Respecto de las posibilidades de prevención de los crímenes de masa, se ha aceptado que "la Criminología, hasta hoy, no había estudiado este delito, refiriendo entonces que el gran desafío para la criminología en el siglo XXI es el crimen de Estado, por ser el que más vidas sacrifica, más aun en tiempos en donde el terrorismo resulta ser la excusa más utilizada por el Estado para reprimir, torturar y matar gente”[1].
Una de las tareas que dota de sentido a la Criminología y se transforma en uno de sus objetivos fundamentales es, precisamente, la formulación de estrategias para prevenir las situaciones sociales problemáticas, en particular aquellas creaciones culturales denominadas delito.
En esta implicación entre Criminología y genocidio, que estamos intentando describir, es inevitable recorrer las alternativas que en materia de prevención de este delito es posible articular desde la comunidad internacional, teniendo a la mano los datos objetivos de la experiencia histórica de los últimos dos siglos, jalonada por una multiplicidad de horrendos crímenes masivos, frente a los cuales las respuestas jurídicas y sobre todo criminológicas -debemos admirlo- no han estado a la altura de lo que podría reclamar una ciudadanía universal en completo desarrollo[2].
Prevención del delito y reacción social (en este caso, reacción de la comunidad internacional) son dos conceptos criminológicos inescindibles, que deberemos tener en cuenta al momento de intentar dilucidar la factibilidad de la articulación de un sistema de prevención de crímenes contra la humanidad y genocidio.
Hemos ya mencionado el sesgo punitivista, prevencionista y retribucionista, que generalmente ha caracterizado al sistema penal internacional, la justicia universal y los sistemas internos de los Estados-nación, en aquellos contados casos donde este tipo de hechos aberrantes han sido juzgados.
Por lo tanto, la tarea de la construcción de estrategias de prevención de este tipo de conductas merece un abordaje original, diagnósticos consistentes y ejercicios de anticipación que prescindan de lugares comunes, meras expresiones de deseo y rutinas de probada ineficiencia.
Por de pronto, a la luz de la evidencia histórica, pareciera que, mientras existan experiencias de gestión institucional autoritarias, el riesgo de este tipo de prácticas sociales podría llegar a reproducirse e incrementarse.
La democratización de las relaciones humanas, por el contrario, permitiría incorporar nuevas formas de convivencia, mucho más tolerantes y horizontales, basadas más en la confianza que en la desconfianza, y en la percepción del otro como un diverso, pero nunca como un enemigo.
Una prueba de esta hipótesis estaría dada por la cantidad de prácticas de aniquilamiento que se están dando en el presente, empezando por Irak y Afganistán y terminando en Darfur.
Lo cierto es que los crímenes de masas son un fenómeno que ha recorrido el último siglo y lo que ha transcurrido del presente. Las respuestas institucionales internacionales han consistido en un aumento exponencial del poder punitivo de los Estados y una ratificación de la selectividad y asimetría de esos procesos.
Más aún: cuando la respuesta frente a las matanzas colectivas no han consistido en penas draconianas -desde Nüremberg hasta la actualidad- ello no ha ocurrido tanto porque se hayan repensado críticamente esas respuestas neocriminalizadoras, sino por razones meramente utilitarias.
Esto queda plasmado en las expresiones del Fiscal de la Corte Penal Internacional cuando explica que en Ruanda “se produjo un verdadero genocidio. Un millón de personas  en tres meses. Y Ruanda utilizó un mecanismo interesante, que es un modelo de justicia tradicional para juzgar a miles (en este caso 40 mil) de personas acusadas. La gente acusada ya había estado presa durante ocho años. Igualmente, era imposible juzgar a cuarenta mil personas. Entonces, lo que hicieron fue una especie de reunión comunitaria en que los acusados iban a las comunidades donde habían cometido los crímenes. Confesaban allí sus crímenes, pedían perdón y los condenaban a una pena de ocho años de prisión. Pero, como ya habían cumplido esos ocho años, los dejaban en libertad. Básicamente, esto fue lo que hicieron. Además, hay investigaciones específicas y todavía hay (actuando para Ruanda) un tribunal internacional[3]”.
Abstracción hecha de la connotación utilitarista que subyace en la explicación, es importante recordar que aparece aquí, por primera vez, el concepto del perdón que, al parecer, adquiere en la cultura propia una connotación especialísima, como veremos cuando analicemos el proceso sudafricano.
No obstante esta situación problemática en la que se encuentra el Derecho penal internacional, insistimos que el objetivo de una ciudadanía global constituye una utopía proactiva, absolutamente plausible.
Será la relación de fuerzas políticas la que en un futuro defina su impronta definitiva. La labor de los juristas comprometidos en el tema estriba en realizar todos los esfuerzos posibles para que el Derecho penal internacional se democratice y se desarrolle con sujeción a pautas civilizatorias y humanistas.
Respecto a la cuestión de si los homicidios masivos los comete el poder punitivo, se estima que ello está “fuera de toda duda, también es verificable que cuando el poder punitivo del Estado se descontrola, desaparece el Estado de Derecho y su lugar lo ocupa el de policía y, además, que los crímenes de masa son cometidos por este mismo poder punitivo descontrolado, o sea, que las propias agencias del poder punitivo cometen los crímenes más graves cuando operan sin contención (…). Por ende, la doctrina penal del Estado de Derecho bien puede dejar de legitimar la pena y admitir sinceramente que no sabe cuál es su función, porque sabe que debe contener racionalmente la habilitación del poder punitivo en la medida de su contra-poder de control jurídico para preservar el Estado de Derecho y evitar los crímenes de masa. El Derecho penal sería en el momento político el equivalente del derecho humanitario en el momento bélico: ambos servirían para contener un factum en la medida de su limitado poder jurídico de contención (…) ¿Qué legitima al Derecho penal internacional? Si el poder punitivo internacionalizado se descontrolase, se convertiría en un instrumento hegemónico de una suerte de Estado policial planetario, que pareciera ser lo que los críticos de izquierda quieren evitar y los de derecha provocar. Ante este riesgo, cabe preguntarse si el poder punitivo internacionalizado, dentro de límites menos irracionales, sería legitimado por alguna contribución positiva -incluso en limitada medida- a la evolución paulatina hacia una mejor convivencia internacional[4]”.
Por lo tanto, conforme a lo indicado, resulta que no es posible compartir el rol que se asigna al Derecho penal internacional en materia de prevención de crímenes de masas. Su legitimidad se ciñe, hasta ahora, únicamente a intentar que el ofensor no pierda su condición de persona y a evitar la venganza privada (y pública). Ahora bien, si el Derecho penal, acotado a una intensidad compatible con un Estado Constitucional de Derecho, no previene ese tipo de delitos masivos, deberíamos repensar las estrategias posibles y alternativas de anticipación frente a este tipo de tragedias[5].
La posibilidad de evitar la venganza o el acotamiento del poder punitivo, para que el sistema penal no se transforme él mismo en un factor generador de crímenes contra la humanidad, no son elementos suficientes para prevenir las futuras matanzas ni puede ser el único objetivo que justifique la existencia de un Derecho penal internacional.
Es indudable que el capitalismo ha coadyuvado decisivamente a la perpetración de este tipo de delitos con su impronta de apropiación constante y unilateral de recursos de todo tipo, de voracidad impiadosa y de violencia infinita.
Pero también durante la modernidad encontramos genocidios o crímenes contra la humanidad en sistemas de gobierno no capitalistas (el caso de Camboya y el de la antigua Unión Soviética constituyen dos buenos ejemplos en ese sentido), por lo que la cuestión no parece explicarse fácilmente apelando a categorías ideológicas tradicionales, sino a una permanente disputa por el discurso, por la cultura, por alcanzar formas de reorganización de las relaciones sociales, generalmente por parte de grupos hegemónicos débiles que buscan reafirmar su poder antidemocrático mediante la creación de un chivo expiatorio y su posterior exterminio[6].
Más aún, si aceptamos que cualquier tipo de organización social antidemocrática es una condición de probabilidad cierta de un genocidio, con mayor razón deberíamos tender hacia formas pacíficas de convivencia porque, de lo contrario, cualquier estrategia preventiva que no tome en cuenta la necesidad de mayor democracia podría resultar inviable frente a rebrotes políticos autoritarios.
Todo lo que logremos avanzar en dirección a un Derecho penal mínimo, caracterizado por una disminución de todas las formas de violencia en nuestra cotidianeidad (incluida, claro está, y muy especialmente, la violencia institucional),  debería influir en la obtención de formas distintas de resolución de los conflictos a nivel internacional.
El genocidio puede explicarse de muy distintas formas. Pero cualquiera de ellas debería incluir su condición cultural, su particularidad de ser el producto de una tecnología de poder, que en algún momento de la historia sintetiza la agudización de contradicciones tan potentes como la desconfianza, la intolerancia, el miedo y los prejuicios que el otro nos genera.
El otro, visualizado de esa manera como una síntesis de los riesgos y peligros que habrían de amenazarnos, y un unidimensionalismo cultural autoritario, son algunos de los elementos que tienen la suficiente envergadura como para ser el germen de las más terribles expresiones de la violencia colectiva.
La batalla cultural por la desarticulación de estas lógicas castrenses nos incumbe, directamente, a los penalistas y criminólogos, que durante siglos fuimos portadores de la creencia de que profesábamos una disciplina neutral y ascética.
En suma, se ha postulado al respecto: “Desde la actitud de compromiso se objeta que el saber penal nada puede hacer frente a las decisiones del poder, por lo que es preferible refugiarse en el compromiso supuestamente pragmático. Esta objeción subestima el poder del discurso, que es precisamente el que los juristas no deben ceder. Con el discurso se ejerce poder -los dictadores lo supieron siempre-, aunque no sea el mismo poder de que disponen las agencias ejecutivas del sistema penal, pero éstas sin el discurso quedan deslegitimadas y, en definitiva, el poder sin discurso, aunque puede causar grave daño antes de derrumbarse, no se sostiene mucho tiempo[7]”.




[1] Barcesat, Eduardo: Prólogo a la obra “Crímenes de Masa”, de Eugenio Raúl Zaffaroni, Ediciones Madres de Plaza de Mayo, Buenos Aires, 2010, p. 16.
[2] Zaffaroni, Eugenio Raúl: “La palabra de los muertos”, Ed. Ediar, 2011, p. 489.
[3]  Reportaje a Luis Moreno Ocampo. Edición del Diario “Perfil” de Buenos Aires, del 15 de agosto de 2010.
[4]  Zaffaroni, Eugenio Raúl: “¿Es posible una contribución penal eficaz a la prevención de los crímenes contra la humanidad?”, Plenario, Publicación de la  Asociación de Abogados de Buenos Aires, abril de 2009, páginas 7 a 24, disponible en www.aaba.org.ar/revista%20plenario/Revista%20Plenario%202009%201.pdf, publicado luego como”Crímenes de masa”, en Ediciones Plaza de Mayo, 2010, Buenos Aires.
[5] Zaffaroni, Eugenio Raúl: “La palabra de los muertos”, Ed. Ediar, 2011, p. 553. Lamentablemente, creemos que  el poder punitivo internacionalizado se ha descontrolado, acaso como nunca antes, y en la práctica se ha transformado en un instrumento hegemónico de una suerte de estado policial planetario, que trastoca la razón y el derecho de una manera tan descarada como nunca antes lo habíamos visto. Las recientes declaraciones del Primer Ministro Cameron respecto de los históricos reclamos de soberanía argentina sobre las islas Malvinas, adjudicando a un país periférico una conducta “colonial” constituyen el ejemplo más actual y elocuente respecto de esta preocupante evolución.
[6] Zaffaroni, Eugenio Raúl: “La palabra de los muertos”, Ed. Ediar, 2011, pp. 448 y 449.
[7]  Zaffaroni, Eugenio Raúl: “¿Es posible una contribución penal eficaz a la prevención delos crímenes contra la humanidad?”, Plenario, Publicación de la  Asociación de Abogados de Buenos Aires, abril de 2009, pp. 7 a 24, disponible en//www.aaba.org.ar/revista%20plenario/Revista%20Plenario%202009%201.pdf
Esta aseveración es crucial, pues supone en alguna medida poner patas  arriba el axioma marxiano según el cual es la estructura la que condiciona la superestructura. En la postmodernidad, la aptitud para generar y dominar discursos, la construcción de una nueva cultura y una nueva ideología, también merecen tentarse como una forma de revertir las asimetrías planetarias en momentos en que la sustitución del sistema capitalista, como una búsqueda revolucionaria en sí misma, ha dejado de integrar la agenda de la mayoría de las “izquierdas”, acaso por la inédita relación de fuerzas que permite la reproducción y profundización del capitalismo global, aunque apoyándose cada vez más, y casi únicamente, en la “razón militar”.