Por Eduardo Luis Aguirre
“Esta nueva cultura de la incertidumbre refleja, en definitiva, un mayor reconocimiento social de las limitaciones humanas en relación a la comprensión y anticipación de situaciones que representan un alto grado de complejidad, situaciones que se resisten en gran medida a su encasillamiento dentro de estructuras cognitivas-institucionales que buscan su control”[1]
[1] Rodríguez, Hannot: “Riesgo y principio de precaución. Hacia una cultura de la incertidumbre”, en Revista Catalana de Seguretat Pública, número 13, 2003, “La idea de riesgo aplicada al sistema penal”, Ed. Generalitat de Catalunya, p. 157.
Creemos que la necesidad de la realización de encuestas de victimización es una asignatura pendiente de las políticas públicas que en materia criminal se han puesto en práctica en nuestro país. Por eso hemos de referirnos a las mismas de manera específica, aún reconociendo los progresos que se han dado en la materia, a partir de la confección de este tipo de estudios en diversas ciudades argentinas.
Las encuestas de victimización son insumos conceptuales y metodológicos destinados a obtener datos con pretensión de consistencia y fiabilidad respecto de las formas y la magnitud que asume el delito, en un determinado contexto social. Generalmente, las informaciones relevadas son utilizadas para poner en práctica políticas públicas en materia de seguridad ciudadana, a partir de la obtención de un diagnóstico superador de las encuestas policiales y judiciales, que, entre otros problemas, adolecen de una inviabilidad objetiva para mensurar la incidencia de la cifra negra del delito (“unreported crime”) y además están expuestas a lo que se denomina el carácter “manufacturado” de este tipo de registros. Es decir, las decisiones políticas que amplifiquen o minimicen el volumen de la criminalidad conforme lo impongan determinadas coyunturas
Las encuestas de victimización remiten, en general, a determinados marcos temporales. Así, las indagaciones pueden aludir, por ejemplo, a la victimización de que fueran objetos los encuestados a lo largo de su vida, o tomar en cuenta un período convencional, por caso el último año; o bien intentar establecer comparaciones entre dos o más períodos, para auscultar de esa manera la evolución de la criminalidad.
Este tipo de estudios, de gran anclaje en EE.UU y Europa, por ejemplo, se ha incorporado tardíamente en la historia político criminal argentina, y las experiencias que en ese sentido se han concretado son fragmentarias o locales [1] y, muy excepcionalmente, han sido tomadas en cuenta por las agencias oficiales al momento de diseñar las políticas públicas vinculadas a la cuestión criminal.
Es probable intuir algunas razones explicativas de estas conductas refractarias del Estado en la Argentina.
Una es, sin ninguna duda, la hegemonía ideológica del paradigma positivista-biologicista, que se ha mantenido inconmovible en sus diagnósticos, que vinculan al delito con particularidades de la personalidad de sus autores o con un determinismo biológico o social y, por lo tanto, proclaman su independencia respecto de estos estudios, cuando no su descreimiento respecto de los mismos. La impronta positivista de los “legajos criminólogicos” de los servicios penitenciarios argentinos constituyen una evidencia categórica en este sentido.
De idéntica manera, las concepciones funcionalistas extremas y una arraigada concepción sociológica de la enemistad[2], han desechado estas herramientas por suponer a priori que las mismas no dan respuesta a aquellas personas que se comportan como “enemigos” del “todo” social y, por ende, deberían esperar únicamente una respuesta punitiva del estado, encargado como está de procurar que sus súbditos internalicen la “vigencia de la norma”.
El “sentido común” y el “olfato pesquisante” de jueces y policías, que en realidad encubren un entramado de poder derivado de la potestad de “decir el delito” (y con ello, decir si aumenta o disminuye), han contribuido, también, de manera importante a postergar el desarrollo de estos estudios, acaso por la misma razón que motiva a funcionarios y políticos, prevenidos o sensibilizados por los eventuales resultados que, en más o en menos, pudieran contradecir la exhibición pública que se hace de la “inseguridad” provocada por el crimen.
Ciertamente, las encuestas de victimización han sido también objeto de críticas y reservas.
Una de las más consistentes, parte de la base de considerar al delito como un objeto complejo insusceptible o difícilmente comprensible en base al “lenguaje de los números”.
Otra, la esperable reticencia de los entrevistados a reportar ciertos delitos, tales como, por ejemplo, las agresiones sexuales cometidas en el seno del hogar.
Existen también observaciones que se vinculan a la metodología a utilizar. Por ejemplo, es claro que la memoria humana no es del todo precisa, y muchas personas pueden no recordar o confundir la fecha en que fueron víctimas de un delito. Justamente por eso es que, en lo que supone una segunda debilidad, no hay criterios unificados respecto de la delimitación del período de tiempo que se indaga, lo que impide la realización de comparaciones enteramente fiables[3].
También se cuestiona la forma en la que se aborda a las personas, porque si bien las encuestas cara a cara son mucho más ricas porque importan, además de un mecanismo de recolección de datos, un ejercicio cualitativo o etnográfico de indudable riqueza, resultan mucho más caras, demandan una cantidad importante de personal capacitado para su puesta en práctica y, por lógica, son mucho más lentas. Las encuestas telefónicas, por su parte, son menos onerosas, más rápidas y pueden replicarse y repetirse con mucha mayor facilidad. Pero el vínculo con los entrevistados es más impersonal, y a veces se tropieza con la reticencia de las personas a contestar encuestas hechas por esta vía.
No obstante estas observaciones y críticas, este tipo de estudios configura una variable original, una alternativa superadora de las prácticas vernáculas de medición, que seguramente debe complementarse con otros abordajes y que no significan en modo alguno prescindir de las encuestas policiales o judiciales, que bien podrían ampliarse, por ejemplo, con mapas del delito. Esta complementariedad permitirá a los estados disponer de una multiplicidad de datos que, confrontados entre sí, pueden brindar una información relevante sobre la cuestión criminal, con un grado de consistencia y fiabilidad sustancialmente mayor del que se dispone hasta ahora.
En síntesis, es conocida y admitida en todo el mundo la escasa credibilidad de las encuestas y estadísticas judiciales y policiales en materia de delitos. Esto es así, no solamente porque, como lo admiten muchos criminólogos, existen detectadas etapas, motivaciones y modalidades de manipulación de los datos, sino porque las mismas únicamente trabajan con los delitos reportados (que no incluyen la denominada "cifra negra" de la criminalidad), no determinan porcentajes de la población victimizada, no permiten conocer las circunstancias en que ocurren las infracciones y no se estima la incidencia de los delitos no denunciados. Pero además, estas muestras cuantitativas empecen, por ejemplo, a la necesidad social básica de conocer con un grado de probabilidad cierta si el delito aumenta o disminuye en un determinado ámbito temporal y espacial, las fluctuaciones de determinadas modalidades delictivas o de violencia social, el estado y evolución de la seguridad urbana "objetiva" y "subjetiva" (esto es, la sensación de inseguridad basada en factores ajenos a la propia victimización de las personas). A partir de la elaboración de las encuestas de victimización podrá contarse con elementos objetivos de constatación que permitan articular, de acuerdo a las distintas realidades criminológicas, estrategias razonables y adecuadas de política criminal.
[1] “Un diagnóstico de la Violencia Urbana en la Argentina”, Dirección Nacional de Política Criminal, Ministerio de Justicia, sitio web del Ministerio.
[2]Gutiérrez, Mariano: “Una sociología de la enemistad”, disponible en www.derechopenalonline.com
[3] “La Delincuencia según las víctimas: un enfoque integrado a partir de una encuesta de victimización”, Observatorio de la Delincuencia en Andalucía, 2006, Ed. Instituto Andaluza Interuniversitario de Criminología, p. 42.
Las encuestas de victimización son insumos conceptuales y metodológicos destinados a obtener datos con pretensión de consistencia y fiabilidad respecto de las formas y la magnitud que asume el delito, en un determinado contexto social. Generalmente, las informaciones relevadas son utilizadas para poner en práctica políticas públicas en materia de seguridad ciudadana, a partir de la obtención de un diagnóstico superador de las encuestas policiales y judiciales, que, entre otros problemas, adolecen de una inviabilidad objetiva para mensurar la incidencia de la cifra negra del delito (“unreported crime”) y además están expuestas a lo que se denomina el carácter “manufacturado” de este tipo de registros. Es decir, las decisiones políticas que amplifiquen o minimicen el volumen de la criminalidad conforme lo impongan determinadas coyunturas
Las encuestas de victimización remiten, en general, a determinados marcos temporales. Así, las indagaciones pueden aludir, por ejemplo, a la victimización de que fueran objetos los encuestados a lo largo de su vida, o tomar en cuenta un período convencional, por caso el último año; o bien intentar establecer comparaciones entre dos o más períodos, para auscultar de esa manera la evolución de la criminalidad.
Este tipo de estudios, de gran anclaje en EE.UU y Europa, por ejemplo, se ha incorporado tardíamente en la historia político criminal argentina, y las experiencias que en ese sentido se han concretado son fragmentarias o locales [1] y, muy excepcionalmente, han sido tomadas en cuenta por las agencias oficiales al momento de diseñar las políticas públicas vinculadas a la cuestión criminal.
Es probable intuir algunas razones explicativas de estas conductas refractarias del Estado en la Argentina.
Una es, sin ninguna duda, la hegemonía ideológica del paradigma positivista-biologicista, que se ha mantenido inconmovible en sus diagnósticos, que vinculan al delito con particularidades de la personalidad de sus autores o con un determinismo biológico o social y, por lo tanto, proclaman su independencia respecto de estos estudios, cuando no su descreimiento respecto de los mismos. La impronta positivista de los “legajos criminólogicos” de los servicios penitenciarios argentinos constituyen una evidencia categórica en este sentido.
De idéntica manera, las concepciones funcionalistas extremas y una arraigada concepción sociológica de la enemistad[2], han desechado estas herramientas por suponer a priori que las mismas no dan respuesta a aquellas personas que se comportan como “enemigos” del “todo” social y, por ende, deberían esperar únicamente una respuesta punitiva del estado, encargado como está de procurar que sus súbditos internalicen la “vigencia de la norma”.
El “sentido común” y el “olfato pesquisante” de jueces y policías, que en realidad encubren un entramado de poder derivado de la potestad de “decir el delito” (y con ello, decir si aumenta o disminuye), han contribuido, también, de manera importante a postergar el desarrollo de estos estudios, acaso por la misma razón que motiva a funcionarios y políticos, prevenidos o sensibilizados por los eventuales resultados que, en más o en menos, pudieran contradecir la exhibición pública que se hace de la “inseguridad” provocada por el crimen.
Ciertamente, las encuestas de victimización han sido también objeto de críticas y reservas.
Una de las más consistentes, parte de la base de considerar al delito como un objeto complejo insusceptible o difícilmente comprensible en base al “lenguaje de los números”.
Otra, la esperable reticencia de los entrevistados a reportar ciertos delitos, tales como, por ejemplo, las agresiones sexuales cometidas en el seno del hogar.
Existen también observaciones que se vinculan a la metodología a utilizar. Por ejemplo, es claro que la memoria humana no es del todo precisa, y muchas personas pueden no recordar o confundir la fecha en que fueron víctimas de un delito. Justamente por eso es que, en lo que supone una segunda debilidad, no hay criterios unificados respecto de la delimitación del período de tiempo que se indaga, lo que impide la realización de comparaciones enteramente fiables[3].
También se cuestiona la forma en la que se aborda a las personas, porque si bien las encuestas cara a cara son mucho más ricas porque importan, además de un mecanismo de recolección de datos, un ejercicio cualitativo o etnográfico de indudable riqueza, resultan mucho más caras, demandan una cantidad importante de personal capacitado para su puesta en práctica y, por lógica, son mucho más lentas. Las encuestas telefónicas, por su parte, son menos onerosas, más rápidas y pueden replicarse y repetirse con mucha mayor facilidad. Pero el vínculo con los entrevistados es más impersonal, y a veces se tropieza con la reticencia de las personas a contestar encuestas hechas por esta vía.
No obstante estas observaciones y críticas, este tipo de estudios configura una variable original, una alternativa superadora de las prácticas vernáculas de medición, que seguramente debe complementarse con otros abordajes y que no significan en modo alguno prescindir de las encuestas policiales o judiciales, que bien podrían ampliarse, por ejemplo, con mapas del delito. Esta complementariedad permitirá a los estados disponer de una multiplicidad de datos que, confrontados entre sí, pueden brindar una información relevante sobre la cuestión criminal, con un grado de consistencia y fiabilidad sustancialmente mayor del que se dispone hasta ahora.
En síntesis, es conocida y admitida en todo el mundo la escasa credibilidad de las encuestas y estadísticas judiciales y policiales en materia de delitos. Esto es así, no solamente porque, como lo admiten muchos criminólogos, existen detectadas etapas, motivaciones y modalidades de manipulación de los datos, sino porque las mismas únicamente trabajan con los delitos reportados (que no incluyen la denominada "cifra negra" de la criminalidad), no determinan porcentajes de la población victimizada, no permiten conocer las circunstancias en que ocurren las infracciones y no se estima la incidencia de los delitos no denunciados. Pero además, estas muestras cuantitativas empecen, por ejemplo, a la necesidad social básica de conocer con un grado de probabilidad cierta si el delito aumenta o disminuye en un determinado ámbito temporal y espacial, las fluctuaciones de determinadas modalidades delictivas o de violencia social, el estado y evolución de la seguridad urbana "objetiva" y "subjetiva" (esto es, la sensación de inseguridad basada en factores ajenos a la propia victimización de las personas). A partir de la elaboración de las encuestas de victimización podrá contarse con elementos objetivos de constatación que permitan articular, de acuerdo a las distintas realidades criminológicas, estrategias razonables y adecuadas de política criminal.
[1] “Un diagnóstico de la Violencia Urbana en la Argentina”, Dirección Nacional de Política Criminal, Ministerio de Justicia, sitio web del Ministerio.
[2]Gutiérrez, Mariano: “Una sociología de la enemistad”, disponible en www.derechopenalonline.com
[3] “La Delincuencia según las víctimas: un enfoque integrado a partir de una encuesta de victimización”, Observatorio de la Delincuencia en Andalucía, 2006, Ed. Instituto Andaluza Interuniversitario de Criminología, p. 42.