes de salud mental con los traslados que unilateralmente deciden los servicios penitenciarios. Esa sola analogía debió convocar a la doctrina de los penalistas y a los criminólogos críticos a hacer un hincapié activo y militante respecto del nuevo régimen que emerge de la ley. Para poner esta exhortación en otros términos, podríamos preguntarnos ejemplificativamente lo siguiente. ¿Cuál sería la reacción social previsible frente a una ley, sancionada por el Estado, que estableciera taxatativamente la prohibición de crear más cárceles, alcaidías, celdas, etc? ¿Cómo respondería la sociedad argentina si, en lo inmediato, esa misma ley prohibiera las detenciones sino se acotaran al plazo más breve posible, no respondieras a criterior peligrosistas y además se creara un organismo destinado al contralor estatal de esas condiciones de detención? Realizadas estas analogías imaginarias, tal vez se comprenda la evocación respecto del escaso interés que la Ley de Salud Mental ha despertado entre penalistas y ciminólogos. No ignoramos que una transformación paradigmática de estas características deberá sortear en lo sucesivo ingentes y variados obstáculos. Siempre las contrarreformas se expresan a través de una multiplicidad de medios. Y no estamos aludiendo, ahora, a las racionalidades de los efectores de las distintas agencias estatales. Resta por ver, por ejemplo, las reacciones de las corporaciones afectadas por motivos de realismo extremo, la jurisprudencia dominante de los tribunales, las esperables réplicas que, bao el ropaje de decisiones administrativas o burocráticas encubren en realidad motivaciones ideológicas,el avance de la implemetación de los órganos de revisión en las distintas Provincias, las rémoras de las gramáticas peligrosistas y su influencia cultural de casi dos siglos en la Argentina, la disposición de medios que el Estado instrumente y hasta la creatividad de quienes deban poner en funcionamiento el nuevo sistema. Creemos que una de las claves fundamentales será la consistencia operativa que adquieran los dispositivos que inaugura el artículo 11, que conmina a la Autoridad de Aplicación a promover que las autoridades de salud de cada jurisdicción, en coordinación con las áreas de educación, desarrollo social, trabajo y otras que correspondan, implementen acciones de inclusión social, laboral y de atención en salud mental comunitaria. Se debe promover el desarrollo de dispositivos tales como: consultas ambulatorias; servicios de inclusión social y laboral para personas después del alta institucional; atención domiciliaria supervisada y apoyo a las personas y grupos familiares y comunitarios; servicios para la promoción y prevención en salud mental, así como otras prestaciones tales como casas de convivencia, hospitales de día, cooperativas de trabajo, centros de capacitación socio-laboral, emprendimientos sociales, hogares y familias sustitutas. Ninguno de estos desafíos debería inquietar si se toma la ley en clave de su verdadera significación, que no es otra que una tentativa inconclusa de democratización de las instituciones del Estado y no la toma del palacio de invierno. Los antagonismos que vienen deben formar parte de un bienvenido territorio cultural en disputa, pero nunca erigirse en una división artificiosa de las distintas intuiciones e imaginarios vigentes. La ley, incluso, deberá poner a prueba su aptitud adaptativa frente a los cambios sociales. Que, como en todas las épocas, fatalmente sobrevendrán.