La influencia decisiva que la obra y el pensamiento del Profesor Alessandro Baratta han ejercido en el ámbito de la criminología, pese a que “nació y murió como un filósofo del derecho penal” y no tanto como un criminólogo[1] dificulta la posibilidad de su  síntesis, a menos que la misma se haga desde una perspectiva holística, conceptual, abarcativa del armónico anclaje que ese discurso ha logrado, por ejemplo, en la realidad objetiva de la región[2], a partir de sus tesis fundamentales.
Baratta postula, inicialmente, una sociología jurídico-penal que permita el análisis del funcionamiento efectivo del sistema penal en las sociedades capitalistas avanzadas. Encuentra en la criminología crítica o “nueva criminología” el marco teórico adecuado para llevar a cabo esa labor analítica, que incluye tanto la perspectiva macrosociológica como microsociológica para el estudio y la interpretación de la denominada “conducta desviada”, a partir del abordaje preliminar de la discusión sobre la “autonomía” (las relaciones internas de la sociología jurídica frente a la sociología general) y  “libertad” (las relaciones externas de la sociología jurídica con la ciencia del derecho, la filosofía y la teoría del derecho) de la sociología jurídica. “Establecer las relaciones entre sociología, teoría y filosofía del derecho significa, pues, adoptar un convenio en el uso de estos tres términos en relación con el universo de discurso que denotan. Un posible modelo, bastante difundido en Italia y Alemania y frente al cual, sin embargo, no nos proponemos tomar posición en este breve ensayo, es el siguiente: el objeto de la sociología del derecho, como se ha visto, son los comportamientos, precisamente las tres categorías ya indicadas. La filosofía del derecho tiene por objeto los valores conexos a los sistemas normativos (y los problemas específicos del conocimiento de los valores jurídicos y de relación entre juicios de valor y juicios de hecho en el seno de la experiencia jurídica). La teoría del derecho tiene por objeto la estructura lógico semántica de las normas entendidas como proposiciones y los problemas específicos de las relaciones formales entre normas (validez de las normas; unidad, coherencia, plenitud del ordenamiento) y entre ordenamientos”[3].
De esta tríada conceptual –comportamientos, valores y estructura lógico semántica de las normas-, Baratta extrae sus conclusiones respecto de los intereses y bienes jurídicos que, en tanto valores, se incorporan como objeto de “protección” de las normas penales: “ En otras palabras, se define el Derecho penal como un instrumento que tutela los intereses vitales y fundamentales de las personas y de las sociedades; pero, al mismo tiempo, se definen como vitales y fundamentales los intereses que tradicionalmente son tomados en consideración por el derecho penal”[4].
La convivencia con este reduccionismo, constituye un verdadero clásico de la dogmática penal argentina. Empero, esta redundancia no puede considerarse azarosa en nuestro margen, ni supone solamente un yerro analítico. Por lo que el primer aporte de Baratta es decisivo en orden a estas cuestiones, precisamente porque es el punto de partida obligado para comprender desde su propia base un sistema deslegitimado por su selectividad, que coadyuva crucialmente a reproducir las asimetrías sociales del continente. Pero es también crucial para comprender ese objeto de contornos imprecisos, acaso inacabados, al que se denomina genéricamente “criminología crítica”.
Ese punto de partida se sostiene en la observación de la aptitud de algunos grupos sociales para producir determinadas normas y criminalizar –solamente- determinadas conductas y no otras, en la composición social de los sujetos criminalizados y, justamente, en el análisis de los bienes jurídicos que los mismos han afectado con sus conductas. Para eso es menester, también, advertir que el estado capitalista, amparado en la ficción contractualista, defiende solamente los intereses de algunos grupos o clases sociales, pese a que se proclame como el tutor de los intereses del conjunto social (lo que se denomina, “autonomía relativa del Estado”). Los datos estadísticos son elocuentes: más del 90% de los presos argentinos son pobres, y la mayoría de ellos está secuestrada institucionalmente por haber cometido delitos contra la propiedad (privada).
Como bien lo señalara Baratta, es difícil aceptar que esta realidad, de verificación empírica cotidiana, pueda ser el producto del consenso, y que toda la sociedad haya legitimado de manera aquiescente este mecanismo de control social formal y esta clientela habitual del sistema penal.
Antes bien, y por el contrario, pareciera que estamos frente a instrumentos coactivos sustentados en el “aislamiento extremadamente parcial y fragmentario de ámbitos susceptibles de ser ofendidos y de situaciones de ofensa a intereses o valores importantes”[5], donde la “importancia” de esos valores (en definitiva, los bienes jurídicos que consagra el legislador o el constitucionalista, según se prefiera) y el orden de prelación de su tutela responden a los intereses de las clases dominantes en un sistema capitalista apendicular y dependiente. O, si se lo prefiere, ante procesos sistemáticos y coherentes de criminalización primaria que tienden a cooptar a individuos vulnerables por infracciones de calle o de subsistencia (generalmente contra la propiedad, y a preservar de esa criminalización primaria a los sectores sociales dominantes, cuyas conductas antisociales son siempre compatibles con la lógica asimétrica del capitalismo tardío. “Basta pensar en la enorme proporción de los delitos contra el patrimonio en la tasa de la criminalidad, según resulta de la estadística judicial, especialmente si se prescinde de los delitos de tránsito. Pero la selección criminalizadora se da ya mediante diversa formulación técnica de las figuras delictivas penales, y el tipo de conexiones que ellas determinan con el mecanismo de las agravantes y de las atenuantes (es difícil, como se sabe, que se realice un hurto “no agravado”)[6].
En definitiva, es posible afirmar que el derecho penal expresa una tutela sesgada respecto de determinados bienes y determinadas personas, rompiendo de esta forma con el mito burgués de la “igualdad”, y poniendo fuertemente en crisis el sugestivo olvido respecto del proceso primario de criminalización.
No importa tanto aquí la connotación brutal inherente al sistema penal (que ha llevado a Christie a postular que los críticos debemos comportarnos como una suerte de militantes de Greenpeace frente al castigo institucional, de cualquier signo y frente a cualquier situación problemática), cuanto su condición intrínsecamente funcional a la reproducción de un determinado statu quo.
La más alta efectividad del control social formal se verifica así en aquellas formas de “desviación” que no son afines al sistema de producción capitalista. Fundamentalmente, los delitos contra la propiedad.
En definitiva, el objeto de esa tensión dinámica lo definió Baratta en sus justos términos, cuando, refiriéndose al crucial “mito de la igualdad” del Derecho Penal, planteaba si este ordenamiento protege igualmente a todos los ciudadanos contra los ataques u ofensas a bienes esenciales en cuya preservación están interesados todos los miembros de una comunidad; si la ley penal, a su vez, es igual para todos los autores de conductas socialmente reprochables, en términos de probabilidades de llegar a ser víctimas del proceso de criminalización estatal; o, por el contrario, si el derecho penal no defiende a todos los ciudadanos y todos los bienes esenciales, sino solamente a aquellos bienes que interesa al Estado/sistema autoconstatar y preservar, castigando con independencia y abstracción de la dañosidad social de las acciones y de la gravedad de las infracciones a la ley. Esta proposición pone en crisis nada más y nada menos que la concepción liberal de la universalidad del delito.
“No existe, entonces, un sistema de valores, o el sistema de valores, ante los cuales el individuo es libre de determinarse, siendo culpable la actitud de quienes, pudiendo, no se dejan “determinar por el valor”, como quiere una concepción antropológica de la culpabilidad, cara sobre todo a la doctrina penalista alemana (concepción normativa, concepción finalista). Al contrario, la estratificación y el pluralismo de los grupos sociales, así como las reacciones típicas de grupos socialmente excluidos del acceso pleno a los medios legítimos para la consecución de fines institucionales, dan lugar a un pluralismo de subgrupos culturales, algunos de ellos rígidamente cerrados ante el sistema institucional de los valores y de las normas, y caracterizados por valores, normas y modelos de comportamientos alternativos a aquél.
Sólo aparentemente radica en la disposición del sujeto escoger el sistema de valores al que adhiere. En realidad, son las condiciones sociales, la estructura y los mecanismos de comunicación y aprendizaje los que determinan la pertenencia de los individuos a lo subgrupos o subculturas, y las transmisión a ellos de valores, normas, modelos de comportamiento y técnicas aún ilegítimas”.
“No queremos introducirnos aquí en la espinosa y difícil cuestión de la relatividad del sistema de normas y de valores “receptado” por el sistema penal, de su relación con la “conciencia social”, de sus prerrogativas positivas (el bien) frente a los sistemas alternativos de valores y reglas, según se presentan y son aplicados en el ámbito de grupos restringidos (subculturas criminales). Bastará, sin embargo, invocar algunos datos relativos a la perspectiva sociológica en este orden de problemas. Son ellos, de ordinario, enfrentados por los juristas partiendo de una serie de presupuestos no meditados críticamente y no confirmados por análisis empíricos. Estos presupuestos son los siguientes: A) el sistema de valores y de modelos de comportamiento acogido por el sistema penal corresponde a valores y normas sociales que el legislador encuentra preconstituidas y que son aceptadas por la mayoría de los co-asociados; B) el sistema penal varía en conformidad con el sistema de valores y reglas sociales. La indicación sociológica muestra, en cambio, que: a) en el seno de la sociedad moderna hay, en correspondencia con su estructura pluralista y conflictiva, junto a los valores y reglas comunes, también valores y reglas específicos de grupos diversos o antagónicos; b) el derecho penal no refleja, en consecuencia,  sólo reglas y valores aceptados unánimemente por la sociedad , sino que selecciona entre valores y modelos alternativos, según los grupos sociales que en su elaboración (legislador) y en su aplicación (magistratura, policía, instituciones penitenciarias) tengan mayor peso. c) el sistema penal  conoce no sólo de valoraciones y normas conformes con las vigentes en la sociedad, sino también discordancias respecto de ellas; tal sistema acoge a veces valores presente en ciertos grupos o en ciertas áreas y negados por otros grupos y en otras áreas (piénsese en la persecución de delitos que no suscitan, o aún no suscitan, una reacción social apreciable: delitos económicos, delitos contra el medio ambiente) o retardos (piénsese en delitos frente a los cuales la reacción social no es ya apreciable, como ciertos delitos sexuales, el aborto, etc); d) en fin, una sociología historicista y crítica muestra la relatividad de todo sistema de valores y de reglas sociales en una cierta fase del desarrollo de la estructura social, de las relaciones sociales de producción y del antagonismo entre grupos sociales, y por esto también la relatividad del sistema de valores que son tutelados por las normas del derecho penal”.
“Para cada uno de estos mecanismos en particular, y para el proceso de criminalización tomado en su conjunto, el análisis teórico y una serie innumerable de investigaciones empíricas han llevado  la crítica del derecho penal a resultados que pueden condensarse en tres proposiciones, las cuales constituyen la negación del mito del derecho penal como derecho igual, es decir, del mito que está en la base de la ideología penal –hoy dominante- de la defensa social. El mito de la igualdad puede resumirse en las siguientes proposiciones: a) el derecho penal protege igualmente a todos los ciudadanos contra las ofensas a los bienes esenciales, en los cuales están interesados todos los ciudadanos (principio del interés social y del derecho natural); b) la ley penal es igual para todos, esto es, todos los autores de comportamientos antisociales y violadores de normas penalmente sancionadas tienen iguales oportunidades de llegar a ser sujetos, y con las mismas consecuencias, del proceso de criminalización (principio de igualdad). Exactamente opuestas son las proposiciones en que se resumen los resultados de la mencionada crítica: a) el derecho penal no defiende  todos  y sólo los bienes esenciales en que están interesados por igual todos los ciudadanos, y cuando castiga las ofensas a los bienes esenciales, lo hace con intensidad desigual y de modo parcial; b) la ley penal no es igual para todos, los estatus de criminal se distribuyen de modo desigual entre los individuos; c) el grado efectivo de tutela y la distribución del estatus de criminal es independiente de la peligrosidad social de las acciones y de las infracciones a la ley, en el sentido de que éstas no constituyen las variables principales de la reacción criminalizadora y de su intensidad. La crítica se dirige, por tanto, al mito del derecho penal como el derecho igual por excelencia. Esta crítica muestra que el derecho penal no es menos desigual que las otras ramas del derecho burgués, y que, antes bien, contrariamente a toda apariencia, es el derecho desigual por excelencia”.
Por lo que concierne a la selección de los bienes protegidos, y de los comportamientos lesivos, el “carácter fragmentario” del derecho penal pierde las ingenuas justificaciones basadas en la naturaleza de las cosas o en la identidad técnica de ciertas materias, y no de otras, para ser objeto del control penal. Estas justificaciones son de una ideología que cubre el hecho de que el derecho penal tiende a privilegiar los intereses de las clases dominantes y a inmunizar del proceso de criminalización comportamientos socialmente dañosos típicos de los individuos pertenecientes a ellas y ligados funcionalmente a la acumulación capitalista, y tiende a orientar el proceso de criminalización sobre todo hacia formas de desviación típicas de las clases subalternas”[7].
Los bienes jurídicos deben analizarse, entonces, en su correlación con el desarrollo de las relaciones económicas de una sociedad y de la consecuente autonomía relativa  de los “estados de derecho” neoliberales.
La realidad objetiva marca, siguiendo a Baratta, que el estado moderno puede operar sólo con una independencia o autonomía parcial respecto de los grupos sociales cuyos intereses representa. Esa autonomía permite al estado servir más eficazmente a esos grupos y  -además- proyectar la idea del contractualismo, según la cual desde el estado se tutelan los intereses y bienes de toda la sociedad de manera armónica y consensual. Esta es la clave del pensamiento criminológico crítico: los bienes jurídicos que tutela el derecho penal, en cuanto expresión de un interés de clase; la aptitud para decidir lo que está prohibido y lo que está permitido, que radica en manos de un sector hegemónico de las sociedades de clase, y la ficción contractualista que proclama para el estado de derecho neoliberal la representatividad supuesta del conjunto social.
Estos extremos, vinculados a comportamientos, valores y estructura lógico semántica de las normas, signan a los procesos de criminalización, y llevan a Baratta, y a buena parte de la criminología crítica -de la cual es un referente inexorable- a plantear el objetivo de un nuevo trazado político criminal, que atienda justamente a los intereses de las “clases subalternas”  desde una perspectiva materialista, para lo cual establece cuatro pautas esenciales[8].
En primer lugar, la necesidad de una interpretación por separado de los fenómenos de comportamiento “socialmente negativos” que se producen en las clases subalternas y de los que acontecen en las clases dominantes (delitos económicos, de cuello blanco, crimen organizado, etc.) “Los primeros son expresiones específicas de las contradicciones que caracterizan la dinámica de las relaciones de relación y distribución de una determinada fase de desarrollo de la formación económico social y, en la mayor parte de los casos, una respuesta individual y políticamente inadecuada a dichas contradicciones por parte de individuos socialmente desfavorecidos. Los segundos se estudian a la luz de la relación funcional que media entre procesos legales y procesos ilegales de la acumulación y de la circulación de capital, y entre estos procesos y la esfera política”[9]. En esta disyuntiva, distingue Baratta entre política penal y política criminal, en la que la primera resulta una respuesta a la cuestión criminal que se brinda desde el estado a través de sus agencias punitivas y la segunda deviene una política de transformación social e institucional. Una política criminal alternativa se nutriría básicamente de estos últimos instrumentos de que el derecho penal es la respuesta más inadecuada en términos de política criminal. “En tal virtud, una política criminal alternativa coherente con su propia base teórica no puede ser una política de “sustitutivos penales” que queden limitados en una perspectiva vagamente reformista y humanitaria,  sino una política de grandes reformas sociales e institucionales para el desarrollo de la igualdad, de la democracia, de formas de vida comunitaria y civil alternativas y más humanas, y del contrapoder proletario, en vista de la transformación radical y de la superación de las relaciones sociales de producción capitalistas”[10].
En segundo término, Baratta plantea que, de la crítica al derecho penal como derecho desigual se derivan algunos perfiles que merecen analizarse. Uno de ellos es el ensanchamiento de la base del derecho penal hacia campos de interés esencial para el conjunto de las sociedades, resignificando los sujetos y conductas criminalizados que deberían abarcar las conductas que afectan la salud, la seguridad en el trabajo, la ecología, etc. En suma,  la criminalidad económica, y el delito organizado. Sobre las derivaciones de este perfil, advierte que “aún en la perspectiva de de tal “uso alternativo” del derecho penal, es menester, sin embargo, cuidarse de sobrevalorar su idoneidad y dar, en cambio, la debida importancia, también en este campo, a medios alternativos y no menos rigurosos de control, que en muchos casos pueden revelarse muy eficaces. Además, es preciso evitar la caída en una política reformista y al mismo tiempo “pampenalista”, consistente en una simple expansión del derecho penal o en ajustes secundarios de su alcance; política que también podría confirmar la ideología de la defensa social y ulteriormente legitimar el sistema represivo tradicional tomado en su globalidad[11]. El recargado en negrillas me pertenece, frente a las múltiples evidencias y embates interesados, oportunistas, o simplemente brutales, que por derecha y por izquierda se abaten sobre las garantías constitucionales y procesales, so pretexto de que las mismas deben ceder frente a determinadas infracciones y determinados infractores, que inducen a error a jueces, abogados y operadores varios del sistema. Si bien no lo expresa, Baratta piensa en términos de “relación de fuerzas sociales”, que por cierto son dinámicas, cambiantes, y por ende un reforzamiento del poder punitivo nunca podría coincidir con los intereses de las mayorías populares, por más que factores de poder o grupos de presión se arroguen esa representatividad. Así es que, justamente, Baratta anuncia, en esta “segunda clave” un “segundo perfil”, al que estima todavía más importante que el primero, que consiste en una tarea estratégica de despenalización, “de contracción al máximo del sistema punitivo”. “La estrategia de la despenalización significa, asimismo, la sustitución de las sanciones penales por formas de control legal no estigmatizantes (sanciones administrativas o civiles) y, todavía más, el comienzo de otros procesos de socialización del control de la desviación y de privatización de los conflictos, en la hipótesis de que ello sea posible y oportuno. Mas, la estrategia de despenalización significa, sobre todo, como más adelante se verá, la apertura de mayores espacios de aceptación social de la desviación”[12], especialmente a través de instancias restaurativas en las que la “vergüenza reintegrativa” que postula Christie podrían configurar soluciones superadoreas y alternativas al castigo[13]. Esos mayores espacios de aceptación impactarían sobre la opinión pública y los procesos mediante la que ella se forma, en orden a los estereotipos de la criminalidad, la utilización de la “inseguridad” (en tanto posibilidad de ser víctima de un delito convencional) como forma de distanciamiento social y la retórica del “sentido común”, de cotidiana manipulación política. Volveremos, necesariamente, sobre este particular, en éste y otros capítulos de esta misma obra. Finalmente, también Baratta reclama (como no podía ser de otra manera), dentro de esta segunda clave, en términos de política criminal alternativa, “una reforma profunda del proceso,  de la organización judicial y de la policía, con el fin de democratizar estos sectores del aparato punitivo del estado, y para contrarrestar también de ese modo, aquellos factores de la criminalización selectiva que operan en esos niveles institucionales”[14].
En un tercer momento, postula Baratta la abolición de la cárcel, objetivo cuyo cumplimiento debe significar para la nueva criminología lo mismo que para la nueva psiquiatría el derribamiento de los muros manicomiales, proponiendo el ensanchamiento de medidas alternativas tales como la suspensión condicional de la pena, la libertad condicional, una nueva evaluación del trabajo en las prisiones
y una apertura de la cárcel hacia la sociedad. Confrontando con el “mito burgués” de la reeducación y la reinserción, redefine a estos paradigmas afirmando que “la verdadera reeducación  del condenado es aquella que transforma una reacción individual y egoísta en conciencia y acción política dentro del movimiento de la clase[15].
La cuarta -y última- de sus “claves”, toma en cuenta, con máxima consideración,  “la función de la opinión pública y de los procesos ideológicos y psicológicos que en ella se desenvuelven apoyando y legitimando el vigente derecho penal desigual”, porque aquella es “portadora de la ideología dominante que legitima el sistema penal, perpetuando una imagen ficticia de éste, dominada por el mito de la igualdad. Es además, en el nivel de la opinión pública (entendida en su acepción psicológico- social)  donde se desarrollan aquellos procesos de proyección de la culpa y del mal en que se realizan funciones simbólicas de la pena, analizadas particularmente por las teorías psicoanalíticas de la sociedad punitiva. Como éstas han mostrado, la pena actúa como elemento del integración del cuerpo social, produciendo sentimientos de unidad de todos aquellos que son sus espectadores, y realiza de esa manera una consolidación de las relaciones de poder existentes”.
“En la opinión pública se realizan, en fin, a través del efecto de los mass media y la imagen de la criminalidad que transmiten, procesos de inducción de la alarma social que en ciertos momentos de crisis del sistema de poder son manipulados directamente por las fuerzas políticas interesadas, en el curso de las llamadas campañas de “ley y orden”[16],  donde la “inseguridad” se instala prioritariamente en las agendas políticas en virtud de su fabulosa potencia cultural, reproduciendo las formas de dominación a través de la violencia punitiva a la que Baratta propone oponer una labor de crítica ideológica, de producción científica y de información.


[1] Conf. Pavarini, Massimo: “Para una crítica de la ideología penal”, en “Serta in memoriam Alexandri Baratta”, Ediciones Universidad de Salamanca, 2004, p. 130.
[2] Conf. Aguirre, Eduardo Luis: “Baratta y el bien jurídico penal”, en “Serta in memoriam Alexandri Baratta”, Ediciones Universidad de Salamanca, 2004, p. 149.
[3] Conf. Baratta, Alessandro: “Criminología crítica y crítica del derecho penal”, Editorial Siglo XXI, 1998,  México, p. 13.
[4] Conf. Baratta, Alessandro: “Funciones instrumentales y simbólicas del derecho penal. Lineamientos de una teoría del bien jurídico”, en “Revista brasileña de ciencias criminales”, número 5, p. 10.
[5] Conf. Baratta, Alessandro: “Criminología crítica y crítica del derecho penal”, Siglo XXI Editores, 1998, p. 338.
[6] Conf. Baratta, Alessandro: “Criminología crítica y crítica del derecho penal”, Siglo XXI Editores, 1998, p. 185.
[7] Conf. Baratta, Alessandro: “Criminología Crítica y crítica del derecho penal”, Siglo XXI Editores, 1998, p. 71, 73, 168, 169 y 171.
[8] Op. cit., p 209 y ss.
[9] Op. cit., p. 213.
[10] Op. cit., p. 214.
[11] Op. cit., 215.
[12] Op. cit., p. 215 y 216.
[13] Conf.Christie, Nils: “Una sensata cantidad de delito”, Editores del Puerto, Buenos Aires, 2004,  p. 145.
[14] Op. cit., p. 216.
[15] Op. cit., p 217.
[16] Op. cit, p. 218.