Una ciudadanía global podrá juzgarse en cuanto a sus avances civilizatorios, fundamentalmente a partir del grado de sufrimiento que es capaz de inferir y administrar a sus ciudadanos; y buena parte de esas respuestas están condicionadas por las formas y la intensidad de la reacción social frente a los delitos, por horrendos que estos puedan resultar.
Por lo tanto, ha de prestarse especial atención también a la confusión punitivista que a partir de las últimas décadas ha informado a las corrientes progresistas provenientes en general de la criminología crítica -que abogaba, vale recordar, por una menor intervención paternalista de los Estados en materia penal, justamente por sostener la idea de la autonomía relativa del Estado como representante de los intereses de las clases dominantes- hacia tesis punitivistas inflacionarias que pugnan por una expansión del Derecho penal, siempre respecto de situaciones problemáticas de indudable relevancia, como abusos sexuales, homicidios, violencia de género u otras violaciones graves en materia de derechos humanos.
Este clamor punitivista, muchas veces impulsado por las novedosas figuras de los “empresarios morales” y el clamor social y mediático, nos hace convivir con un derecho penal que opera “naturalizando la emergencia”, como un dato cotidiano y disponible en materia de legislación y ejecución penal.
Coexistimos, de esa forma, con un “Derecho penal de emergencia” que se expresa en un pampenalismo que recurre de ordinario al aumento de las penas, la derogación o relajamiento de las garantías procesales y constitucionales, las medidas predelictuales y la afirmación de la tesis retribucionista extrema del “merecimiento justo” (de pena), en sustitución del ideal resocializador.
Es obvio que no puede ser éste el programa sobre el que se asiente el Derecho penal democrático del futuro, tanto a nivel interno de los Estados como en el plano internacional. Antes bien, aspiramos a aprehender un Derecho penal de mínima intervención y máximas garantías, a una reformulación y adecuación del objetivo de reintegración social de los reclusos, que no debe pensarse a partir de la cárcel sino a pesar de ella: “La reintegración social del condenado no puede perseguirse a través de la pena carcelaria, sino que debe perseguirse a pesar de ella, o sea, buscando hacer menos negativas las condiciones que la vida en la cárcel comporta en relación con esta finalidad”1 .
Con fundamento se ha afirmado también que: “Si no se consigue hacer realidad el fin de reinserción social…, por las razones que fuere -con frecuencia, por una insuficiencia o ineficacia estatal en el cumplimiento .de este cometido, y en todo caso no por razón exclusiva o prioritaria del sujeto-, se habrá fracasado en uno de los cometidos que el Derecho penal tiene que atender. Pero tal fracaso del sistema no debe ser imputado exclusiva y unilateralmente al delincuente. La pregunta es evidente: ¿ha de verse el delincuente obligado a soportar una nueva sanción penal adicional (de índole inocuizadora personal) por el hecho de -seguramente a su pesar- no haber podido rehabilitarse socialmente?”2.
Más aún, es necesario tener siempre en cuenta que “todos los textos normativos de nuestro entorno cultural han establecido, con diferentes fórmulas, que la resocialización, la reeducación o la reinserción social constituyen el fin primordial de las penas de encierro”3, por lo que a las democracias que poseen sistemas penales liberales no les está permitido renunciar en términos de políticas públicas, al paradigma de la reintegración social, y ese cometido, hasta donde se lleva analizado, no reconoce límites en materia de delitos a los cuales resulta aplicable.
Incluso, ese ideal reintegrador no parece ceder, necesariamente, frente a principios internacionales en materia de impunidad y deberes de los Estados respecto de delitos contra la humanidad. Por algo el Estatuto de la Corte Penal Internacional fija un plazo máximo de treinta años para las condenas privativas de libertad.
El Conjunto de Principios de las Naciones Unidas para la Protección y la Promoción de los Derechos Humanos contra la Impunidad, define a esta última como “la inexistencia, de hecho o de derecho, de responsabilidad penal por parte de los autores de violaciones, así como de responsabilidad civil, administrativa o disciplinaria, porque escapan a toda investigación con miras a su inculpación, detención, procesamiento y, en caso de ser reconocidos culpables, condena a penas apropiadas, incluso a la indemnización del daño causado a sus víctimas”4.
Pero en ningún momento ese texto establece que la única consecuencia posible de la comprobación de un hecho y la determinación de sus responsables sea una pena privativa de libertad de particular severidad, lo que puede constatarse con una simple lectura del texto.
Por el contrario, el mismo expresa claramente que los Estados están obligados a adoptar las medidas “apropiadas respecto de sus autores, especialmente en la esfera de la justicia, para que las personas sospechosas de responsabilidad penal sean procesadas, juzgadas y condenadas a penas apropiadas, de garantizar a las víctimas recursos eficaces y la reparación de los perjuicios sufridos de garantizar el derecho inalienable a conocer la verdad y de tomar todas las medidas necesarias para evitar la repetición de dichas violaciones”5.
En ningún tramo del instrumento se prescribe que las penas deben ser especialmente severas, intimidatorias, o extremadamente retribucionistas o prevencionistas, al punto que en su prólogo se destaca específicamente “que no existe reconciliación justa y duradera si no se satisface efectivamente la necesidad de justicia”, y que el perdón, que puede ser un factor importante de reconciliación, supone, como acto privado, que la víctima o sus derechohabientes “conozcan al autor de las violaciones y que éste haya reconocido los hechos”6.
No obstante ello, asistimos a un contexto donde la irracionalidad, la venganza, el retribucionismo y el prevencionismo extremos, la resignificación de la cárcel y la naturalización de la violencia estatal configuran discursos y prácticas dominantes.
Es ese el mayor desafío a afrontar desde perspectivas democráticas y humanistas. Sin dogmatismo, sin infantilismo, sin ingenuidad, pero con entera y paciente convicción.
1 Baratta, Alessandro: “Resocialización o control social Por un concepto crítico de "reintegración social" del condenado”, Ponencia presentada en el seminario "Criminología crítica y sistema penal", organizado por la Comisión Andina Juristas y la Comisión Episcopal de Acción Social, en Lima, del 17 al 21 de Septiembre de 1990, disponible en http://www.inau.gub.uy/biblioteca/Resocializacion.pdf
2 Polaino Navarrete, Miguel: “La controvertida legitimación del derecho penal en las sociedades modernas: ¿más derecho penal?”, Discurso de Investidura como Profesor Honoris Causa por la Universidad Autónoma de Tlaxcala (México), publicado en “El derecho penal ante las sociedades modernas, Ed. Jurídica Grijley, Lima, 2003, p. 128 y 129.
3 Salt, Marcos y Rivera Beiras, Iñaki: “Los derechos fundamentales de los reclusos. España y Argentina” Ed. Del Puerto, Buenos Aires, 1999, p. 171.
4 Ver sobre el particular http://www.derechos.org/nizkor/impu/impuppos.html
5 Ver sobre el particular http://www.derechos.org/nizkor/impu/impuppos.html
6 Ver sobre el particular http://www.derechos.org/nizkor/impu/impuppos.html