En la Argentina asistimos a un cambio de época que excede largamente los matices insustanciales de la mera transición de un gobierno a otro. Abarca, en su imperceptible profundidad, la renovada disputa por la cultura, por la construcción de nuevas subjetividades, por la configuración de un nuevo sentido común, de una cosmovisión del mundo y de las relaciones intersubjetivas en su conjunto.
No existe en la actualidad, como se pretende instalar, una despolitización de la sociedad sino, por el contrario, un avance cultural contracíclico que coloca en el centro de la escena al individuo, no como parte integrante de una voluntad transformadora de cambios colectivos, sino como mero empresario de sí mismo que elige (se supone que libremente) declinar los discursos y las prácticas conglobantes a favor de un fortalecimiento de lo que podríamos denominar "la vida privada" y el “esfuerzo propio”. Ese marco existencial acotado implica un orden de prelación axiológico diferente, pero eso no lo vuelve des-politizado, sino que, por el contrario, lo re-politiza.
En ese proceso de reconfiguración de las percepciones e intuiciones que los nuevos sujetos tienen de la realidad, se reinstalan discusiones que creíamos encriptadas en un pasado superado por el avance sostenido de la conciencia popular que intentó explorar, arduamente y con opinable completitud, la epifanía de nuevas construcciones colectivas. El “hombre nuevo” del neoliberalismo, por el contrario, opta por el desafío de alistarse en el éxito individual como novedoso y excluyente sentido existencial, y en esa dirección se afilia a la idea de que todo lo que le impida acceder a sus metas hedonistas debe ser suprimido o cancelado. Desde la intervención del Estado y su "intrusión" en la sociedad, en los derechos y en la economía (incluso la individual o familiar) hasta los obstáculos desvalorables, mediante las que terceros incapaces de introyectar la nueva escala de valores dominante ponen en riesgo los avatares sacrificiales del "self made man", justo en un momento en que éstos han reaparecido en claves éticas y estéticas neoliberales y aciagas. Así, quienes no se adapten a las nuevas lógicas del mercado merecen ser erradicados del paisaje social, y esto dicho con total desapego de la metáfora.
Es bueno recordar, aferrándonos a un valladar de mínima racionalidad, que la construcción de un otro desvalorado, de un enemigo, ha sido la constante histórica que precedió a los genocidios. Siempre existieron homo sacer, nuda vidas, existencias que no valen nada y que, por ende, pueden ser aniquiladas. Basta con revisar la historia de la modernidad para advertir los pretextos que dieron lugar a las grandes masacres, que algunos denominan genocidios reorganizadores. Ejercicio imposible de evitar si tenemos en cuenta que vivimos en un país cuyo Estado produjo tres genocidios en apenas dos siglos (Incluyo entre ellos el de la guerra del Paraguay).
En ese contexto, el pulular de personas que eligen –libremente- "hacer justicia por mano propia" contra punguistas, atracadores, ladrones o rateros generan polémicas difícilmente sustentables. Al punto que, en el marco de esas contiendas retóricas, se llegan a confundir intencionadamente las víctimas con los victimarios. A esas aporías contribuye el presidente de la república, sus ministros y funcionarios, parte de la corporación judicial y una corte de comunicadores capaces de exacerbar lo peor de cada uno y presentar como un acto de "justicia" lo que es en realidad un espantoso homicidio agravado. Si recordamos que no hace demasiado tiempo la probable futura presidente de la principal potencia de la tierra aplaudía emocionada y exultante el asesinato brutal de Kadafi, y el propio Secretario General de la ONU, Ban Ki-moon, legitimaba la irrupción unilateral e ilegal de fuerzas militares estadounidenses en Pakistán y el homicidio sin proceso de Bin Laden, exhibiendo un crimen calificado -también en ese caso- como un “acto de justicia” (tomando como propios los mismos argumentos que sobre el caso había vertido el propio Presidente Obama), veremos que la reaparición de estas prácticas y de los argumentos aparentes que intentan justificarlas, no tienen que ver solamente con delitos convencionales -aunque gravísimos- que se perpetran incidentalmente y por particulares al interior de un país. Por el contrario, la construcción de un otro subalterno, la supresión de los derechos y garantías propios de un derecho penal decimonónico, la reivindicación de la pena de muerte y su habilitación en el orden interno e internacional no implican una disputa acotada a meros aspectos político criminales, como se lo pretende sesgadamente presentar. Se trata de formas mucho más sutiles y peligrosas de auspiciar la guerra de todos contra todos y constituye una de las variantes que asumen las guerras de cuarta generación en la modernidad tardía y en las últimas décadas han sido los disparadores de las más brutales masacres perpetradas en un estado permanente de excepción.
Esta reivindicación de la violencia social no puede disociarse de la nueva concepción política de la guerra (justo aquello que dotara de sentido al derecho penal liberal: evitar la guerra de todos contra todos), que como relación social permanente, tiende a convertirse en un organizador básico de las sociedades contemporáneas, prescindiendo de las conquistas y límites de las democracias decimonónicas en materia penal, asumiéndose como “la matriz general de todas las relaciones de poder y técnicas de dominación, supongan o no derramamiento de sangre”. (…) “En estas guerras hay cada vez menos diferencia entre lo interior y lo exterior, entre conflictos extranjeros y seguridad interna”(1), porque en todos esos casos se expresan intervenciones policiales perpetradas mediante medidas militares.
Intervenciones militares de baja intensidad y operaciones policiales de alta intensidad, no podrían ya diferenciarse apelando a las categorías biopolíticas de principios de los siglos XIX y XX.
Por ese motivo, la principal consecuencia de este estado de guerra es que las relaciones internacionales y la política interior se asemejan cada vez más entre sí, lo que provoca una asimilación del derecho penal internacional a los derechos internos, difuminando cualquier diferencia basada en distintos estados de desarrollo de las formas y las prácticas jurídicas.
Guerras de baja intensidad y operaciones policiales de alta intensidad, provocan, en consecuencia, que las ideas de Justicia y de Derecho no formen parte del concepto de guerra de la era postmoderna. Tampoco es posible compatibilizarlas con los crímenes cometidos en el marco de la ley de la selva.
(1) Hardt, Michael - Negri, Antonio: “Multitud. Guerra y democracia en la era del Imperio”, Ed. Debate, Buenos Aires, 2004, p. 35.