Por Claudia Cesaroni.

En 1995, el gobierno nacional –transcurría la segunda presidencia de Carlos Menem-, elaboró un ambicioso “Plan Director de la Política Penitenciaría Nacional”.[1] En los fundamentos de dicho plan, se expresaba que:
... están en juego valores trascendentes como lo son, por una parte, la seguridad y la defensa de la sociedad y, por la otra, la dignidad de los condenados y su derecho a contar con oportunidades para reintegrarse al seno de la comunidad como persones útiles para sí mismos, para su familia y para la sociedad.[2]
A pesar de reconocer que “El concepto de tratamiento como suma de acciones tendientes a lograr un cambio positivo en el condenado por medio de la presencia y oferta de posibilidades para superar sus conflictos y carencias (...) está seriamente cuestionado por algunos teóricos de la Penología.”, se enunciaba un compromiso:
Respetando todas las teorías y aún sabiendo que por las falencias de un sistema que se quiere renovar muchas veces la pena privativa de la libertad sólo opera como castigo, nos rebelamos ante la posibilidad de volver a los tiempos de la retribución y del reproche como objeto y fin exclusivo de la pena. Fervientes creyentes de las potencialidades de perfección y de cambio de la persona humana, coincidimos con aquello de que no es un deshonor no alcanzar la meta sino dejar de interponer los medios.[3]
[1] Decreto Nº 426/95 del 27 de marzo de 1995.
[2] Ministerio de Justicia de la Nación. Secretaría de Política Penitenciaria y de Readaptación Social. Plan Director de la Política Penitenciaria Nacional, Dirección Nacional del Registro Oficial, Buenos Aires, s.d., pág. 1.
[3] Ministerio de Justicia..., op. cit., pág. 45.
En el marco de estos objetivos, se inscribe la sanción de ley 24.660. Así se destaca en el Mensaje de Elevación del proyecto al Congreso. Se hablaba allí de:
...décadas enteras en las cuales el tema penitenciario no tuvo relevancia entre las políticas del Estado. Así, la inversión ha sido escasa o casi inexistente. El deterioro alcanzó no sólo a lugares de alojamiento sino a talleres, ámbitos de estudio y recreación. El hacinamiento motorizó más de un grave conflicto. El tratamiento, en síntesis, fue seriamente herido y así fueron muy limitadas las posibilidades de éxito para encarar esa meta tan ambiciosa: lograr que al egreso del condenado se alumbrara un hombre nuevo.[1]
Se esperaba que este “hombre nuevo” llegara a serlo –al menos desde el discurso- en un edificio carcelario, o a través de una ley de ejecución penal.
Con ese fin, continuaba el texto de elevación del proyecto:
...se propicia un texto que viva la realidad de las instituciones, que pueda ser concretado en el quehacer cotidiano y que tenga como simultáneos destinatarios al hombre que violó la ley y a una sociedad que pueda confiar en que se procurará por los medios más humanos y adecuados que cuando aquél se reintegre a ella, no vuelva a ser factor de violencia o de temor. Es decir, agotar la prevención general de la punición con la ejecución garantista del régimen penitenciario que materialice la prevención especial, procurando los resultados positivos requeridos por la sociedad. (El resaltado me pertenece)
En esta última frase se incorporan varias definiciones acerca de las funciones que se le asignan a la pena privativa de la libertad, receptados en el artículo 1 de la ley 24.660:
La ejecución de la pena privativa de la libertad, en todas sus modalidades, tiene por finalidad lograr que el condenado adquiera la capacidad de comprender y respetar la ley procurando su adecuada reinserción social, promoviendo la comprensión y el apoyo de la sociedad.
Si bien, como afirma Salt al analizar el art. 1º de la Ley 24.660: “La ley se refiere al fin de la ejecución que no debe confundirse con el fin de la pena. El texto de la Ley de Ejecución no define el fin de la pena sino sólo los objetivos que deberá perseguir el Estado durante su ejecución y a los que deberá estar orientada, por ende, la actividad de la institución penitenciaria”,[2] resulta indudable que la definición acerca de estos objetivos de la ejecución, deviene de una determinada concepción acerca de cuál es la finalidad de las penas impuestas a las personas que cometen hechos reputados como delitos. En este sentido, cuando el mensaje de elevación del proyecto se refiere a la “prevención general de la punición”, remite a una de las teorías de justificación de la pena, según la cual aplicar castigos a algunas personas brinda un mensaje a los otros miembros de la sociedad, acerca de lo que le sucede a quienes incumplen las normas, con el fin de que desistan de cometer delitos. En la clarísima descripción de Luigi Ferrajoli:
“...las doctrinas de la pena que por contraposición con las abolicionistas he llamado justificacionistas se pueden dividir en dos grandes categorías: las teorías llamadas absolutas y las llamadas relativas. Son teorías ‘absolutas’ todas las doctrinas retribucionistas, que conciben la pena como fin en sí mismo, es decir, como ‘castigo’, ‘compensación’, ‘reacción’, ‘reparación’ o ‘retribución’ del delito, justificada por su valor axiológico intrínseco; por consiguiente no un medio, y menos aún un coste, sino un deber ser metajurídico que tiene en sí mismo un fundamento. Son por el contrario teorías ‘relativas’ todas las doctrinas utilitaristas, que consideran y justifican la pena sólo como un medio para la realización del fin utilitario de la prevención de futuros delitos. Cada una de estas dos grandes clases de doctrinas ha sido dividida a su vez en subclases. Las doctrinas absolutas o retribucionistas quedan divididas según el valor moral o jurídico atribuido a la retribución penal. Las doctrinas relativas o utilitaristas se dividen por su parte en doctrinas de la prevención especial, que refieren el fin preventivo a la persona del delincuente, y doctrinas de la prevención general, que lo refieren por el contrario a la generalidad de los asociados. Finalmente la tipología de las doctrinas utilitaristas se ha enriquecido recientemente con una nueva distinción: la que media entre doctrinas de la prevención positiva y doctrinas de la prevención negativa, según que la prevención –especial o general- se realice positivamente a través de la corrección del delincuente o de la integración disciplinar de todos los asociados, o bien negativamente, mediante la neutralización del primero o la intimación de los segundos.” [3]
“Ejecución garantista del régimen penitenciario” es un principio que la ley recepta en dos aspectos centrales. En primer lugar, al disponer en el art. 9 que:
La ejecución de la pena estará exenta de tratos crueles, inhumanos o degradantes. Quien ordene, realice o tolere tales excesos se hará pasible de las sanciones previstas en el Código Penal, sin perjuicio de otras que le pudieren corresponder. Toda persona privada de libertad será tratada humanamente y con el respeto debido a la dignidad inherente al ser humano.
El otro aspecto de la ley en el que el principio enunciado de “ejecución garantista de la pena” encuentra recepción es el de judicialización de la actividad penitenciaria. Así, el art. 3 dispone que:
La ejecución de la pena privativa de la libertad, en todas sus modalidades, estará sometida al permanente control judicial. El juez de ejecución o juez competente garantizará el cumplimiento de las normas constitucionales, los tratados internacionales ratificados por la República Argentina y los derechos de los condenados no afectados por la condena o por la ley.
En este sentido es preciso considerar que hay muchos menos juzgados de ejecución que los necesarios, con poco personal, sin equipos interdisciplinarios, y para atender unidades dispersas y lejanas de las sedes de los juzgados. En consecuencia, la mayoría de las decisiones tomadas por el personal penitenciario son aceptadas por los jueces de ejecución –o por los empleados de los juzgados, que son quienes llevan los legajos correspondientes-, sin ejercer control de legalidad alguno.[4]
El último de los principios enunciados en el mensaje de elevación del proyecto de ley de ejecución establecía su función: “...que materialice la prevención especial, procurando los resultados positivos requeridos por la sociedad” Se trataba de que ese “hombre nuevo” que se mencionaba en el mensaje volviera a la sociedad efectivamente resocializado. Esta declaración de principios resulta destacable, en tanto se opone a las políticas de inhabilitación del delincuente –prevención especial negativa- que se aplican en la cárcel real.[5]
En consecuencia, se dispusieron distintos períodos por los cuales el condenado, desde que es formalmente incorporado al Régimen de la Progresividad, debe ir atravesando. Cumplidas las dos terceras partes de la pena se accede a la Libertad Condicional, la que es otorgada por el Juez de Ejecución en la medida en que el condenado cumpla determinados requisitos. Obligatoriamente, debe aportar un domicilio donde vaya a vivir, contención familiar, y acreditar que ha respetado los reglamentos carcelarios.[6] Además, y en función de las características personales y el tipo de delito, el juzgado o tribunal puede fijar las denominadas “reglas de conducta” a las que debe someterse.
El pasaje a través de fases y períodos supone, en primer lugar, la elaboración de un programa de tratamiento individualizado. El reglamento de modalidades básicas[7] así lo dispone en su artículo 1:
La progresividad del régimen penitenciario consiste en un proceso gradual y flexible que posibilite al interno, por su propio esfuerzo, avanzar paulatinamente hacia la recuperación de su libertad, sin otros condicionamientos predeterminados que los legal y reglamentariamente establecidos. Su base imprescindible es un programa de tratamiento interdisciplinario individualizado.
Frente a la pena impuesta, existe un modo “gradual y flexible”, gracias al “propio esfuerzo”, de recuperar la libertad. Sea parcialmente, a través del instituto de las salidas transitorias, o totalmente, mediante la libertad condicional. Pero además de la posibilidad de la vuelta a la calle, previo a ello hay una cantidad de derechos cuyo ejercicio también depende de ese proceso gradual en el que están inmersos los presos en proceso de resocialización.
Esta dependencia –para obtener la libertad, una salida, una visita familiar-, implica una degradación de las personas, que aguardan las calificaciones de conducta y concepto o una entrevista con el juez de ejecución, para impresionarlo favorablemente si esas calificaciones no fueron buenas, como si fueran niños ansiosos esperando el boletín escolar. Acudimos otra vez a Ferrajoli:
La autoridad que dispensa o que niega un beneficio penal, de cualquier modo que se la llame, no comprueba hechos en régimen de contradicción y publicidad, sino que valora y juzga directamente la interioridad de las personas; no decide sobre la comisión de un delito, es decir, sobre una hipótesis empírica verificable y refutable, como exige el carácter cognoscitivo propio de la jurisdicción, sino inmediatamente sobre la ‘ausencia de peligrosidad’ de un hombre, su ‘buena conducta’, su ‘arrepentimiento sobrevenido’ o sobre otras valoraciones análogas inverificables e irrefutables por su naturaleza. Es este poder ilimitado el que hace liberticida y total a la institución carcelaria: porque reduce a la persona a cosa, poniéndola completamente en manos de otro hombre y lesionando con ello su dignidad, sea quien fuere, incluso el más sabio y honesto, el que debe decidir.[8]
El tratamiento penitenciario no ofrece resultados que puedan justificarlo, aunque sea desde una concepción utilitaria: las personas vuelven a cometer delitos, o no, por múltiples razones, pero no existe estadística alguna que brinde certeza acerca de la efectividad de los programas aplicados en las cárceles bajo el título general de “tratamiento”.
Analizando la situación en España, Rivera Beiras cita a Bergalli, cuando afirma que:
... no puede dejar de mencionarse, cuando se habla de 'derechos' de los internos, en virtud de qué principio se legitima un cuadro de intervenciones destinado a obtener una mera adhesión de conducta por la vía de un sistema de '‘premios'’ a la fidelidad de la autoridad institucional o de quien la representa. Esos premios, que se otorgan sobre una base legal, responden sin embargo a unas técnicas psicológicas de puros reflejos provocados que, obviamente, poseen un efecto limitado en el tiempo y se orientan a obtener un resultado inmediato, condicionado a una meta prefijada. La crítica general dirigida al conductismo o comportamentismo o behaviourismo (…) en las versiones que descienden de la reflexología de Pawlow y se continúan a lo largo de los enfoques de Watson, Skinner o Jones, se hace todavía más aguda cuando se trata de analizar las consecuencias de toda terapia comportamental aplicada en ámbitos cerrados (…) De todo esto debe extraerse, como conclusión, lo efímero de tales técnicas, aplicadas en un régimen de secuestro institucional y que tienden a obtener una conformidad relativa. ¿Es posible, entonces, creer que el máximo objetivo de resocialización previsto por la Constitución española para las penas privativas de libertad puede alcanzarse desde semejantes técnicas de sumisión? [9]
En consecuencia, podemos definir al “tratamiento”, como la sumatoria de intervenciones que se producen sobre una persona desde que por orden de un juez ingresa a un establecimiento penitenciario.
Tanto para los condenados como para los procesados, podría seguir definiéndose lo que se entiende por tratamiento con las palabras usadas, cincuenta años atrás, por García Basalo:
Es la aplicación intencionada a cada caso particular de aquellas influencias peculiares, específicas, reunidas en una institución determinada para remover, anular o neutralizar los factores relevantes de la inadaptación social del delincuente.[10] (El resaltado me pertenece)
Cuestionar esta idea de tratamiento –que atraviesa todas las instituciones penitenciarias y de encierro en general- parte de sostener una posición crítica a la concepción de que los/as delincuentes son sujetos que están enfermos, deficientes, torcidos, o rotos, y por lo tanto, a los que es preciso RE-hacer/formar/habilitar/educar/socializar. Una posición respetuosa de la dignidad de las personas privadas de libertad prefiere hablar de “trato humano”, en vez de “tratamiento”, y de la obligación del Estado de ofrecer un menú de ofertas, de recursos públicos (al igual que debe de cumplir esa obligación con los ciudadanos que no están presos) para que sea posible que se haga efectivo el ejercicio de derechos de las personas privadas de libertad: derecho al trabajo, derecho a la educación, derecho a la salud, derecho a la vinculación familiar, derecho de comunicación. Entonces, aprender un oficio no será condición para ganar un punto en las calificaciones, sino un derecho. Estudiar una carrera, o terminar el secundario, lo mismo: no un “objetivo” que se cumple porque de esa manera se obtienen puntos que sirven para conseguir una visita, una salida, o un mejor pabellón donde vivir, sino el ejercicio del derecho a la educación. Ya no se habla de “resocializar”, sino de la posibilidad de que la persona privada de libertad regrese a su casa o a la comunidad, con un nivel de vulnerabilidad menor que el que tenía al ingresar a la cárcel, lo que obviamente puede facilitar su reingreso a la sociedad, una vez que salga del encierro. La diferencia sustancial es entre considerarlo una obligación, o entenderlo como un derecho. Y si es un derecho, no ejercerlo, de ningún modo puede perjudicar al sujeto de derecho, es decir, la persona privada de libertad. Este principio ha sido recogido recientemente por las Normas Penitenciarias Mínimas de Europa comentadas por el experto español Borja Mapelli Caffarena, quien resume el abandono de la idea de resocialización y su cambio por el principio de reinserción, del siguiente modo:
El sistema penitenciario no puede pretender, ni es tampoco su misión, hacer buenos a los hombres, pero sí puede, en cambio, conocer cuáles son aquellas (sus) carencias y ofrecerle al condenado unos recursos y unos recursos de los que se pueda valer para superarlas. En cierta forma se propone que las terapias resocializadoras y la psicología sean desplazadas por la oferta de los servicios sociales y la sociología.[11]
No “tratamiento”, sino trato humano y oferta de posibilidades de desarrollo personal, familiar y comunitario. Ese parece ser un cambio posible, frente al evidente fracaso de las teorías “RE”, y un avance en el respeto a los derechos humanos de las personas privadas de libertad.

[1] Secretaría de Política Criminal, Penitenciaria y de Readaptación Social, Ley Nº 24.660: Ejecución de la Pena Privativa de la Libertad. Promulgada por Decreto Nº 752 del 8 de julio de 1996 (B.O. del 16 de julio de 1996) Mensaje del Presidente de la Nación, Dr. Carlos Saúl Menem al Honorable Congreso de la Nación, Ed. del Ministerio de Justicia de la Nación, 1999, pág. 10.
[2] Salt, Marcos, Comentarios a la nueva Ley de Ejecución de la Pena Privativa de la Libertad, en Jornadas sobre sistema penitenciario y derechos humanos, Editores del Puerto, Buenos Aires, 1997, pág. 233 y ss.
[3] Ferrajoli, Luigi, Derecho y Razón. Teoría del Garantismo Penal, Trotta, Madrid, 1998.
[4] Ver: Conclusiones VI Encuentro Nacional de Jueces de Ejecución Penal:
https://www.facebook.com/?tid=1880307399758&sk=messages#!/notes/jueces-de-ejecuci%C3%B3n-penal-de-la-argentina/conclusiones-del-vi-encuentro-de-jueces-de-ejecuci%C3%B3n-penal/10150181618500902
[5] Véase: Rivera Beiras, Iñaki: La cárcel y el sistema penal (en España y en Europa), en Cuadernos de Doctrina y Jurisprudencia Penal, Serie Criminología, Año III, Nº 3, Ad Hoc, Buenos Aires, 2004, al analizar el “escenario punitivo” caracterizado por el alargamiento de las condenas, las restricciones en el otorgamiento de los beneficios penitenciarios, y el aumento de la cantidad de presos en España, concluye que: “la prisión se convierte en la sanción penal por excelencia, se olvidan o marginan las medidas alternativas a la pena privativa de libertad, deviene evidente la necesidad de incrementar la inversión en construcción de nuevos y mayores centros penitenciarios, es fácilmente imaginable un escenario de crecimiento del encarcelamiento de determinadas franjas de la población: en la actualidad un 30% de los presos, ya son extranjeros extra-comunitarios, la finalidad de la pena se torna abiertamente neutralizadora, incapacitadora e inocuizadora, apostándose claramente por la prevención especial negativa en lugar de la positiva (única amparada por la Constitución)”
[6] Cfr. art. 13 del Código Penal Argentino.
[7] Decreto 396/99, “Reglamento de las Modalidades Básicas de la Ejecución”.
[8] Ferrajoli, op. cit., pág. 409.
[9] Bergalli, Roberto, “¡Esta es la cárcel que tenemos… (pero no queremos)! Introducción”. En Rivera Beiras, Iñaki: Cárcel y Derechos Humanos. Un enfoque relativo a la defensa de los derechos fundamentales de los reclusos, J. M. Bosch, Barcelona, 1992, págs. 7-21, citado en Rivera Beiras, “La cárcel y el sistema penal...”, op. cit.
[10] García Basalo, Juan Carlos, “En torno al concepto de régimen penitenciario”, en Revista de la Escuela de Estudios Penitenciarios”, Madrid, julio-agosto de 1955, año XI, Nº 117, pág. 28, citado en: Neuman, Elías, Evolución de la pena privativa de libertad y regímenes carcelarios, Pannedille, Buenos Aires, 1971, pág. 115.
[11] http://criminet.ugr.es/recpc/08/recpc08-r1.pdf