Ha ocurrido un crimen. Tremendo, conmocionante, inexplicablemnte cruel,
por cierto. Dos adultos mayores han sido horriblemente asesinados. De
inmediato, la policía, las fiscalías, los jueces, los peritos y las restantes
agencias del sistema penal, se avocan, con apuro, con indisimulable ansiedad, y
con un comprensible nerviosismo, a intentar un rápido “esclarecimiento” del
hecho, que -como de ordinario en estos casos- rápidamente se incorpora a las
prácticas dialógicas cotidianas. Se trata, la nuestra, de una comunidad
pequeña. Las intuiciones, las percepciones y las solidaridades se establecen
rápidamente, casi siempre de manera más o menos concordante. Las narrativas ocasionales, remiten, necesariamente, al hecho sangriento, el novedoso ordenador
circunstancial de las vidas cotidianas.
Con la misma
fugacidad, reaparecen las marchas ciudadanas, las retóricas vindicativas, las
proclamas más atávicas y las peores consignas. En los diarios, en las versiones
digitales de los medios de comunicación, en los posteos publicados
indiscriminadamente, en las editoriales de las emisoras radiales. Son nuestros
medios de control social informales, los aparatos ideológicos del Estado,
funcionando a pleno de cara a la catástrofe urbana. Los destinatarios son, como
siempre, los autores supuestos del hecho. Que, como de ordinario acontece,
serían “menores” provenientes de barrios empobrecidos, que han elegido
construir sus subjetividades desafiando los códigos morales dominantes. Algo
así, como una especie de subculturas “desviadas”, que expresarían tantas cosas
con el delito, que no es ahora, para variar, el momento de analizar. Es el
momento de restituir el orden perdido. De imponer, para ello, penas. Si es
posible, las más duras. Las que se demandan aún a sabiendas de que violentan la
constitución, los pactos y tratados internacionales y las leyes internas. Las
que le han valido una reciente sanción a la Argentina por parte de la Corte Interamericana
de DDHH. El reclamo es de “Justicia”, pero implica algo más. Tiende a inocuizar
una otredad negativa, compuesta por agresores juveniles que, se suponen, son el
nuevo enemigo con el que la sociedad de las almas buenas y puras debe ajustar
cuentas. La demanda es de una sociedad, que, por supuesto, hace como que no
tiene ninguna responsabilidad en la aparición de un sujeto colectivo capaz de
ser visto como un enemigo al que, por supuesto, no se le debe permitir el
acceso al derecho y la justicia. Una actualización de aquella máxima binaria de
que, al enemigo, ni justicia.
Uno podría
suponer, buenamente, que estos exabruptos no podrían o no deberían incidir en
la investigación o en las decisiones de los operadores. Pero la vulnerabilidad
de éstos es tal, que aquel arsenal draconiano, premoderno, violento,
manifiestamente ilegítimo, los condiciona. Tanto, como para desplazar
el punto de equilibrio en la toma de resoluciones. En ellas, ya no gravitan tanto
la voluntad de los funcionarios, ni -mucho menos- el parecer de los expertos.
Se prefiere habilitar, como punto de concordia, un “sentido común” punitivista, para
evitar que los efectores estatales sigan siendo maltratados. Por los
marchantes, los medios, los posteos, y las lógicas del ciudadano, también en
este caso, "común". Y para que éstos concedan la absolución a los que juzgan. Que, paradójicamente, deberían ser los que pusieran límites a los excesos del poder punitivo.
Es necesario, entonces, segur hablando del castigo.Más precisamente, de las penas.
Es necesario, entonces, segur hablando del castigo.Más precisamente, de las penas.
Si se aceptara definir a la penología como el
"estudio sistemático del castigo y, en especial, de las penas impuestas a
los criminales"[1], esa definición
importaría solamente un intento de aproximación genérico y acaso vago, al
objeto de conocimiento que nos ocupa en este caso. Con ese concepto de la
penología, las penas serían neutras e importarían solamente una respuesta
ocasional (estatal) frente al delito y los “delincuentes”, categorías éstas
socialmente desvaloradas y circunscriptas a la delincuencia convencional. En
otros términos, expresarían la afiliación de la criminología
"aplicada" al paradigma del "tratamiento" (en
prisión). Por supuesto, la definición en
estos casos no aborda cuestiones esenciales vinculadas a "por qué", "cuándo"
y “para qué" aplicar la pena de
prisión.
En el contesto que propongo, se hace necesaria una
visión alternativa de las penas; que
permita entenderlas, además, como
respuestas diseñadas por un estado con autonomía relativa, que apela a aparatos
ideológicos y represivos (como el encierro en cualquiera de sus formas) para
disciplinar al conjunto social y reproducir las condiciones del satu quo,
valiéndose de la supuesta necesidad de preservar la "seguridad"
ciudadana jaqueada por el delito. En rigor, se termina promoviendo la seguridad
cotidiana de la vida burguesa que el delincuente convencional viene a conmover[2].
En este abordaje,
se plantea otro enfoque posible respecto del sentido del secuestro
institucional y también de la temática irresuelta e insuficientemente explorada
de la justificación ética del castigo, aspectos que Ribera Beiras dividiera en
los siguientes principios: a) legitimación, y b) funciones de las penas[3].
Este autor, remitiendo a Ferrajoli, narra justamente lo
que la literatura correccionalista define como modelo disciplinar articulado en
el que interactúan las dos vertientes (positiva y negativa) de la prevención
especial y que parece de absoluta aplicación respecto de la cuestión de los
menores infractores. Dice textualmente, entonces, en estricta relación con lo
que hasta aquí se expresa sobre el particular: "Por diferentes que sean
sus matrices ideológicas (n. del autor: de las diversas doctrinas de la
prevención especial), todas estas orientaciones miran no tanto al delito como a
los reos, no a los hechos sino a sus autores, distinguidos por características
personales antes que por su actuar delictivo. En esa perspectiva, el derecho
penal no se usa sólo para prevenir los delitos: se utiliza también para
transformar personalidades definidas como desviadas de acuerdo con proyectos
autoritarios de homologación o, alternativamente, de neutralizarlas mediante
técnicas de amputación y saneamiento social[4].
Estas doctrinas parten de la idea de
que el infractor tiene un componente patológico (sea moral, natural o social) y
que la pena ha de transformarse en una terapia política de la curación o la
amputación. La pena, entonces, se convierte en tratamiento diferenciado que
tiende a la transformación o neutralización de la personalidad del condenado,
ya sea con la ayuda del sacerdote, ya sea con la del psiquiatra. "Y consiguientemente
se resuelve, en la medida que el tratamiento no es compartido por el condenado,
en una aflicción añadida a su reclusión y, más exactamente, en una lesión a su
libertad moral o interior que se suma a la lesión de su libertad física o
exterior, que es propia de la pena privativa de libertad"[5]. Como se ve, es la
primera vez que se menciona aquí a este tipo de penas, las cuales entran
directamente en el catálogo de prevenciones especiales positivas: reeducación,
readapatación, resocialización, reinserción (las llamadas "ideologías
RE")[6].
En el
caso de los "menores en conflicto con la ley penal”, el tratamiento, a la
inversa, se convierte en pena, pero su ontología y justificación no difieren
mayormente, y su justificación debe encontrarse en las funciones purgatorias,
consuntivas, distractoras y simbólicas del encierro institucional[7]
[1] Conf. Garrido Genovés- Gómez Piñana:
"Diccionario de Criminología", Tirant lo blanch, Valencia 1998.
[2] Taylor, Ian; Walton,
Paul y Young, Jock:,” La nueva criminología”, Ed. Amorrortu, Buenos Aires, 1997,
p. 228
[3] Conf.: "La carcel en el sistema penal (un
análisis estructural); M.J. Bosch, Barcelona, 1995.
[4] Ferrajoli, op. cit.: 265.
[5] Ferrajoli, op. cit.: 271.
[6]
Ribera Beiras, Iñaki: "La cárcel en el sistema
penal", M.J. Bosch, Barcelona, 1995, p. 24 y 25.
[7] conf. Mathiesen, Thomas:“Juicio a la prisión”, Ed. Ediar, Buenos Aires,
2003, p. 224.