Se ha
sostenido que la pena de prisión se justifica en los casos de delitos contra la
humanidad (más bien, se la concibe como imprescindible) atendiendo a vertientes
utilitaristas que hacen hincapié en la necesidad de delimitar el cometido de la
ley, que regula aspectos futuros, de la función de los tribunales, que deciden
cuestiones pretéritas que son sometidas a su consideración. El juez
desarrollaría en el juicio una función asimilable a la retribución, toda vez
que castiga el mal inferido ex ante,
y el legislador, en cambio, intenta prevenir disuadiendo mediante la ley penal
al delincuente para que no perpetre actos futuros, que lesionen bienes
jurídicos fundamentales. La ley penal tendría una función de prevención general
positiva, que se expresa en la adhesión a valores fundamentales cuya afectación
se habría de disuadir mediante la amenaza de la ley penal.
En cada caso concreto en que se produjera la afectación de
esos bienes jurídicos esenciales, la realización del juicio justo, esto es, la contracara de la impunidad, sería la única forma en que la ley recobraría su aptitud
preventiva. La veta simbólica del juicio estriba en la exhibición de la
supremacía del Estado de derecho frente a todo resabio cultural de la dictadura
y el realzamiento del rol de las víctimas, respecto de las cuales el derecho
parece estar en contra cuando asume las formas de indultos, amnistías,
jurisdicciones especiales, estado de excepción o cualquier otro tipo de
instrumento tendiente a consagrar la impunidad de los perpetradores. Esta
lógica utilitarista contrapone el juicio y la capacidad preventiva de la ley
(efectivizada mediante la condena penal) a la falta de juicio y la impunidad.
La pena se legitima en tanto coadyuva a mantener la confianza en la norma,
exteriorizando la desaprobación social frente al comportamiento desviado.
Por nuestra parte, estimamos que en todo Estado Constitucional
de Derecho los jueces se avocan a conocer y decidir cuestiones que en el pasado
han sido conminadas de manera genérica y abstracta por el legislador. Por ello,
esta mera enunciación, de por sí, no autoriza a suponer que el rol de los
tribunales coincida con el de imponer prácticas retribucionistas, y mucho menos
que la ley penal pueda leerse en clave de prevención general positiva. Creo más
bien en la posibilidad de que el Derecho (entendiendo al mismo ampliamente,
como todas las agencias vinculadas a la cuestión criminal) actúe como productor
de verdad a través del juicio justo.
Pero no necesariamente el juicio justo y su resultado equivalen a la imposición
de una pena de prisión draconiana, que vulnere las más mínimas garantías de un
Estado democrático y contradiga el fin de las penas tolerado por un Estado
Constitucional de Derecho. Una sociedad civilizada puede reforzar su confianza
en la norma de cara al futuro sin necesidad de presenciar la ejecución de Damièn en la plaza de París. Le debería
bastar con saber que tribunales imparciales, a través de un juicio inatacable,
han logrado (re) producir la verdad de lo ocurrido en circunstancias
particularmente dolorosas del pasado, ha identificado a los culpables, les ha
podido hacer sentir su unánime reprobación (mediante la imposición de penas
razonables y compatibles con el ideal resocializador o de otro tipo de medios
alternativos de resolución de ese conflicto), e igualmente ha decidido reintegrarlos
a su seno. Además es pertinente realizar una pormenorizada lectura crítica de
las posturas que legitiman el poder punitivo desde una mirada compatible con la
prevención general positiva, como en este caso, cuando es reivindicada por
parte del pensamiento progresista nacional.
La teoría de la prevención general positiva es una rara
amalgama entre las actitudes que en el pasado reducían a la religión a un valor
instrumental y la vieja postura durkheimniana que planteaba que el delito y el
castigo tenían una función positiva al provocar cohesión social y reforzar la
confianza ciudadana en el sistema social en general y en el sistema punitivo en
particular. Pero si atendemos a que, como los mismos impulsores de esta postura
lo admiten, una de las características que definen al sistema penal es su
tendencia a una criminalización selectiva -de resultas de la cual únicamente
son perseguidos y condenados los más torpes, los más vulnerables- la aceptación
de la prevención general positiva, fundada en el supuesto consenso y la
cohesión social que lograría el castigo, equivale a tolerar como valor
socialmente positivo a la punición ejemplarizante de un chivo expiatorio como
creadora de consenso, prescidiendo de la evidencia de que nada sucederá
respecto del universo de personas que protagonizan injustos mucho más graves,
pero que, por su poder o habilidad, no serán seleccionadas.
Esta selectividad es la rémora más preocupante del sistema
penal internacional, y aceptada que sea la prevención general positiva, también
habrá que admitir un sistema que cosifica a una persona derrotada, utilizando
su dolor como símbolo, sencillamente porque debe priorizar la reproducción del
sistema a la propia persona. En definitiva, esta construcción propia de un
funcionalismo sistémico extremo no se compadece fácilmente con una idea
agnóstica o negativa de la pena, reivindica la existencia de un ius puniendi y convalida procesos cada
vez más injustos y selectivos en materia de persecución y enjuiciamiento penal.