“Todos son iguales ante la ley y tienen, sin distinción, derecho a igual protección de la ley. Todos tienen derecho a igual protección contra toda discriminación que infrinja esta Declaración y contra toda provocación a tal discriminación” (Declaración Universal de los Derechos Humanos, artículo 7).  “Cada uno de los Estados Partes en el presente Pacto se compromete a respetar y a garantizar a todos los individuos que se encuentren en su territorio y estén sujetos a su jurisdicción los derechos reconocidos en el presente Pacto, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición social” (Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, artículo 2.1)
 
Podríamos afirmar que la culpa o, con mayor propiedad, la culpabilidad de los imputados, es el presupuesto indispensable que habilita a los Estados para la aplicación de una pena en un Derecho penal liberal. La mayoría de los sistemas penales democráticos justifican, además, la imposición de castigo, amparados en la vigencia inexcusable de los denominados “paradigmas Re”. Esto es, en la expectativa de que la sanción impuesta, bajo determinadas condiciones de asistencia y tratamiento, faciliten la reinserción, resocialización o reintegración de los infractores a “la sociedad”, a la que se concibe como un todo unidimensional que se sostiene y reproduce en base a valores mayoritariamente aceptados, que el crimen ofende y lesiona. Desde esta perspectiva se concibe al poder punitivo institucional como una forma de evitar la venganza privada y disminuir los estándares de reincidencia.
Nos hemos ocupado de la volatilidad de las sociedades plurales y diversas que caracterizan a la modernidad tardía, y, por lo tanto, a las dificultades en retener una referencia cierta capaz de producir valores con arreglo a los cuales los individuos deberían comportarse, en especial aquellos que son condenados, justamente para lograr que en lo sucesivo se motiven en la vigencia de las normas que rigen a aquella. Pero no es este el momento ni el espacio para desarrollar una teoría de la relatividad de los valores sociales. Simplemente, queremos señalar algunas cuestiones que prologan la difícil relación entre infracción y castigo, en materia de delitos contra la humanidad.
 


Para ello debemos comenzar reconociendo la aguda crisis que afecta, desde hace cuatro décadas, al paradigma correccionalista de los Estados de derecho nacionales, como consecuencia del deterioro del Estado de bienestar, de la que evidentemente no se ha recuperado todavía. Este nuevo mundo del control del delito, que se expresa en democracias occidentales que ejecutan delincuentes y mantienen tasas de encarcelamiento que superan ampliamente los estándares que en la materia exhiben otras potencias liberales, indudablemente debe de haber influido, a su vez, en las coordenadas en las que se asienta el derecho penal internacional.
Las nuevas formas de control del delito, han gestado las bases de legitimación de una política antiwelfarista en materia de reacción social e institucional frente al delito. De hecho, la prisionización aluvional y una cultura del control exacerbada son las formas mediante las que se expresan las respuestas a los problemas de orden social durante la postmodernidad. El cambio de los discursos condiciona en gran forma las políticas públicas que en materia de control social del delito se operan en los derechos internos.
El delito y la reacción social contra esas ofensas han pasado a ser un articulador de la vida cotidiana, se inscriben naturalmente en las retóricas mundanas, redundando en una nueva penología destinada, fundamentalmente a controlar los riesgos. Por eso, hay más punitividad, pero también más prevención. En ese marco, “la aparición en la política oficial de sentimientos punitivos y gestos expresivos que parecen extraordinariamente arcaicos y francamente antimodernos, tiende a confundir a las teorías sociales actuales sobre el castigo y su desarrollo histórico”. “Esta caída en desgracia de la rehabilitación ha sido inmensamente significativa. Su declive fue el primer indicador de que el esquema de la modernidad -que se había fortalecido incesantemente a lo largo de un siglo- estaba comenzando a desarticularse”[1].
Esa profunda crisis de credibilidad estuvo basada en la sustitución del discurso correccionalista, criticado a diestra y siniestra, por políticas públicas que se ocupan del delito y el castigo expresando “sentimientos” de la multitud, que han suplantado los aportes de los expertos, claramente devaluados en la actualidad.
Por otra parte, desde las perspectivas críticas del Derecho penal y la Criminología, se ha puesto en crisis también al correccionalismo por considerar sus postulados una ficción, toda vez que la cárcel no solamente no resocializa ni reinserta a los penados, sino que por el contrario, los vincula y socializa con otros sujetos en conflicto con la ley penal, de lo que resultaba una suerte de aprendizaje o especialización de la delincuencia al interior de las prisiones. Pero, además, se exacerban las críticas respecto de la escasa calidad institucional de los Estados y el rol deficiente de los expertos a la hora de apuntalar mínimamente la perspectiva de una efectiva resocialización de los penados.
La ideología del “tratamiento” demostraba, según estas narrativas críticas, su inocuidad, su falibilidad y la falacia que yace en la base misma de su formulación, en la que el Estado elude su propia resposabilidad en materia de crecimiento de la conflictividad social.
Desde las expresiones más extremas del realismo de derechas, que cobra fuerza a partir de las década del 80’, por su parte, se planteó que las cárceles en verdad sí funcionaban, pero no como un espacio de rehabilitación previo al reencuentro con el  mundo libre, sino, lisa y llanamente, como un ámbito de inocuización, neutralización o incapacitación de los indeseables y los peligrosos.
La pena de prisión se justifica, de esta manera, apelando a un retribucionismo y un prevencionismo extremos, en el que el futuro de los prisioneros era una cuestión secundaria y residual subordinada a la preservación de valores tales como el derecho a la defensa social respecto de los delincuentes.
Ambos cuestionamientos, por supuesto, continúan en boga en la actualidad, pero no han derogado, en absoluto, la vigencia de ciertos paradigmas decimonónicos que había acuñado el correccionalismo, a la sazón el paradigma más cercano a las narrativas y prácticas rehabilitadoras.
A mayor abundamiento, debe ponerse especial énfasis en señalar que en las Constituciones liberales de los Estados constitucionales de derecho, la ideología de la resocialización y la reinserción o reintegración de los penados es lo que confiere una única justificación al castigo institucional, y en especial, a la pena de prisión.
Eso es lo que establece, de manera categórica, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, que en su artículo 10.3 prescribe: “El régimen penitenciario consistirá en un tratamiento cuya finalidad esencial será la reforma y la readaptación social de los penados”.
Vale recordar que en dicho Pacto, que entró en vigor el 23 de marzo de 1976, se reivindica  en su Preámbulo como sujeto a los “principios enunciados en la Carta de las Naciones Unidas, la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad inherente a todos los miembros de la familia humana y de sus derechos iguales e inalienables”.
Estamos frente a un Instrumento internacional, emanado de la propia  Organización de las Naciones Unidas, que ratifica entre sus objetivos fundamentales y valores, los objetivos de reforma y readaptación social de los penados, y por lo tanto, la vigencia del paradigma correccionaslista  no podría ser materia de objeción,  debate o desconocimiento en cualquier sistema penal democrático.
Por lo expuesto, pareciera que, en salvaguarda de la coherencia interna de un sistema jurídico universal, no podría eludirse -mucho menos en lo que concierne a una cuestión de semejante sensibilidad- la única causal explicitada que legitima la pena privativa de libertad en el orden internacional[2].
No obstante ello, la doctrina más autorizada en la materia se encarga de ratificar la crisis del welfarismo correccionalista en materia de resocialización o reinserción de los penados, con un discurso en apariencia descriptivo que, en realidad, se permite poner en crisis con una gramática polisémica los propios paradigmas del Derecho penal liberal y ampliar los límites de lo posible, en materia de aplicación de penas privativas de libertad  en el plano internacional. Así, se ha afirmado: “Las funciones y fines del Derecho penal nacional no son susceptibles de ser fácilmente transferidas al Derecho penal internacional. Sin perjuicio de lo anterior, las similitudes entre ambos planos son inequívocas. Mientras el Derecho penal nacional sirve a la pacífica convivencia de las personas dentro de un Estado, el Derecho penal internacional persigue esta finalidad cruzando las fronteras, y sólo en el evento de graves violaciones a los derechos humanos o grandes amenazas a la paz y seguridad de la humanidad”[3].
Pareciera de toda lógica que si las funciones y fines del derecho penal internacional y de los derechos nacionales coinciden, el ideal rehabilitador debería estar presente en ambos supuestos. Pero, llamativamente, se ha señalado al mismo tiempo que “El Derecho penal internacional se distingue del Derecho penal nacional no sólo en cuanto a su campo de aplicación (universal), sino también, en cuanto a otra categoría básica, esto es, en su limitación para proteger los bienes jurídicos fundamentales de los individuos y de la comunidad internacional (protección que incluso justifica, en gran medida, el reconocimiento del deber internacional de castigar)”[4].
Y que el hecho de que “la función del Derecho penal sea vista como una  efectiva protección de bienes jurídicos, nada dice acerca de la forma en que este objetivo ha de ser alcanzado. Es comúnmente aceptado entre las teorías utilitarias de la pena, el que ésta simplemente se limite a prevenir la comisión de futuros perjuicios a determinados intereses o bienes jurídicos; mas no así, al resarcimiento de delitos que ya han sido perpetrados. No obstante lo anterior, el referido efecto preventivo puede ser alcanzado de distintas maneras, según las circunstancias individuales de cada caso. Más aún, es menester tener presente, que el efecto preventivo de la pena (o su simple amenaza) exige una evaluación completamente distinta, según la naturaleza de los delitos específicos de que se trate (esto es especialmente importante en cuanto a la perspectiva del derecho penal internacional, véase infra  4)”[5].
Esta caracterización anuncia una aparente convalidación de la posibilidad cierta que el Derecho penal internacional -como lo han hecho algunos Derechos internos- haga abandono del ideal resocializador: “Sobre el particular, es pertinente recordar -aunque sea brevemente- tres importantes críticas formuladas a este respecto en el ámbito del derecho penal nacional, las cuales pueden ser relevantes en materia de derecho penal internacional. En primer lugar, se debe mencionar la discrepancia entre la teoría y la práctica de la resocialización. Las expectativas -aun sin confirmación- depositadas en la posibilidad de prevenir la reincidencia del delincuente mediante programas terapéuticos apropiados, en la práctica han obtenido -por el momento- resultados bastante desalentadores. En segundo lugar, un planteamiento orientado exclusivamente en los propósitos de la prevención especial adolece de una limitación inherente a la severidad de la sanción penal. Finalmente, el reparo hegeliano continúa gozando de validez: La educación forzada de un adulto sería contraria a la dignidad humana. A este respecto, merecen tener consideración las reflexiones formuladas por Roht-Arriazas en torno al efecto disuasivo de la pena, en el caso de delincuentes institucionalmente obligados (cumplimiento de un deber): Como estos delincuentes son protegidos por su respectiva “fachada organizacional”, todo intento de disuasión y resocialización estaría destinado al fracaso. A este respecto, sólo una reforma institucional podría ser de utilidad. Más aún, atendido el carácter excepcional de los delitos y delincuentes internacionales, la disuasión especial tendería a perder significación”[6].
En concordancia con estas tesituras, ya hemos asistido a algunos pronunciamientos de Tribunales internacionales que se dictan desoyendo un mandato imperativo de semejante claridad, y que además han fundamentado expresamente su alejamiento respecto de esos paradigmas.
Respecto de circunstancias emblemáticas, se ha consignado específicamente la edad de los inculpados y el monto de las penas a las que han sido condenadas muchas personas sometidas a tribunales especiales, sin contar, claro está, los casos de aquellas que han sido condenadas a muerte. En cada una de esas situaciones, es obvio que el sistema penal ha decidido hacer caso omiso del requisito legal de la resocialización, rehabilitación o reintegración social de los condenados, si se atiende a la difícil compatibilización entre los años de prisión impuestos y la edad biológica de los castigados.
A mayor abundamiento, ya hemos reseñado los precedentes del Tribunal Penal Internacional para la ex-Yugoslavia (tpiy) y el Tribunal Penal Internacional para Ruanda (TPIR) que le concedieron a la noción de retribución -frente a otros fines de la pena- un rol marcadamente preponderante[7].
Es evidente que -al menos en esas decisiones- el Derecho penal internacional, como también lo han hecho algunos derechos nacionales, ha decidido apartarse de las coordenadas de los denominados “paradigmas Re”.
En un contexto en el que, en materia de políticas públicas asociadas a la cuestión criminal, se ha sustituido un paradigma de control de la economía y liberación social por otro que adhiere a la liberalización de la economía y el control social, el welfarismo penal, impuesto décadas atrás “desde arriba” de las superestructuras y sin demasiada oposición, tropieza con demandas alternativas, encontradas, draconianas, que en nada se asemejan a la apatía e ignorancia que el público exhibía en esta materia durante los años de vigencia del Estado de bienestar[8].
La cuestión radica en determinar si, aún con las tensiones que genera ese clamor social, es posible que un sistema penal liberal, humanista y democrático puede efectivamente prescindir de los mencionados paradigmas correccionalistas.
La legitimación -a nuestro entender solamente aparente- para actuar por fuera de los mandatos establecidos legalmente, se enanca en el ya mencionado debilitamiento y descreimiento en el que ha caído el objetivo resocializador de las penas de prisión.
Su puesta en crisis, particularmente severa en algunos países que marcan agenda en materia de política criminal, ha operado como un salvoconducto de facto para que también el Derecho penal internacional se apartara de los mismos, sin demasiadas explicaciones ni preocupaciones dogmáticas.
La construcción de un nuevo “sentido común”, sustancialmente emotivo, en el que la reaparición de la víctima le agrega una importante alícuota de pretensión punitiva a la relación entre ofensa y reacción social, transforma a esta última en un articulador de la vida cotidiana que se salda con una propensión a la mayor dureza institucional.
Se ha entendido que “asistimos por lo tanto hoy en muchos países, y sobre todo en los Estados Unidos de América, a un desplazamiento del discurso oficial sobre la cárcel, de la prevención especial positiva (resocialización) hacia la prevención especial negativa (neutralización, incapacitación)”[9].
Esta regresividad resulta paradójica, justamente porque el Derecho penal a nivel planetario debería ser respetuoso de ciertas máximas acotantes del poder punitivo, para evitar que una iniciativa en principio saludable y superadora se convierta en una nueva maquinaria de terror. “El poder punitivo internacional no previene los homicidios masivos estatales: con lo anterior queda dicho que no aceptamos la supuesta función preventiva del poder punitivo internacional respecto de futuros crímenes masivos. Su legitimidad, siempre que se mantenga dentro de cauces limitados, radica en el restablecimiento de la personalidad del criminal, conforme al principio básico jushumanista de que todo ser humano es persona” (…) “La prevención secundaria exige la inversión de la actual política criminal imperante en el mundo: pero nos incumbe la llamada prevención secundaria. Todo lo que hagamos por disminuir la conflictividad o sus efectos será saludable. La política criminal que cunde por el mundo, inspirada por las administraciones republicanas de los Estados Unidos en las últimas décadas, que renegando de su propia tradición extiende de modo constante la programación criminalizante y habilita cada vez más poder punitivo para canalizar más venganza, no se percata de que si los límites del sistema penal se superan se produce su inversión, pues cuando se desborda, de canalizador pasa a ser ejecutor de la propia venganza para mantener o recuperar su poder y, por ende, del propio sacrificio de la víctima expiatoria” [10].
En concordancia con la posición que sostenemos, es necesario analizar cuál es la concepción dominante en algunos Estados nacionales en cuyo territorio se purgan condenas por delitos de lesa humanidad y genocidio impuestas por tribunales internacionales, para desentrañar cuáles son los ideales que constinúan guiando e influyendo respecto de las formas de cumplimiento de esas sanciones.
Acaso el supuesto más ilustrativo en este sentido sea el de Noruega, que a través de documentos oficiales[11] parece no dejar dudas alguna acerca de la vigencia plena de los paradigmas correccionalistas en lo que hace a la ejecución de la pena privativa de libertad de los condenados[12].
Vale decir que, al momento de ejercer la ejecución de las penas privativas de libertad de personas acusadas o condenadas por delitos contra la humanidad, no hay ninguna duda que Noruega seguirá afiliado a su paradigma resocializador. Por otra parte, el examen circunstanciado de la obra de Ambos conduce a la conclusión que el Derecho penal internacional es una suerte de elemento acotante de las pulsiones violentas y de las conductas  violatorias de los derechos humanos fundamentales.
Estos derechos fundamentales se presumen compartidos por el conjunto, porque en su protección y tutela subyacen bienes jurídicos que difícilmente no resulten valiosos para todas las civilizaciones y culturas: “De este modo, el Derecho penal mundial formaría parte del “escudo de protección de los derechos humanos y de la visible solidaridad de la ciudadanía mundial con las víctimas de las violaciones a los derechos humanos”[13]. “Para que un Derecho penal legitimado en los derechos humanos, “humano general” e “intercultural”  fuera válido, tendría que dirigirse a hombres de todas las culturas, no pudiendo existir en modo alguno, desde el punto de vista del Derecho penal, el extranjero[14]: “son difíciles de encontrar culturas jurídicas que sean tan diferentes por principio como para no conocer en absoluto delitos fundados en la protección de los derechos humanos; más bien, el alcance del poder punitivo se extiende (…) Aquello por lo cual nosotros nos empeñamos con ahínco, lo encontramos también en otras culturas; y especialmente aquello por lo que nosotros nos indignamos produce también indignación en los hombres de otro lugar”[15].
Por lo tanto, sin pretender desconocer las críticas razonables que atraviesan al principio resocializador, reivindicamos frente a la posibilidad cierta que en el sistema penal internacional se opere una inflación punitiva, los fines de la pena que se ciñen a un ideal humanista del Derecho penal y del derecho de ejecución penal, como así también de la pena privativa de libertad como ultima ratio.

[1] Garland, David: “La cultura del Control, Editorial Gedisa, Barcelona, 2005, pp. 34 y 42.
[2] Zaffaroni, Eugenio Raúl: “¿Es posible una contribución penal eficaz a la prevención de los crímenes contra la humanidad?”, Plenario, Publicación de la  Asociación de Abogados de Buenos Aires, abril de 2009, pp. 7 a 24, disponible en//www.aaba.org.ar/revista%20plenario/Revista%20Plenario%202009%201.pdf
[3] Ambos, Kai: “Sobre los fines de la pena al nivel nacional y supranacional”, Revista de derecho penal y criminología, ISSN 1132-9955, Nº 12, 2003 , págs. 191-212.
[4] Ambos, Kai: “Sobre los fines de la pena al nivel nacional y supranacional”, Revista de derecho penal y criminología, ISSN 1132-9955, Nº 12, 2003 , págs. 191-212.
[5] Ambos, Kai: “Sobre los fines de la pena al nivel nacional y supranacional”, Revista de derecho penal y criminología, ISSN 1132-9955, Nº 12, 2003 , págs. 191-212.
 
[6] Ambos, Kai: “Sobre los fines de la pena al nivel nacional y supranacional”, Revista de derecho penal y criminología, ISSN 1132-9955, Nº 12, 2003 , págs. 191-212.
[7] Ambos, Kai: “Sobre los fines de la pena al nivel nacional y supranacional”, Revista de derecho penal y criminología, ISSN 1132-9955, Nº 12, 2003 , págs. 191-212.
[8] Garland, David: “La cultura del Control, Editorial Gedisa, Barcelona, 2005 p. 106.
[9] Baratta, Alessandro:  “Resocialización o control social Por un concepto crítico de "reintegración social" del condenado”, Ponencia presentada en el seminario "Criminología crítica y sistemapenal", organizado por Comisión Andina Juristas y la Comisión Episcopal de Acción Social, en Lima, del 17 al 21 de Septiembre de 1990, disponible en http://www.inau.gub.uy/biblioteca/Resocializacion.pdf
[10] Zaffaroni, Eugenio Raúl: “¿Es posible una contribución penal eficaz a la prevención de los crímenes contra la humanidad?”, Plenario, Publicación de la  Asociación de Abogados de Buenos Aires, abril de 2009, pp. 7 a 24, disponible en//www.aaba.org.ar/revista%20plenario/Revista%20Plenario%202009%201.pdf
[11] “Penas que funcionan: menos delincuencia, una sociedad más segura”´, Ministerio Noruego de Justicia y de la Policía. Resumen en español, disponible en http://img3.custompublish.com/getfile.php/ 757324.823.usfdxvxesa/spansk.pdf?return=www.kriminalomsorgen.no
[12] “El Ministerio pone de manifiesto diferentes aspectos del trabajo de resocialización de los condenados penales: penas de prisión y resocialización, cumplimiento de la condena en la sociedad, grupos que necesitan una adaptación especial, intereses y necesidades de las víctimas y los parientes próximos de los internos. El objetivo de la actividad profesional de la Administración Penitenciaria es un penado que, cuando cumpla su condena, esté libre del hábito de la droga o tenga control sobre su consumo, disponga de una vivienda adecuada, sepa leer, escribir y contar, tenga oportunidades en el mercado laboral, mantenga relaciones con sus familiares y amigos y con el resto de la sociedad, esté capacitado para buscar ayuda para los problemas que puedan surgir tras la puesta en libertad y sea capaz de vivir de manera independiente. El Gobierno estima que ‘entrar con buen pie’ en la puesta en libertad aumenta las posibilidades de que los internos logren llevar una existencia libre de criminalidad. La aplicación de la pena de privación de libertad se basará en los cinco pilares antes reseñados: aquello que el legislador ha indicado como la finalidad de la pena, la perspectiva humanista, el principio de seguridad jurídica, el principio de igualdad ante la Ley, según el cual el reo, una vez cumplida la condena, ha pagado su deuda a la sociedad, y el principio de normalidad. La reclusión debe tener un contenido adecuado y todas las medidas deben basarse en conocimientos documentados. Las nuevas medidas que se ponen a prueba deben ser sometidas a evaluación. La política de aplicación de las penas tendrá debidamente en cuenta a todos los afectados: las víctimas del delito, el público y la sociedad en general y los delicuentes y sus parientes próximos”. (…) “Los internos no son en absoluto un grupo homogéneo, sino que muchos necesitan una adaptación especial. El informe estudia medidas de resocialización para grupos de reclusos en particular. Se trata de los detenidos en régimen preventivo, los condenados a medidas de seguridad, los menores de edad, los detenidos y condenados de lengua sami, los internos de nacionalidad extranjera, inclusive los condenados por el Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia (TPIY) y la Corte Penal Internacional (CPI) y los reclusos con graves problemas psíquicos y conductas desviadas[12]. Las internas son también consideradas por separado ya que, dada su escasez, representan una parte ínfima del total de reclusos”.
[13] Höffe, Strafrecht: “Demokratie”, 1999, p. 369, citado por Ambos, Kai, en “La Parte general del Derecho penal internacional. Bases para una elaboración dogmática”, traducción de Ezequiel Malarino; Fundación Konrad Adenauer, Montevideo, 2004, p. 62.
[14] Ambos, Kai: “La Parte general del Derecho penal internacional. Bases para una elaboración dogmática”, traducción de Ezequiel Malarino; Fundación Konrad Adenauer, Montevideo, 2004, p. 62.
[15] Höffe, Strafrecht: “Democratie”, 1999, p. 370, citado por Ambos, Kai, en “La Parte general del Derecho penal internacional. Bases para una elaboración dogmática”, traducción de Ezequiel Malarino, Fundación Konrad Adenauer, Montevideo, 2004, p. 62.