El Jefe de Gabinete de la Casa Blanca ha admitido que
Estados Unidos no posee evidencias fehacientes de que el gobierno sirio haya
utilizado armas químicas en un ataque reciente, ocurrido en las afueras de
Damasco. No obstante, el “sentido común” pesquisante, le indica a la primera
potencia mundial que, Bashar Al Assad es el responsable de esos crímenes. Y que
no necesita evidencias más contundentes que las que le dicta al imperio su
propia inteligencia. Que es como decir que, si finalmente decide (unilateralmente)
hacerlo, atacará.
Esa eventual decisión, de una irritante y reiterada
ilegalidad, ha sido en la práctica convalidada por la ONU –por lo menos, no fue
expresamente repudiada, que es lo menos que podría esperarse ante semejante
amenaza criminal- y reservada a la más grosera impunidad.
El Conjunto de Principios de las Naciones Unidas para la
Protección y la Promoción de los Derechos Humanos contra la Impunidad define a
esta última, paradójicamente, como “la inexistencia, de hecho o de derecho, de
responsabilidad penal por parte de los autores de violaciones, así como de
responsabilidad civil, administrativa o disciplinaria, porque escapan a toda
investigación con miras a su inculpación, detención, procesamiento y, en caso
de ser reconocidos culpables, condena a penas apropiadas, incluso a la
indemnización del daño causado a sus víctimas”[1].
Esto es justamente lo que puede volver a ocurrir con los líderes
estadounidenses, que se arrogan una vez más la potestad de regular las
relaciones internacionales al arbitrio del más puro realismo político, del que
son excelsos e históricos cultores.
En efecto, la historia de la política exterior de los
Estados Unidos, que se reconoce a sí mismo como una excepción con respecto a la ley, que se exceptúa
unilateralmente -vale destacarlo- nada menos que del cumplimienrto de los
Tratados y Convenciones internacionales sobre medioambiente, derechos humanos y
tribunales internacionales (arguyendo, por ejemplo, que sus militares no tienen
por qué atenerse a las normas que obligan a otros en cuestiones tales como los
ataques preventivos, el control de armamentos, las torturas, las muertes
extrajudiciales y las detenciones ilegales) es un ejemplo continuo de
recurrente impunidad de los perpetradores de los más horrendos crímenes contra
la Humanidad.
En este sentido, la “excepción estadounidense remite a la
doble vara de medir de que disfruta el más poderoso, es decir, a la idea de que
donde hay patrón no manda marinero. Estados Unidos también es indispensable,
según la definición de Albright,
sencillamente porque tiene más poder que nadie”[2], y
lo usa discrecionalmente dentro y fuera de sus fronteras (el prevencionismo
extremo en materia internacional es un equivalente de las leyes de inmigración
de Arizona, la doctrina de las ventanas
rotas o la tolerancia cero que caracterizan
su Política criminal, lo que da idea de lo que significa -también- un Derecho
penal globalizado construido en esta misma clave).
Los discursos y las prácticas
securitarias se han impuesto así, tanto a nivel interno (Derecho penal de los
Estados), como a nivel global (Derecho penal internacional y Justicia
universal), sin demasiada oposición por parte de las multitudes y con la
complicidad de los organismos internacionales, exacerbando un neopunitivismo
retribucionista y prevencionista extremo, mediante una progresiva
desformalización y funcionalización del derecho penal, en una arquitectura
diseñada para aniquilar a los enemigos internos y externos mediante ejercicios
policiales de inusual violencia.
Al respecto se ha afirmado lo
siguiente: “Es en la perspectiva de
esta reivindicación de los poderes soberanos del Presidente en una situación de
emergencia como debemos considerar la decisión del presidente George Bush de referirse constantemente a sí
mismo, después del 11 de septiembre de 2001, como el Commander in chief of the army. Si, como hemos visto, la
asunción de este título implica una referencia al estado de excepción, Bush está buscando producir una
situación en la cual la emergencia devenga la regla y la distinción misma entre
paz y guerra (y entre guerra externa y guerra civil mundial) resulte imposible”[3].
Obama no le va en zaga, y sabe que recorriendo el mismo camino que su antecesor
nada podría pasarle. Salvo perder el Premio Nobel, claro.
La violencia imperial, que se
ejercita en términos policíacos, se concibe ahora como “fuerza legítima”,
en cuanto logra demostrar la efectividad de esa misma fuerza -a diferencia de
lo que acontecía en el viejo orden internacional- resignificándose de esa
manera hasta el concepto de “guerra justa”, a partir de la reducción del derecho a una cuestión de
mera eficacia.
La otra gran perplejidad que nos
plantea el sistema jurídico imperial radica, justamente, en la dudosa
corrección de denominar “derecho”
a una serie de técnicas y prácticas fundadas en un estado de excepción permanente y a un poder de policía que legitima
el derecho y la ley únicamente a partir de la efectividad, entendida en términos de imposición unilateral de la
voluntad[4]. Lo que no queda claro, es quién, cuándo y en
base a qué normativa internacional ha investido a Estados Unidos en su condición
declarada de policía global.
La
selectividad es, en este escenario, la adjetivación que mejor describe al
Derecho Penal Internacional, que se revela como “una rama del Derecho extremadamente selectiva en su
regulación, en su aplicación y sobre todo en sus fines, algo que, lejos de
suscitar acuerdos unánimes entre la doctrina, provoca rechazo y aceptación del
sistema a partes iguales”. (…) Para ello, nada mejor para
empezar que acudir a la propia decisión de establecer un tribunal de esta
naturaleza. “¿Por qué la Antigua Yugoslavia y no Chechenia? ¿Por qué Ruanda y no Guatemala?”. La respuesta, a primera vista, aparece obvia: porque las
variables que predominan en la selección de los casos son fundamentalmente de
carácter político”[5].
Los casos de la Antigua Yugoslavia,
Irak, Afganistán, Libia, Somalia, etcétera, revelan cómo los aliados de la
primera potencia se han limitado solamente a ratificar y rubricar estas
maniobras represivas, en las que ni siquiera se ha confirmado que las excusas
que las motivaron fueran verosímiles. No hay más que recordar la imposibilidad
de comprobación de la tenencia de armas químicas por parte de la administración
de Saddam Hussein.
Este pretexto se vuelve a reiterar
en Siria, a pesar que el gobierno de Al Assad haya ofrecido poner su arsenal químico bajo control
internacional.
Si esto es así, e igualmente
semejante conducta de contribución a la paz no resultara suficiente a la administración
agresora, deberíamos seriamente preguntarnos si el multilateralismo global es
posible conviviendo con un policía que impone sus peores prácticas.
[1] Ver sobre el particular “Derechos Humanos en América latina. Equipo
Nizkor”, que se encuentra disponible en
http://www.derechos.org/nizkor/impu/impuppos.html
[3] Agamben, Giorgio: “Estado de Excepción”, Adriana Hidalgo Editora,
Buenos Aires, 2007, p. 58.
[4] Agamben,
Giorgio: “Estado de Excepción”, Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires, 2007, p.
58.
[5] Martínez Guerra, Amparo: CRYER, R., Prosecuting
international crimes. Selectivity and the
internationalcriminal law regime, Series
Cambridge Studies in International and ComparativeLaw (No. 41), Cambridge
University Press, 2005, ISBN 0-521-82474-5*, 360 pp., que se encuentra
disponible en http://www.reei.org/reei%2016/doc/R_CRYER_R.pdf