Debemos convenir que la medición de la delincuencia, la constatación de su evolución y sus variables suponen uno de los objetivos criminológicos más arduos en materia político criminal. Medir el delito es, sin lugar a dudas, una tarea que nunca está asegurada en su fiabilidad y exactitud, cualquiera sean las estrategias metodológicas que se utilicen. Muchísimo menos, si esas prácticas se acotan a las encuestas policiales y/o judiciales. De todas maneras, en ese marco de dificultad objetiva, las encuestas de victimización, realizadas en base a metodologías cuantitativas y cualitativas verificables, y sobre un porcentaje representativo de la población, constituyen -sin duda alguna- la herramienta más aproximada y eficaz para determinar las variables fundamentales de un fenómeno social y una creación cultural de estimación por demás esquiva.
En el año 2004, tuve oportunidad de impulsar y llevar adelante la primera encuesta de victimización realizada en la ciudad de Santa Rosa. Nos fueron acercados los datos relevados en todos los barrios de la ciudad, auscultados sobre (si mal no recuerdo) un 1,5% de los vecinos.
Esos resultados fueron por demás reveladores. En un barrio relativamente céntrico, compuesto mayoritariamente por gente adulta, con muchos años de residencia en el mismo, solamente el 16% de los vecinos entrevistados, admitieron haber resultado víctimas de un delito "a lo largo de toda su vida". Sin embargo, el 48% de esos mismos vecinos consideraba que su principal problema era la "inseguridad". Obviamente, en otras zonas, esos baremos variaban de manera sustancial. De todas maneras, consignando ese solo dato que puedo reproducir dado el tiempo transcurrido, no escapará a la comprensión de cualquier lector la importancia de la realización de este tipo de estudios, sobre todo para distinguir la victimización objetiva de las intuiciones y percepciones de la población respecto de la conflictividad. Sin embargo, hasta donde sabemos, los mismos no se volvieron a repetir. Ignoramos por qué. Tal vez porque, de reiterarse en el tiempo, habrían tornado imposible la expectativa de "gobernar desde el delito".
Por eso creo necesario, justamente en este momento histórico, reiterar algunos conceptos que tienen que ver con los estudios de victimización.
Las encuestas de victimización son insumos
conceptuales y metodológicos destinados a obtener datos con pretensión de consistencia
y fiabilidad respecto de las formas y la magnitud que asume el delito, en un
determinado contexto social. Generalmente, las informaciones relevadas son
utilizadas para poner en práctica políticas públicas en materia de seguridad
ciudadana, a partir de la obtención de un diagnóstico superador de las
encuestas policiales y judiciales, que, entre otros problemas, adolecen de una
inviabilidad objetiva para mensurar la incidencia de la cifra negra del delito
(“unreported crime”) y además están expuestas a lo que se denomina el carácter
“manufacturado” de este tipo de registros. Es decir, las decisiones políticas
que amplifiquen o minimicen el volumen de la criminalidad conforme lo impongan
determinadas coyunturas
Las encuestas de
victimización remiten, en general, a determinados marcos temporales. Así, las
indagaciones pueden aludir, por ejemplo, a la victimización de que fueran
objetos los encuestados a lo largo de su vida, o tomar en cuenta un período
convencional, por caso el último año; o bien intentar establecer comparaciones
entre dos o más períodos, para auscultar de esa manera la evolución de la
criminalidad.
Este tipo de
estudios, de gran anclaje en EE.UU y Europa, por ejemplo, se ha
incorporado tardíamente en la historia político criminal argentina, y las
experiencias que en ese sentido se han concretado son fragmentarias o locales [1] y, muy
excepcionalmente, han sido tomadas en cuenta por las agencias oficiales al
momento de diseñar las políticas públicas vinculadas a la cuestión criminal.
Es probable intuir
algunas razones explicativas de estas conductas refractarias del Estado en la
Argentina.
Una es, sin ninguna
duda, la hegemonía ideológica del paradigma positivista-biologicista, que se ha
mantenido inconmovible en sus diagnósticos, que vinculan al delito con
particularidades de la personalidad de sus autores o con un determinismo
biológico o social y, por lo tanto, proclaman su independencia respecto de
estos estudios, cuando no su descreimiento respecto de los mismos. La impronta
positivista de los “legajos criminólogicos” de los servicios penitenciarios
argentinos constituyen una evidencia categórica en este sentido.
De idéntica manera,
las concepciones funcionalistas extremas y una arraigada concepción sociológica
de la enemistad[2], han desechado estas herramientas por suponer a
priori que las mismas no dan respuesta a aquellas personas que se comportan
como “enemigos” del “todo” social y, por ende, deberían esperar únicamente una
respuesta punitiva del estado, encargado como está de procurar que sus súbditos
internalicen la “vigencia de la norma”.
El “sentido común”
y el “olfato pesquisante” de jueces y policías, que en realidad encubren un
entramado de poder derivado de la potestad de “decir el delito” (y con ello,
decir si aumenta o disminuye), han contribuido, también, de manera importante a
postergar el desarrollo de estos estudios, acaso por la misma razón que motiva
a funcionarios y políticos, prevenidos o sensibilizados por los eventuales
resultados que, en más o en menos, pudieran contradecir la exhibición pública
que se hace de la “inseguridad” provocada por el crimen.
Ciertamente, las
encuestas de victimización han sido también objeto de críticas y reservas.
Una de las más
consistentes, parte de la base de considerar al delito como un objeto complejo
insusceptible o difícilmente comprensible en base al “lenguaje de los números”.
Otra, la esperable
reticencia de los entrevistados a reportar ciertos delitos, tales como, por
ejemplo, las agresiones sexuales cometidas en el seno del hogar.
Existen también
observaciones que se
vinculan a la metodología a utilizar. Por ejemplo, si bien las encuestas cara a
cara son mucho más ricas porque importan, además de un mecanismo de recolección
de datos, un ejercicio cualitativo o etnográfico de indudable riqueza, resultan
mucho más caras, demandan una cantidad importante de personal capacitado para
su puesta en práctica y, por lógica, son mucho más lentas. Las encuestas
telefónicas, por su parte, son menos onerosas, más rápidas y pueden replicarse
y repetirse con mucha mayor facilidad. Pero el vínculo con los entrevistados es
más impersonal, y a veces se tropieza con la reticencia de las personas a
contestar encuestas hechas por esta vía.
En cualquier caso,
este tipo de estudios configura una variable original, una alternativa
superadora de lo conocido, que seguramente debe complementarse con otros
abordajes y que no significan en modo alguno prescindir de las encuestas
policiales o judiciales, que bien podrían ampliarse, por ejemplo, con mapas del delito. Esta
complementariedad permitirá a los estados disponer de una multiplicidad de
datos que, confrontados entre sí, pueden brindar una información relevante
sobre la cuestión criminal, con un grado de consistencia y fiabilidad
sustancialmente mayor del que se dispone hasta ahora.
En síntesis, es conocida y admitida en todo el mundo la escasa fiabilidad
de las encuestas y estadísticas judiciales y policiales en materia de delitos.
Esto es así, no solamente porque, como lo admiten muchos criminólogos, existen
detectadas etapas, motivaciones y modalidades de manipulación de los datos,
sino porque las mismas únicamente trabajan con los delitos reportados (que no
incluyen la denominada "cifra negra" de la criminalidad), y porque
los a veces intrincados mecanismos judiciales contabilizan de manera particular
las causa "NN", las prescriptas, las incidentales o las que no se
investigan. Pero además, estas muestras cuantitativas empecen, por ejemplo, a
la necesidad social básica de conocer con un grado de probabilidad cierta si el
delito aumenta o disminuye en un determinado ámbito temporal y espacial, las
fluctuaciones de determinadas modalidades delictivas o de violencia social, el
estado y evolución de la seguridad urbana "objetiva" y "subjetiva"
(esto es, la sensación de inseguridad basada en factores ajenos a la propia
victimización de las personas). A partir de la elaboración de las mismas podrá
contarse con elementos objetivos de constatación que permitan articular, de
acuerdo a las distintas realidades criminológicas, estrategias razonables y
adecuadas de política criminal.
Sobre la reserva consignada entre paréntesis, es preciso poner de relieve
que cualquier política criminal debe reconocer que las medidas que se adopten
pueden ser efectivas en algunos lugares y no en otros, respecto de determinados
colectivos y no de otros, y en algunos momentos pero no en otros.