Por Mario Alberto Juliano
En el presente trabajo se pretende poner de relieve la trascendencia que el concepto de peligrosidad ha tenido en la aplicación del poder punitivo estatal, y específicamente como categoría jurídica omnipresente en los más variados institutos del derecho penal. Asimismo, la importancia que el fallo “Gramajo” ha revestido, no solo para obturar la aplicación de la accesoria de reclusión por tiempo indeterminado, sino también por la influencia que el mismo debería operar sobre otros institutos largamente cuestionados por un sector de la doctrina y la jurisprudencia (identificado con el apego a los derechos y garantías constitucionales y la plena vigencia del derecho internacional de los derechos humanos), pero que sin embargo dominan el escenario de la respuesta penal, como lo son la reincidencia y la prisión preventiva
Sumario: 1. Consideraciones preliminares sobre la peligrosidad. 2. Las respuestas del derecho penal al peligro. 3. El ideal inocuizador. 4 El tratamiento de la peligrosidad por la doctrina nacional. 5. El caso “Gramajo”. 6. La sentencia de la Corte. 7. El tratamiento de la peligrosidad por la Corte. 8. La peligrosidad en el sistema interamericano de derechos humanos. 9. Consecuencias de “Gramajo” sobre el instituto de la reincidencia. 10. Consecuencias de “Gramajo” sobre los institutos de la prisión preventiva, la excarcelación, la morigeración del encierro cautelar y las libertades anticipadas. 11. Conclusiones. BIBLIOGRAFÍA UTILIZADA
1. CONSIDERACIONES PRELIMINARES SOBRE LA PELIGROSIDAD
La peligrosidad es un concepto que ha atravesado transversalmente al derecho penal desde sus mismos orígenes, ya que lo peligroso se conecta con los sentimientos más atávicos y menos dominables de las personas: el miedo y el temor a lo desconocido.
Las respuestas frente al peligro fueron variando con el correr de los tiempos: desde las reacciones más bárbaras y violentas, a otras más elaboradas y sutiles. Esto es, desde la reacción física y armada, hacia otras formas de resguardo más sofisticados, como el amurallamiento de las ciudades y posteriormente la fortificación individual dentro de las mismas ciudades.
También fueron cambiando los objetos identificables con el peligro: desde formas monstruosas que emergían de los mares o de la oscuridad, enfermedades que diezmaban a las poblaciones originales, plagas que arrasaban las pocas riquezas que se generaban por aquellos entonces y catástrofes naturales, pasando por entes esotéricos como brujas, hechiceros y demonios, hasta llegar a los modernos peligrosos, identificados con determinadas categorías sociales que van variando con el transcurso de los tiempos, pero que generalmente se caracterizan por no compartir —al menos en apariencia— rasgos comunes de las sociedades en las cuales se insertan: mendigos, vagos, prostitutas, homosexuales, locos, pordioseros, jóvenes excluidos, etcétera.
El peligro y los peligrosos dan paso a una sensación más o menos real de inseguridad que contemporáneamente ha desembocado en la comúnmente conocida “sociedad del riesgo”, esto es, un medio donde los peligros acechan constantemente y donde se van elaborando nuevas respuestas para suprimirlo o, al menos, minimizarlo.
Sin embargo, en forma paradojal, no podemos dejar de apuntar que los principales riesgos han sido generados por el hombre en su lucha por limitar y disminuir los peligros, como por ejemplo lo es la ambición de controlar la naturaleza, provocando devastadoras consecuencias derivadas de un industrialismo descontrolado que, entre otras cosas, ha mutado el ecosistema de nuestro planeta, poniendo en serio riesgo el futuro mismo de la especie y su hábitat.
La sensación de inseguridad, más o menos justificada, trae aparejada como consecuencia la necesidad de la defensa de la sociedad, que busca atribuir responsabilidades de carácter individual por los riesgos que afrontamos, tendencia expansiva y totalitaria que pone en crisis a la misma sociedad democrática, según sea la forma escogida para afrontar esta problemática.
2. LAS RESPUESTAS DEL DERECHO PENAL AL PELIGRO
La respuesta que se encuentra más a mano y es más económica para afrontar las consecuencias derivadas de la sociedad del riesgo y la inseguridad, es el derecho penal.
Con el propósito de afrontar los modernos peligros que nos propone la vida en sociedad se crean nuevos tipos penales y se incrementan las sanciones. Además, el derecho penal se va convirtiendo cada vez más en preventivista, abandonando las tradicionales concepciones que solamente justificaban su intervención ante la lesión concreta y efectiva de un bien jurídico o, al menos, su real y efectiva puesta en peligro. De la mano del preventivismo se produce el adelantamiento de la línea punitiva, admitiendo la criminalización de estados predelictuales, los cuales la ley presume, sin posibilidad de contraprueba, como peligrosos.
Otra de las respuestas a los peligros generados por los peligrosos, también desde el derecho penal, pero en forma más específica y direccionada, lo son las medidas de seguridad.
Las medidas de seguridad nacen, tal como hoy las conocemos, a fines del siglo XIX de la mano del positivismo criminológico imperante y como una respuesta a las insuficiencias del derecho penal liberal y clásico frente a los delincuentes peligrosos, pero también como consecuencia del desarrollo del propio positivismo, el cual suponía catalogar los comportamientos humanos bajo pautas supuestamente científicas. Es así que desde las dudosas conclusiones organicistas y naturalistas de Rafael Garófalo[1], Cesare Lombroso[2] y Enrico Ferri[3], se acuñan categorías como las del delincuente habitual y el delincuente peligroso.
Puede afirmarse que las medidas de seguridad miran más a los sujetos que al delito, a los autores que a los hechos, revelando una fuerte primacía del derecho penal de autor por encima del derecho penal de acto. Así, las medidas de seguridad, a diferencia de las penas, que deben responder a los principios de culpabilidad, lesividad y proporcionalidad, son aplicadas con el propósito exclusivo de prevención social y reacción frente a la peligrosidad, tratando de prevenir la ocurrencia de hechos futuros.
En nuestro orden jurídico las medidas de seguridad se encuentran habilitadas a partir del artículo 34.1 del Código Penal, el cual autoriza ordenar la reclusión del agente en caso de enajenación y hasta que desaparezca el peligro para sí o para terceros:
En caso de enajenación, el tribunal podrá ordenar la reclusión del agente en un manicomio, del que no saldrá sino por resolución judicial, con audiencia del ministerio público y previo dictamen de peritos que declaren desaparecido el peligro de que el enfermo se dañe a sí mismo o a los demás.
En los demás casos en que se absolviere a un procesado por las causales del presente inciso, el tribunal ordenará la reclusión del mismo en un establecimiento adecuado hasta que se comprobare la desaparición de las condiciones que le hicieren peligroso.
En ambos casos puede advertirse que la ley recurre a una peligrosidad presunta, basada en la sola circunstancia de tratarse de un enajenado, con el agravante que en el primero de los casos la medida es adoptada sin juicio previo, es decir, sin darle la posibilidad al afectado que un tercero, en su representación, pueda defender sus derechos.
De todas maneras la ciencia médica ha cuestionado seriamente el concepto que asimila en forma mecánica locura con peligrosidad, identificándolo mucho más con la aprehensión que los normales tienen hacia los diferentes, que no se adaptan completamente a determinados comportamientos sociales.
Uno de los principales cuestionamientos que se dirigen a las medidas de seguridad desde el pensamiento ilustrado es la ilimitada duración de las mismas, hasta que desaparezca la peligrosidad del agente para sí o para terceros. Evidentemente, si por un lado predicamos que el juicio de peligrosidad es absolutamente incierto y probabilístico, las mismas características tendrá el juicio acerca de la desaparición de la peligrosidad, ya que nadie se encuentra científicamente en condiciones de afirmar que en un futuro un individuo no volverá a delinquir, de tal manera que, como en los hechos sucede, la desaparición de la peligrosidad suele ser coincidente con la muerte del presunto peligroso.
Es en estos términos que las medidas de seguridad pueden ser calificadas como verdaderas y potenciales penas perpetuas, a las cuales se suma el agravante que son adoptadas sobre personas carentes de culpabilidad o de posibilidades de motivarse en el orden jurídico.
Ziffer define a la peligrosidad como la posibilidad de que, como consecuencia de un cierto estado del autor, sean de esperar de él hechos antijurídicos relevantes, que sean nocivos para la generalidad[4], mientras que Soler se refiere a ella como una ficción[5], un concepto abstracto falsamente traído al campo de la jurisprudencia[6] y como una doctrina que cada día aparece más espinosa[7].
La doctrina ha clasificado a la peligrosidad como:
predelictual: que prescinde de la previa comisión de un delito, es decir que puede presentarse en una persona que aún no cometió un delito,
posdelictual: requiere la comisión anterior de un delito, o sea, es la posibilidad de delinquir en el futuro que presenta una persona que ya ha cometido un delito,
social: es la cualidad que ha de tener una persona por la que se aprecia la probabilidad de que cometa una acción dañosa, y
criminal: es una especie de la peligrosidad social y se presenta cuando la acción dañosa es constitutiva de delito
En la praxis cotidiana la existencia de peligrosidad se elabora sobre la base de un pronóstico anticipado de la vida del individuo en el futuro, para lo cual se toma en consideración la personalidad del individuo, mediante el empleo de métodos psicológicos, tests, entrevistas personales, el género de vida de la persona, su constitución psíquica y el ambiente en que vive.
Sin embargo, la implementación de estos mecanismos suele ser lenta y costosa, razón por la cual existe una tendencia a recurrir a datos objetivos y previamente tasados, como lo son el número de delitos cometidos, la naturaleza y gravedad de los mismos, etcétera.
El estado de derecho procura poner límites a las distintas expresiones del poder punitivo en general, y en el caso de las medidas de seguridad en particular, se predica la necesidad que se concilien con los principios de legalidad (que sean impuestas al cabo de un juicio previo por la comisión de un delito) y proporcionalidad (que no se extiendan más allá de la pena prevista para el delito imputado).
La determinación de la peligrosidad, es decir, la probabilidad que un individuo cometa un delito en el futuro, es algo totalmente incierto y probabilístico, sometido a la mera intuición, lo cual ha llevado a Exner a afirmar que: “el concepto de peligrosidad es un concepto peligroso”[8].
En este terreno de incertidumbres, se advierte una concreta tendencia a la estereotipación de la peligrosidad, la que en términos generales coincide con los estratos más vulnerables de la sociedad, lo cual convierte al pronóstico de peligrosidad en un juicio clasista y acientífico.
Irigoyen Testa sostiene:
Debe reconocerse que la prueba de la peligrosidad criminal de un sujeto como garantía frente al Estado sólo queda en buenas intenciones y el problema de fondo es la misma noción de peligrosidad. El estado peligroso del sujeto, en definitiva, es el padecer la enfermedad mental. Su determinación judicial en última instancia depende del sentido común del juez, quien en cuanto operador jurídico del sistema, está imbuido de la ideología dominante que justifica la imposición de este tipo de medidas. Ante lo cual, se desvanece en la práctica la diferencia entre peligrosidad presunta y peligrosidad comprobada, que se torna en un mero sofisma de distracción[9]
3. EL IDEAL INOCUIZADOR
La inocuización o incapacitación tiene por objetivo mantener a algunos delincuentes alejados de la sociedad por tiempo indeterminado o en forma perpetua, para que determinados delitos no vuelvan a ocurrir. El fundamento de la sanción penal inocuizadora es la peligrosidad del sujeto, siendo que en consecuencia la culpabilidad pasa a un segundo plano y surge el concepto de delincuente peligroso.
A diferencia de las medidas de seguridad, la inocuización o incapacitación es aplicable a delincuentes imputables considerados peligrosos, que otrora eran caracterizados como delincuentes habituales, caracterizados por la comisión de delitos graves y/o múltiples.
A zaga de ejemplo, en la Alemania nacionalsocialista se promulgó una ley sobre el delincuente habitual peligroso, por la cual se disponía que una vez cumplida la pena se podía mantener al delincuente internado en un centro de trabajo por tiempo indeterminado, hasta que a criterio de las autoridades administrativas hubiera desaparecido la peligrosidad.
La idea de la inocuización quedó abandonada a mediados de los años ’50, sin embargo siguió teniendo plena vigencia en los EE.UU., donde recientemente recobra pleno vigor con la teoría del tree strike and out.
La idea de la inocuización fue postulada por primera vez por Franz von Liszt en su Programa de la Universidad de Marburgo de 1882[10], donde asignaba tres funciones para la pena de prisión:
· Corrección del delincuente capaz de corregirse y necesitado de corrección
· Intimidación del delincuente que no requiere corrección
· Inocuización del delincuente que carece de capacidad de corrección
Para Liszt, dentro de esta última categoría entraban los delincuentes calificados como incorregibles, que para él eran los mendigos y vagabundos, los alcohólicos, las personas de ambos sexos que ejercen la prostitución, los timadores y las personas del submundo, los degenerados espirituales y corporales.
Corrección, intimidación, neutralización: estos son, pues, los inmediatos efectos de la pena, los móviles que subyacen en ella y mediante los cuales protege los bienes jurídicos... La sociedad debe protegerse de los irrecuperables, y como no podemos decapitar ni ahorcar, y como no nos es dado deportar, no nos queda otra cosa que la privación de libertad de por vida (en su caso por tiempo indeterminado)[11]
En nuestro país el ideal inocuizador se expresó fundamentalmente en el artículo 52 del Código Penal, el cual contempla la accesoria de reclusión por tiempo indeterminado, el cual reza:
Se impondrá reclusión por tiempo indeterminado, como accesoria de la última condena, cuando la reincidencia fuere múltiple en forma tal que mediaren las siguientes penas anteriores:
1. Cuatro penas privativas de la libertad, siendo una de ellas mayor de tres años.
2. Cinco penas privativas de la libertad, de tres años o menores.
Los tribunales podrán, por única vez, dejar en suspenso la aplicación de esta medida accesoria, fundando expresamente su decisión en la forma prevista en el artículo 26.
Dos de los grandes emergentes de las políticas inocuizadoras o neutralizantes son los ofensores sexuales y los reincidentes.
Relacionado con los primeros de ellos, además de la gravedad de las penas que normalmente se les imponen, periódicamente se impulsan movimientos tenientes a evitar que los mismos puedan gozar de ciertos “beneficios” (así denominados en un empleo terminológico minorante, ya que en realidad se tratan de verdaderos derechos de los cuales son acreedores aquellos individuos que se encuentren en condiciones de acceder a los mismos), como lo son las libertades anticipadas, salidas especiales y otras alternativas morigeradoras de la prisión, además de impulsarse seguimientos que continúan una vez cumplida la totalidad de la pena, publicación de sus nombres en medios periodísticos, señalamientos barriales y la misma castración.
Los reincidentes son presumidos especialmente peligrosos por la sola reiteración delictiva, y es por ello que se agrava notoriamente el monto de la pena a imponer, como la forma de su cumplimiento específico, radiándolos de alternativas a la privación de la libertad.
Contemporáneamente, el ideal inocuizador se expresa en lo que Günter Jakobs definiese como “derecho penal del enemigo”[12], consistente en un derecho penal con menos cantidad de garantías realizadoras y más gravemente aflictivo que el derecho penal tradicional, el cual es reservado para ciertos sectores abiertamente enfrentados con el orden social establecido[13], y principalmente con aquellas agrupaciones definidas como terroristas.
Tal el caso de España, que en el año 2003 sanciona las leyes 7 y 15, las cuales contemplan penas de hasta 40 años de prisión efectiva para aquellas personas que realicen actividades definidas como terroristas.
Nuestro derecho penal ha experimentado parecido desarrollo con determinadas categorías de personas que reputa especialmente peligrosas, a quienes les declara en forma abierta su enemistad. En tal sentido, la ley 25.892 modificó el artículo 13 del Código Penal, disponiendo que los condenados a prisión o reclusión perpetua recién podrán aspirar a la libertad condicional cuando hubiesen transcurrido 35 años, a diferencia del texto original, que preveía 20 años, y la ley 25.928 que admite que en caso de concurso real o material de delitos se puedan imponer penas de hasta 50 años de prisión.
4. EL TRATAMIENTO DE LA PELIGROSIDAD POR LA DOCTRINA NACIONAL
Nuestro país, tal como se reseña, no permaneció ajeno a esta verdadera disputa ideológica desarrollada en torno a la peligrosidad y su tratamiento. Para reflejar esta controversia hemos elegido presentar, de modo sumario, las ideas de dos de los principales referentes de la corriente peligrosista y la que se le oponía, en defensa de un derecho penal de acto, compatible con el programa constitucional: José Ingenieros y Sebastián Soler.
El pensamiento de José Ingenieros nos da la pauta de la dimensión del problema y de las tensiones vividas a la hora de configurar los perfiles del derecho penal contemporáneo:
La fórmula del derecho penal en formación... es sencilla: asegurar la máxima defensa contra los individuos peligrosos, permitiendo la máxima rehabilitación de los readaptables a la vida social[14].
Ingenieros se encendía en la defensa de sus postulados, presentando a los peligrosos en los siguientes términos:
Todas las formas corrosivas de la degeneración desfilan en su caleidoscopio, como si al conjuro de un malenco exorcismo se convirtieran en pavorosa realidad los sórdidos ciclos de un infierno dantesco: parásitos de la escoria social, fronterizos de la infamia, comensales del vicio y de la deshonra, tristes que se mueven acicalados por sentimientos anormales, espíritus que sobrellevan la fatalidad de herencias enfermizas y sufren la carcoma inexorable de las miserias ambientes. Irreductibles e indomesticables, aceptan como un duelo permanente la vida en sociedad. Pasan por nuestro lado impertérritos y sombríos, llevando sobre la frente fugitiva el estigma de su destino voluntario y en los mudos labios la mueca oblicua del que escruta a sus semejantes con ojo enemigo... La ciénaga en que chapalean su conducta asfixia los gérmenes posibles de todo sentido moral, desarticulando las últimas anastomosis que los vinculan al solidario consorcio de los honestos[15].
A su vez, resolvía de un modo muy sencillo la posibilidad de recluir a individuos que en realidad no fuesen peligrosos, en los términos que se presentaban:
El peligro no sería grande si la policía o los jueces, en todos los casos, establecieran la reclusión obligatoria de los delincuentes reconocidos alienados, en secciones especiales de los asilos. Se pecaría por exceso de celo, recluyendo por temibles a enfermos que ya no lo fueran (como actualmente sucede), sin más inconvenientes que complicar el régimen interno de los servicios especiales para “alienados delincuentes” y dificultar su asistencia racional[16].
Voz a la que, desde la medicina se sumaba la de quien por aquellos entonces era reputado como uno de los médicos criminalistas más prestigiosos y que aún hoy es fuente de consulta para la doctrina y la jurisprudencia: Nerio Rojas. El mismo se refería a la peligrosidad en los siguientes términos:
Si la sociedad tiene derecho a defenderse contra el delincuente, ningún criterio mejor que guiarse por el grado de peligrosidad de éste, ver su estado peligroso, para fijar de acuerdo con él la medida y la clase de sanción penal. Y siendo ello exacto, también lo es en su consecuencia necesaria: la sociedad tiene igualmente el derecho de defenderse contra quien, sin haber delinquido todavía, es peligroso por su constitución psíquica, por sus hábitos irregulares, etc. Aquello es el estado peligroso de los delincuentes; esto es el estado peligroso sin delito. En ambos casos la legislación debe establecer penas o sanciones especiales o medidas de seguridad[17]
Probablemente, sea a Sebastián Soler a quien debamos que las corrientes peligrosistas no hayan logrado anidar en la legislación doméstica en la medida en que lo hubieran pretendido. En 1929 escribe un trabajo en el que aborda exclusivamente el análisis de la peligrosidad, dedicado a don Luis Jiménez de Asúa (a pesar que por aquellos entonces adhería al peligrosismo), y con un lenguaje poco usual para la época, caracterizado por la precisión técnica, el rigor científico y por estar desprovisto de consideraciones vagas y subjetivas, plagadas de la moralina a la cual se presta el tratamiento del tema, anatematizó el concepto con tanta potencia que dejó sin respuestas a sus defensores.
Soler sostenía como tesis que:
El criterio de la peligrosidad es fundamentalmente un medio técnico-jurídico aún imperfecto, una mala ficción jurídica que envuelve el concepto de delincuencia posible, no deducido del análisis objetivo e inductivo del sujeto, análisis imposible, dado el estado actual de las ciencias auxiliares del derecho penal, sino aplicado al individuo por vía abstracta, teórica y deductiva, para justificar, también teóricamente, la medida de seguridad[18].
Pero no solo ello. Llegado el momento de desnudar sus falacias sostenía:
La introducción del principio de la peligrosidad en la ley se dificulta, entre las demás razones de que nos hacemos cargo, por su resistencia a la disciplina técnica que el derecho impone a sus más fecundos principios[19].
Soler termina su trabajo con una aleccionadora conclusión, de vigente actualidad para nuestros días:
De acuerdo a esa doctrina los sujetos de mal vivir deberían ser seleccionados, separando los peligrosos. Nosotros, en cambio, sin necesidad de recurrir a esa falsa construcción jurídica, propugnamos un medio directo y general de intervención, basado en principios inmediatos de carácter ético, económico y político[20].
5. EL CASO “GRAMAJO”
La renovación en la integración de la Corte Suprema de Justicia de la Nación operada a partir de 2003, con la llegada al último tribunal de la República de juristas de reconocida trayectoria académica y personal, sumado al pluralismo ideológico de la actual composición, ha supuesto un incuestionable mejoramiento en la calidad de nuestras instituciones.
Esta calidad institucional se evidencia en numerosos pronunciamientos jurisdiccionales en temas álgidos, largamente debatidos por la doctrina y postergados a través de los tiempos en su definición, los que finalmente van teniendo una respuesta compatible con el programa constitucional, lo cual supone colocar al hombre (genéricamente hablando) y su dignidad individual por encima de todas las contingencias (concepción antropocéntrica del mundo), a la par de apostrofar la prevalencia de las libertades por sobre otros valores y el irrestricto respeto al derecho internacional de los derechos humanos y su recepción interna.
El fenómeno a que hacemos alusión se ve claramente exteriorizado en la resolución del caso “GRAMAJO, Marcelo Eduardo s. Robo en grado de tentativa” (causa 1573C del 5 de septiembre de 2006)[21] que nos proponemos comentar, el que por su ilustración y compatibilidad con los estándares antes señalados, merece ser catalogado como un fallo “luminoso”, que nos remite a las mejores tradiciones de la Corte federal y lo que es dable esperar de una organismo de esa jerarquía.
Siguiendo la reseña que hace el propio fallo, resulta que Marcelo Eduardo Gramajo había sido condenado por el Tribunal Oral en lo Criminal Nº 9 a la pena de dos años de prisión por considerarlo autor del delito de robo en grado de tentativa, declarándolo reincidente, como asimismo declaró la inconstitucionalidad del artículo 52 del Código Penal, sobre cuya base el fiscal de juicio había solicitado que se aplicara al penado la accesoria de reclusión por tiempo indeterminado.
El representante del Ministerio Público interpuso, contra esta decisión, recurso de inconstitucionalidad ante la Cámara Nacional de Casación Penal, en el que sostuvo que la interpretación del artículo 52 efectuada por los integrantes del tribunal oral resultaba errónea, pues dicha norma no es contraria a la Constitución nacional, razón por la cual su aplicación al caso era válida y correspondía.
La Sala III de la Cámara Nacional de Casación Penal, hizo lugar al recurso fiscal, casó la sentencia en cuestión, resolvió declarar la constitucionalidad del artículo 52 del Código Penal, remitiéndose a los fundamentos que la Corte hiciera propios en el precedente "Sosa"[22] y le impuso a Gramajo la reclusión accesoria por tiempo indeterminado, dejando en consecuencia sin efecto el pronunciamiento apelado en lo que respecta a este punto.
El Tribunal casatorio sostuvo que la medida de seguridad debe diferenciarse de la pena, puesto que la primera significa conceptualmente un castigo por el delito cometido, mientras que la segunda es:
...una consecuencia jurídica preventivo-especial frente a la peligrosidad manifestada por el sujeto en la comisión de aquél, aún cuando para quien la sufre pueda tener un componente aflictivo...
Por estos motivos, consideró que la accesoria de reclusión por tiempo indeterminado contenida en el artículo 52 del Código Penal es una medida de seguridad y no una pena. Agregó que:
...la reclusión es una medida de seguridad que se impone en defensa de la sociedad a los delincuentes considerados incorregibles y el Código adopta como índice de esa incorregibilidad el número y gravedad de las anteriores...
En función de ello, concluyó que:
En el marco de estos criterios no parece admisible afirmar que la reclusión por tiempo indeterminado desconozca los postulados del principio de culpabilidad, al pasar de un derecho penal de culpabilidad por el hecho a un derecho penal que juzga la conducta de la persona en su vida
Para descartar finalmente su inconstitucionalidad, al afirmar que:
...de ello debe seguirse que no resultan plenamente trasladables a las medidas de seguridad los principios y criterios que rigen la aplicación de las penas, afirmación que permite salvaguardar la validez constitucional de la norma cuestionada...
Contra este pronunciamiento la defensa de Gramajo dedujo recurso extraordinario, donde sostuvo que la accesoria de reclusión por tiempo indeterminado que prescribe el artículo 52 del Código Penal contradice los principios de legalidad, culpabilidad y prohibición de la persecución penal múltiple, consagrados en los artículos 18 y 19 de la Constitución nacional, toda vez que conceptualmente su naturaleza jurídica es la de una pena accesoria, y no la de una medida de seguridad, expresando que:
...la reclusión por tiempo indeterminado no puede sino encuadrarse en la categoría que abarca a las penas de encierro. Y ello no sólo porque comparten la común naturaleza sino también porque el instituto cuya inconstitucionalidad fue censurada importa una privación de libertad más severa y gravosa que cualquier otra sanción restrictiva de la libertad. Afirmar que la reclusión por tiempo indeterminado carece de naturaleza penal importa un apartamiento palmario de la garantía constitucional a ser juzgado y recibir castigo por un hecho previamente declarado ilegítimo por la norma que habilita la sanción que se imponga...
6. LA SENTENCIA DE LA CORTE
La Corte comienza por definir con completa claridad conceptual que la “accesoria de reclusión por tiempo indeterminado” del artículo 52 C.P. se trata de una verdadera pena, y no de una medida de seguridad, como tradicionalmente se la pretendió encubrir.
12) Que en síntesis, la pena de reclusión por tiempo indeterminado es una pena de reclusión que, en lugar de ser por tiempo determinado, lo es por tiempo indeterminado, se ejecuta con régimen carcelario, no tiene un régimen de ejecución diferente al de la pena privativa de libertad ordinaria, el condenado goza de menos beneficios que el condenado a la pena ordinaria y se cumple fuera de la provincia del tribunal de condena. Cualquiera sea el nombre que le asigne la doctrina, la jurisprudencia o incluso el propio legislador, es obvio que algo que tiene todas las características de una pena, es una pena, conforme a la sana aplicación de principio de identidad, y no deja de serlo por estar específicamente prevista en forma más grave (indeterminada, cumplida fuera de la provincia respectiva y con menos beneficios ejecutivos).
Luego de realizar un versado repaso de los orígenes de la pena de reclusión, su posterior evolución y su recepción en nuestra legislación, la Corte formula una potente definición acerca de las características que deben tener las penas para contar con compatibilidad constitucional.
18) Que resulta por demás claro que la Constitución Nacional, principalmente en razón del principio de reserva y de la garantía de autonomía moral de la persona consagrados en el art. 19, no permite que se imponga una pena a ningún habitante en razón de lo que la persona es, sino únicamente como consecuencia de aquello que dicha persona haya cometido. De modo tal que el fundamento de la pena en ningún caso será su personalidad sino la conducta lesiva llevada a cabo. En un estado, que se proclama de derecho y tiene como premisa el principio republicano de gobierno, la constitución no puede admitir que el propio estado se arrogue la potestad —sobrehumana— de juzgar la existencia misma de la persona, su proyecto de vida y la realización del mismo, sin que importe a través de qué mecanismo pretenda hacerlo, sea por la vía del reproche de la culpabilidad o de la neutralización de la peligrosidad o, si se prefiere, mediante la pena o a través de una medida de seguridad.
7. EL TRATAMIENTO DE LA PELIGROSIDAD POR LA CORTE
En lo que centralmente interesa a este comentario —por las derivaciones que luego analizaremos— es trascendente tomar en consideración la conceptualización que la Corte formula en punto al tema de peligrosidad. En tal sentido señala:
22) Que la pretensión de que la pena del art. 52 no es tal, sino una medida de seguridad fundada en la peligrosidad del agente, no es admisible constitucionalmente: (a) en principio, no lo es porque la peligrosidad, considerada seriamente y con base científica, nunca puede ser base racional para la privación de la libertad por tiempo indeterminado; (b) tampoco lo es, porque la peligrosidad, tal como se la menciona corrientemente en el derecho penal, ni siquiera tiene esta base científica, o sea, que es un juicio subjetivo de valor de carácter arbitrario; (c) por último, no lo es, porque la pretendida presunción de peligrosidad confirma que en el fondo se trata de una declaración de enemistad que excluye a la persona de su condición de tal y de las garantías consiguientes.
A renglón seguido la Corte emprende una disección de la peligrosidad en el terreno empírico, con el evidente propósito de desmitificar conceptos arraigados en la cultura jurídica contemporánea, pero carentes de rigor científico y que en los hechos terminan por funcionar como meros prejuicios que tienen por finalidad perjudicar la situación de los individuos sometidos a proceso penal, particularmente cuando los mismos forman parte de los segmentos menos ventajosos de la sociedad.
23) Que la peligrosidad, referida a una persona, es un concepto basado en un cálculo de probabilidades acerca del futuro comportamiento de ésta. Dicho cálculo, para considerarse correctamente elaborado, debería basarse en datos estadísticos, o sea, en ley de grandes números. En dicho caso, la previsión, llevada a cabo con método científico, y con ligeros errores, resultaría verdadera: de un total de mil personas, por ejemplo, se observaría que, dadas ciertas circunstancias, un porcentaje —que designaremos arbitrariamente como la mitad para el ejemplo—, se comportaría de determinada manera, extremo que se habría verificado empíricamente. Pero este cálculo, que como se dijera sería válido desde el punto de vista científico, no permitiría establecer de manera específica cuáles, del grupo total, serían las quinientas personas que se comportarían de tal forma y cuáles las restantes quinientas que lo harían de otra. Las medidas penales, se las llame penas o como quiera denominarlas el legislador, la doctrina o la jurisprudencia, siempre se imponen a una persona y, por ende, frente a un caso individual. Nunca podría saberse por anticipado si con la reclusión habrá de evitarse o no un futuro delito, que a ese momento no sólo todavía no se habría ni siquiera tentado, sino que, tal vez nunca se llegaría a cometer. En este mismo sentido, la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en un fallo reciente afirmó que "La valoración de la peligrosidad del agente implica la apreciación del juzgador acerca de las probabilidades de que el imputado cometa hechos delictuosos en el futuro, es decir, agrega a la imputación por los hechos realizados, la previsión de hechos futuros que probablemente ocurrirán. Con esta base se despliega la función penal del Estado. En fin de cuentas, se sancionaría al individuo —con pena de muerte inclusive— no con apoyo en lo que ha hecho, sino en lo que es. Sobra ponderar las implicaciones, que son evidentes, de este retorno al pasado, absolutamente inaceptable desde la perspectiva de los derechos humanos. El pronóstico será efectuado, en el mejor de los casos, a partir del diagnóstico ofrecido por una pericia psicológica o psiquiátrica del imputado" (CIDH, Serie C Nº 126 caso Fermín Ramírez contra Guatemala, sentencia del 20 de junio de 2005). En consecuencia, no puede sostenerse seriamente que se autorice a un estado de derecho para que imponga penas o prive de libertad a una persona —con independencia del nomen juris que el legislador, la doctrina o la jurisprudencia eligiera darle al mecanismo utilizado para ello—, sobre la base de una mera probabilidad acerca de la ocurrencia de un hecho futuro y eventual.
24) Que no obstante, debe advertirse que lo anterior está dicho en el supuesto de que la valoración de la probabilidad se asentase en investigaciones de campo serias y científicas que, como es sabido, no existen. Cuando se maneja el concepto de peligrosidad en el derecho penal, se lo hace sin esa base, o sea, como juicio subjetivo de valor del juez o del doctrinario, con lo cual resulta un concepto vacío de contenido verificable, o sea, de seriedad científica. De este modo, resulta directamente un criterio arbitrario inverificable. En síntesis: la peligrosidad, tomada en serio como pronóstico de conducta, siempre es injusta o irracional en el caso concreto, precisamente por su naturaleza de probabilidad, pero cuando la peligrosidad ni siquiera tiene por base una investigación empírica, carece de cualquier contenido válido y pasa a ser un juicio arbitrario de valor, que es como se maneja en el derecho penal.
Finalmente —en este sumario repaso de uno de los más trascendentes fallos de la Corte actual— encontramos que con destacable valentía se ingresa en el tratamiento de otro de los temas relevantes a la hora de configurar el derecho penal moderno de las sociedades de riesgo, como lo son las presunciones iure et de iure establecidas por la ley con el evidente propósito de “cortar camino” en la proclamada batalla contra el delito.
26) Que para obviar la falta de fundamento científico verificable para justificar la medida, se acudió al argumento de una supuesta peligrosidad presunta. Se dice entonces que el legislador presume la peligrosidad de determinado individuo. Dicha afirmación carece de cualquier base científica por cuanto la peligrosidad es un concepto que reconoce una base incuestionablemente empírica. De prescindirse de ella, para reemplazarse por presunciones establecidas en la ley, podría decirse entonces que se invocaría la peligrosidad con prescindencia de si efectivamente existe o no en el caso concreto, en virtud de que una presunción en realidad significa tener por cierto aquello que en definitiva podría resultar falso. En suma, bajo tal premisa se impondría una privación de libertad prolongada a título penal, bajo la denominación de pena o cualquier otra que fuere, sobre la base de una presumida peligrosidad que en definitiva no podrá comprobarse si efectivamente existe. Del análisis precedente se desprende que no se trata de un verdadero juicio de peligrosidad respecto del agente, sino de una declaración acerca de que determinada persona es indeseable o directamente declarada fuera del derecho y, por tanto, privada de la dignidad de la pena, privada de todos los derechos que le asisten a los habitantes de la Nación y son garantizados por la Constitución Nacional, entre los que, por supuesto, cuentan el de legalidad de la pena, el de no ser sometida a penas crueles, el de no ser penado dos veces por el mismo hecho y, básicamente, el de ser considerada persona.
Por todos los argumentos precedentemente consignados, la Corte fulmina por inconstitucional al mentado artículo 52 del Código Penal en cuanto habilita la imposición de accesorias de reclusión por tiempo indeterminado.
8. LA PELIGROSIDAD EN EL SISTEMA INTERAMERICANO DE DERECHOS HUMANOS
Como expresamente lo consigna la Corte en su pronunciamiento, el mismo se referencia en precedentes cercanos de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, y más concretamente, en la sentencia recaída en el caso: “Fermín Ramírez vs. Guatemala” (sentencia del 20 de junio de 2005), donde —en lo que aquí interesa— se dijo:
93. Si la peligrosidad del agente trae consigo una consecuencia penal de tan grave naturaleza, como ocurre en la hipótesis de Asesinato, conforme a la ley guatemalteca, las circunstancias personales del agente deberían formar parte de la acusación, quedar demostradas durante el juicio y ser analizadas en la sentencia. Sin embargo, las circunstancias que demostrarían la peligrosidad del señor Fermín Ramírez no fueron objeto de la acusación formulada por el Ministerio Público. Esto llevó a la Comisión Interamericana a considerar que el Tribunal de Sentencia incurrió en otra incongruencia por haberlas dado por demostradas, sin que figurasen en la acusación, lo cual significaría una violación al artículo 8 de la Convención (supra párrs. 55.h) a 55.n), 81 y 89).
94. En concepto de esta Corte, el problema que plantea la invocación de la peligrosidad no sólo puede ser analizado a la luz de las garantías del debido proceso, dentro del artículo 8 de la Convención. Esa invocación tiene mayor alcance y gravedad. En efecto, constituye claramente una expresión del ejercicio del ius puniendi estatal sobre la base de las características personales del agente y no del hecho cometido, es decir, sustituye el Derecho Penal de acto o de hecho, propio del sistema penal de una sociedad democrática, por el Derecho Penal de autor, que abre la puerta al autoritarismo precisamente en una materia en la que se hallan en juego los bienes jurídicos de mayor jerarquía.
96. En consecuencia, la introducción en el texto penal de la peligrosidad del agente como criterio para la calificación típica de los hechos y la aplicación de ciertas sanciones, es incompatible con el principio de legalidad criminal y, por ende, contrario a la Convención.
97. El artículo 2 de la Convención señala el deber que tienen los Estados Parte en la Convención de adecuar su legislación interna a las obligaciones derivadas de la Convención. En este sentido, la Corte ha señalado que:
[s]i los Estados tienen, de acuerdo con el artículo 2 de la Convención Americana, la obligación positiva de adoptar las medidas legislativas que fueren necesarias para garantizar el ejercicio de los derechos reconocidos por la Convención, con mayor razón están en la obligación de no expedir leyes que desconozcan esos derechos u obstaculicen su ejercicio, y la de suprimir o modificar las que tengan estos últimos alcances. De lo contrario, incurren en violación del artículo 2 de la Convención.
98. Por todo lo anterior, la Corte considera que el Estado ha violado el artículo 9 de la Convención, en relación con el artículo 2 de la misma, por haber mantenido vigente la parte del artículo 132 del Código Penal que se refiere a la peligrosidad del agente, una vez ratificada la Convención por parte de Guatemala.
No puedo dejar de señalar en este tramo que la recepción de la jurisprudencia del sistema interamericano de derechos humanos en el orden interno constituye una práctica que debe ser destacada y promovida, en la medida que contribuye al afianzamiento de estándares regionales que consolidan progresos notorios en materia de garantías y los hacen menos permeables a las contingencias políticas internas.
En esta misma sintonía se encuentra el Informe 35/07 dado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos el 1 de mayo de 2007 en el caso 12.553 caratulado: “Jorge, José y Dante Peirano Basso vs. República Oriental del Uruguay”, donde relativo al tema de la peligrosidad se dijo:
84. Como se ha dicho, esta limitación al derecho a la libertad personal, como toda restricción, debe ser interpretada siempre en favor de la vigencia del derecho; en virtud del principio pro homine. Por ello, se deben desechar todos los demás esfuerzos por fundamentar la prisión durante el proceso basados, por ejemplo, en fines preventivos como la peligrosidad del imputado, la posibilidad de que cometa delitos en el futuro o la repercusión social del hecho, no sólo por el principio enunciado sino, también, porque se apoyan en criterios de derecho penal material, no procesal, propios de la respuesta punitiva. Esos son criterios basados en la evaluación del hecho pasado, que no responden a la finalidad de toda medida cautelar por medio de la cual se intenta prever o evitar hechos que hacen, exclusivamente, a cuestiones procesales del objeto de la investigación y se viola, así el principio de inocencia. Este principio impide aplicar una consecuencia de carácter sancionador a personas que aún no han sido declaradas culpables en el marco de una investigación penal.
Es decir, una clara corriente del derecho internacional de los derechos humanos, del cual nuestro país es tributario desde el momento en que suscribió y constitucionalizó los tratados que lo consagran, tendiente a la neutralización del concepto de peligrosidad como categoría jurídica empleada como herramienta destinada al control social de determinados sectores supuestamente enemistados con el resto de la comunidad.
9. CONSECUENCIAS DE “GRAMAJO” SOBRE EL INSTITUTO DE LA REINCIDENCIA.
Así como con en el fallo que se comenta la CSJN ha firmado el certificado de defunción de la pena (ahora sí, “pena”) accesoria de reclusión por tiempo indeterminado prevista por el artículo 52 del Código Penal, del mismo modo ha colocado a “plazo fijo”, al menos en forma implícita, la vigencia y continuidad del instituto de la reincidencia, previsto por el artículo 50 del Código Penal y cuyas principales consecuencias se explicitan en el artículo 14 de dicho texto.
Una afirmación de esta índole (que la continuidad de la reincidencia se encuentra a plazo fijo) no me parece antojadiza ni temeraria, al menos si tomamos en consideración los siguientes factores:
a) que el instituto de la reincidencia es “primo hermano” de la pena accesoria de reclusión por tiempo indeterminado ya que ambos institutos se encuentran legislados en el mismo Título VIII del Libro Primero del Código Penal, el que justamente se denomina “Reincidencia” y en cuyos cuatro artículos (50 a 53, inclusive) se regulan todos los supuestos incluidos en el título.
b) que ambos institutos (la reincidencia y la pena accesoria de reclusión por tiempo indeterminado) reconocen los mismos orígenes, esto es la supuesta mayor peligrosidad personal del autor exteriorizada en su repetición delictiva, concepto que —como se vio— ha sido vigorosamente anatematizado por la Corte.
c) que la peligrosidad del agente es el fundamento de la reincidencia lo ha admitido la propia CSJN en su anterior composición (16 de agosto de 1988), en causa “L`Eveque, Ramón R.”[23] cuando fijó la doctrina —aún hoy vigente— que sostiene que el motivo del agravamiento en la ejecución de la pena consiste en haber desatendido la advertencia formulada por el Estado al imponer la anterior condena, lo cual es demostrativo de su mayor peligrosidad.
d) que el cambio en la composición de la Corte registrado a partir de 2003, y particularmente la posición sustentada a este respecto por alguno de sus miembros, hacen pensar razonablemente en la posibilidad de un cambio de criterio en punto a la conceptualización de la reincidencia. En ese sentido, no podemos olvidar que Eugenio Raúl Zaffaroni, ha sostenido en fecha reciente y refiriéndose a la reincidencia que: “No cabe duda que esta institución no solo es incompatible con la Constitución, sino también con la civilización”[24], por lo que no es de pensar que al momento de pronunciarse sobre el particular vaya a opinar una cosa distinta a lo que escribió recientemente.
Para dimensionar debidamente —por si a alguien le quedaran dudas al respecto— de qué forma la reincidencia se vincula con el concepto de peligrosidad, no he encontrado mejor forma de mostrarlo que traer a colación el erudito repaso histórico que sobre el particular ha realizado el juez del Tribunal Oral Federal de Formosa, Rubén D. O. Quiñones en ocasión que declarara su inconstitucionalidad[25].
Dice Quiñones:
Este instituto registra antiguos precedentes, en el derecho romano se aplicaba para casos específicos, pero no constituía una causa general de agravación de las penas. Lo mismo sucedía en las sanciones aplicadas por el Bet Din y en el derecho español temprano.
En el mismo orden de ideas, señala Foucault que la reincidencia estaba considerada en las leyes del Ancien Régime y a título de ejemplo menciona la Ordenanza de 1589 según la cual “el malhechor que repite es un ser execrable, infame, eminentemente pernicioso para la cosa pública”. Pero con el Iluminismo, adquiere el rigor de verdad científica.
De la taxonomía de los delitos –simétrica de la de Linneo para las ciencias biológicas- se pasó a construir una individualización antropológica apuntando no al autor de un acto definido por la ley, sino al propio sujeto delincuente, a una voluntad determinada que manifiesta su índole intrínsecamente criminal. Según la ley de Floreal del año X a los reincidentes se les duplicaba la pena y debían ser marcados con la letra “R”. Era la expresión de una burguesía en ascenso que, a su modo, consideraba tempranamente que la historia había llegado a su fin. Como lo recuerda Carpentier, en el mismo mes y año se restableció la esclavitud en las colonias francesas en América. Añado que, en la misma fecha, se secularizó la enseñanza primaria y secundaria.
La misma pretensión puede advertirse en el “Plan de legislación criminal” (1777) de Marat. Luego de dedicar la Primera Parte a los principios fundamentales, en la segunda clasifica a los delitos en ocho clases. Pero respecto a cada tipo asigna consecuencias draconianas al “reincidente”. Sólo a título de ejemplo, propone reprimir la falsificación de moneda con una pena pecuniaria a favor del Estado, pero prevé que el reincidente sea condenado de por vida a trabajos públicos forzosos. Para el desacato propone pena temporal de prisión, pero para el reincidente exilio perpetuo.
Posteriormente, la máxima expresión iluminista es el Código Penal de 1810, que dedica el capítulo IV del libro primero a las «peines de la recidive», en cuyo artículo 56 se establece un detallado sistema de incremento de la segunda pena, en función a la primer condena, que incluye la marca, tal como es detallada en el artículo 20: con un hierro ardiente sobre el hombro derecho. En el artículo 57 se prevé que quien comete un crimen, luego de haber sido condenado por un delito, debe recibir el máximo de la pena previsto por la ley, el que puede ser elevado al doble.
En España, en la misma época, la pena de marca había sido limitada a los gitanos delincuentes, dato que denuncia un resabio racista, “Se les imponía en la espalda como medio de identificación, para que sirviese de prueba del primer delito en caso de reincidencia”.
Estas disposiciones revelan, según Foucault (op. cit.), que la criminalidad y no el crimen se torna en objeto de la intervención estatal, “el delincuente cae fuera del pacto, se descalifica como ciudadano, y surge llevando en sí como un fragmento salvaje de naturaleza; aparece como el malvado, el monstruo, el loco quizá, el enfermo y pronto el `anormal´”.
Y, en verdad, esto sucedió –a fines del siguiente siglo- con la irrupción de la Escuela Positiva del Derecho. Uno de los fundadores de esa corriente, Enrico Ferri desarrollaba estas ideas: “La antropología muestra, con los hechos, que el delincuente no es un hombre normal ; que al contrario, por las anormalidades orgánicas y psíquicas, hereditarias y adquiridas, constituye una clase especial, una variedad de la especie humana”.
Sobre el tema en examen, expresaba: “Así, como para la libertad provisional, encuentro aceptable el sistema actualmente empleado cuando se trata de delincuentes ocasionales o pasionales (…) al contrario me parece inaceptable en presencia de criminales natos o reincidentes, es decir de la delincuencia atávica”.
César Lombroso, por su parte, compara a los reincidentes con los dementes y con los salvajes, señalando que son refractarios a toda pauta moral. Luego de reseñar datos de estadística criminal, arriba a una conclusión sorprendentemente coincidente con la que acá se pretende exponer “No es, en efecto, el sistema penitenciario lo que previene las reincidencias; las prisiones son, al contrario, la causa principal”[1], bien que basada en razones diferentes: “Los reincidentes vuelven con alegría a la prisión como si fuera a su propia residencia”.
Por su parte, Gabriel Tarde afirmaba: “Los delincuentes habituales, bien que a menudo poco peligrosos, reclaman una represión severa. La pena debe crecer en proporción geométrica de acuerdo al número de reincidencias. Todo el mundo está de acuerdo en censurar la inutilidad de las penas cortas aplicadas a los reincidentes”.
Aunque no pertenecía a esta escuela, Von Liszt consideraba lo mismo: “Tal como un miembro enfermo envenena todo el organismo, así el cáncer de los cada vez más crecientes delincuentes habituales penetra en nuestra vida social. Se trata de un miembro, pero del más importante y peligroso, en esa cadena de fenómenos sociales patológicos que acostumbramos a llamar con el nombre global de proletariado. Mendigos y vagabundos, prostituidos de ambos sexos y alcohólicos, estafadores del mundo galante en el más amplio sentido de la palabra, degenerados físicos y psíquicos. Todos ellos forman un ejército de enemigos básicos del orden social, en el que los delincuentes habituales constituyen su estado mayor”.
A esta concepción, no ha sido ajena nuestra legislación. El proyecto de 1906 introdujo la regla de que la libertad condicional no se otorgaría a los reincidentes, mantenida en el proyecto de 1917, de donde pasó al Código Penal de 1921. Moreno, el proyectista, la justificaba así: «la libertad condicional supone la corrección del penado y la conducta de los reincidentes supone lo contrario. La sociedad tiene interés en estos casos, en defenderse, y no en colocar a los sujetos peligrosos en condiciones de dañarla” (el subrayado me pertenece).
En resumidas cuentas, si para nuestra actual Corte resulta que
Del análisis precedente se desprende que no se trata de un verdadero juicio de peligrosidad respecto del agente, sino de una declaración acerca de que determinada persona es indeseable o directamente declarada fuera del derecho y, por tanto, privada de la dignidad de la pena, privada de todos los derechos que le asisten a los habitantes de la Nación y son garantizados por la Constitución Nacional, entre los que, por supuesto, cuentan el de legalidad de la pena, el de no ser sometida a penas crueles, el de no ser penado dos veces por el mismo hecho y, básicamente, el de ser considerada persona[26]
no es necesario encontrarse demasiado interiorizado de esta problemática para advertir que lo que se está diciendo para la pena accesoria de reclusión por tiempo indeterminado, es perfectamente aplicable para el instituto de la reincidencia.
10. CONSECUENCIAS DE “GRAMAJO” SOBRE LOS INSTITUTOS DE LA PRISIÓN PREVENTIVA, LA EXCARCELACIÓN, MORIGERACIÓN DEL ENCIERRO CAUTELAR Y LIBERTADES ANTICIPADAS[27].
El plazo fijo en que se encuentra la vigencia de la reincidencia puede y debería extenderse a otros ámbitos en que opera en forma lozano el concepto de peligrosidad
Específicamente me refiero a las causales genéricas de peligrosidad contenidas en diversas leyes procesales y que se emplean para fundar innumerables e indiscriminados dictados de prisión preventiva y denegatorias de excarcelaciones, morigeraciones al encierro cautelar o libertades anticipadas de los condenados.
Vinculado con la peligrosidad como argumento para coartar, limitar o restringir la posibilidad del imputado de transitar el proceso en libertad, la misma tiene al menos tres vertientes que —insisto— a la luz de lo dicho por la Corte en “Gramajo”, ahora deben ser revisados.
En la primera de sus vertientes —la peligrosidad procesal propiamente dicha— la casi totalidad de los códigos instrumentales modernos coinciden en señalar que el único motivo legítimo para limitar la libertad del imputado durante el proceso lo es el peligro procesal, esto es, peligro de fuga y la posibilidad de entorpecimiento probatorio. Si bien se encuentra normalmente admitido —al menos entre los operadores más relacionados con la vigencia de los derechos y las garantías— que el aludido peligro procesal no puede ser invocado como una presunción que opera iure et de iure y pueda ser amoldado a las conveniencias del caso, lo cierto es que ahora, en base a los estándares fijados por el fallo que se comenta, se consolida la necesidad que el Fiscal demuestre la existencia de riesgo de fuga o entorpecimiento probatorio, evitando de ese modo que la sola invocación del peligro procesal, sin base cierta en hechos concretos del mundo exterior, pueda operar como causal obstativa de la libertad ambulatoria.
En punto a la peligrosidad del imputado —como rasgo o característica de su personalidad— la misma ha dado lugar a diversas disposiciones legales, lo suficientemente amplias, vagas y genéricas, como para que en su interior puedan ser albergados todos los temores y prejuicios de los operadores. Incluyo en esta categoría las fórmulas que se refieren a la peligrosidad propiamente dicha, la posibilidad de reiteración delictiva, los pronósticos de reincidencia, etcétera. Fórmulas rituales que también deberían ser objeto de un reanálisis a la luz de la doctrina que se alude, ello a los fines de determinar con precisión si las mismas responden a algún nivel de certeza o si constituyen meras herramientas destinadas al control social de la población indeseable, a la cual el Estado le declara su enemistad.
Finalmente, considero que las definiciones dadas por la Corte también deberían alcanzar a los informes que usualmente elaboran las áreas especializadas del Servicio Penitenciario como requisito previo a la concesión de salidas anticipadas al cumplimiento de la condena (salidas transitorias, salidas vigiladas, libertad condicional, etcétera), donde suelen apreciarse en forma generalizada pronósticos estandarizados, difícilmente verificables, que indican que el condenado no ha logrado internalizar reglas de conducta socialmente aceptables y que por ende existe riesgo que, de recuperar la libertad, vuelva a incurrir en acciones delictivas, como si ello se tratara de un atavismo. Insistimos, a la luz de la doctrina que se comenta es preciso comprobar los niveles de correlato de estos informes con la realidad, para optar por su desahucio en caso que así no se verifique.
En resumidas cuentas, peligrosidades genéricas, abstractas, presuntas, que pueden llegar a ocurrir de la misma forma que pueden no suceder, razón por la cual en la mayoría de los casos carecen de todo rigor científico, ajeno de la seguridad que debería suponer la aplicación del derecho, máxime cuando en ello se involucra la libertad individual.
11. CONCLUSIONES
La virtud de “Gramajo” —además de las virtudes derivadas de su riqueza conceptual— es la de abrir un camino, el cual debe ser explorado por los operadores, profundizando las aplicaciones que pueden encontrarse al mismo en diferentes áreas del derecho penal donde la peligrosidad cumple un rol relevante.
Pero, es de advertir que la doctrina derivada de “Gramajo” no se desarrollará por arte de magia ni por generación espontánea. Para que esta buena doctrina rinda frutos se requiere compromiso y esfuerzo por parte de los operadores, quienes tienen la responsabilidad de profundizar la línea de acción que propone la Corte en esta materia.
No puede esperarse —mucho menos las personas privadas de la libertad— que los casos lleguen a la Corte para que allí se aplique la buena doctrina y se resuelvan los conflictos en consonancia con los derechos y las garantías. Es preciso y necesario que la buena doctrina sea reclamada y aplicada en las instancias de origen, propiciando una cultura de progresividad en la interpretación y aplicación del derecho internacional de los derechos humanos.
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[1] GAROFALO, Rafael. La Criminología. Estudio sobre la naturaleza del crimen y teoría de la penalidad. Daniel Jorro Editor. Madrid. 1910
[2] LOMBROSO, Cesare. Los criminales. Centro Editorial Presa. Barcelona
[3] FERRI, Enrico. Sociología criminal. Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal. México. 2000.
[4] ZIFFER, 2008:137
[5] SOLER, 1929:93
[6] SOLER, 1929:207
[7] SOLER, 1929:115
[8] Citado por Ziffer, 2008:138
[9] IRIGOYEN TESTA, p. 16
[10] LISZT, Franz. La idea de fin en el derecho penal. Universidad Nacional Autónoma de México. Universidad de Valparaíso de Chile. México. 1994
[11] LISZT, 1994:120
[12] JAKOBS, 2003
[13] ZAFFARONI, 2006:113
[14] INGENIEROS, 1943:11
[15] INGENIEROS, 1943:30
[16] INGENIEROS, 1943:67
[17] ROJAS, 1959:366
[18] SOLER, 1929:93
[19] SOLER, 1929:164
[20] SOLER, 1929:207
[21] Puede ser consultado el fallo in extenso en www.pensamientopenal.com.ar/fallos 09
[22] Fallos 324:2153
[23] La Ley 1989-B:183
[24] ZAFFARONI, ALAGIA, SLOKAR. 2005:770
[25] “Fernández”, causa 2.088 del 27 de octubre de 2006, la cual puede ser consultada en http://www.pensamientopenal.com.ar/46formosa.doc
[26] Del parágrafo 26 del fallo “Gramajo”.
[27] Sigo en este tramo buena parte de las reflexiones de Gustavo L. Vitale en “Encarcelamiento de presuntos inocentes. Hacia la abolición de una barbarie”. Hammurabi. Buuenos Aires. 2007.
“GRAMAJO”. LA PELIGROSIDAD Y UN FALLO TRASCENDENTE DE LA CORTE SUPREMA DE JUSTICIA DE LA NACION.
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