"La barbarie no existe, pero si existe, nosotros somos más bárbaros que los indios. El universalismo cristiano se conjuga aquí con la valoración positiva del buen salvaje" (Todorov,Tzvetan: El miedo a los bárbaros, Ed. Galaxia Gutemberg, 2014, p.38)
El concepto de Relaciones Internacionales, fundamental para comprender los comunes denominadores entre control global y derecho, se ha vuelto particularmente polisémico durante la modernidad tardía.
Esta categoría se encuentra fuertemente influida por las narrativas de la modernidad temprana, y en ese entonces aludía solamente a las formas de vinculación entre los estados nacionales.
Estas instituciones constituyeron los sujetos políticos emergentes como consecuencia del triunfo del liberalismo y la consagración de la burguesía como nueva clase dominante en Europa, entre fines del siglo XVIII y principios del XIX. Durante el capitalismo temprano, entonces, las relaciones que se establecieron a nivel mundial implicaron fundamentalmente a las naciones como sujetos políticos organizadores de las nuevas sociedades.
La aparición del estado-nación, obviamente, impactó decisivamente en la cultura, los sistemas de creencias, las percepciones e intuiciones del hombre burgués respecto del mundo moderno del que formaba parte.
En la actualidad, si bien convencionalmente seguimos haciendo referencia a las relaciones internacionales cuando mencionamos a las nuevas formas de articulación vigentes en el mundo, quizás deberíamos evocar más propiamente a las relaciones mundiales para identificar estos vínculos cada vez más complejos, coercitivos y cambiantes.
Es que los vínculos a nivel internacional ya no se establecen solamente a través de las naciones, sino que ese delicado tablero se integra con otras categorías y subjetividades políticas. Esas nuevas partes de las relaciones universales son, entre otras, las asociaciones interestatales, las organizaciones no gubernamentales y las naciones sin estado. No obstante, optaremos igualmente por seguir denominando “relaciones internacionales” a estas nuevas formas de relacionamiento global, con el objetivo de aventar cualquier tipo de confusión conceptual respecto de aspectos que no conciernen al objetivo de esta presentación.
Las relaciones internacionales, en cualquiera de ambas acepciones, abarcan circunstancias políticas, económicas, militares, religiosas, históricas y filosóficas. Estas relaciones no son igualitarias, no han sido casi nunca democráticas, ni siquiera consensuales. Expresan relaciones de fuerzas, y nuevos conflictos que se han complejizado, a su vez, al proyectarse el capitalismo hacia su última fase imperialista.
Independientemente de la consideración que pueda merecer la descripción macroeconómica del imperialismo y la globalización durante el tercer milenio, entendemos que la idea de la realidad política contemporánea debe completarse con un dato que atañe más a la superestructura que a la estructura económica de la fase superior del capitalismo. Ese elemento es la disputa permanente, despareja y asimétrica, por un nuevo relato, un sistema de creencias único y un sentido común que se corresponda con un unidimensionalismo cultural, que allana las diferencias y el multiculturalismo mediante la prepotencia de la fuerza.
Esta práctica hegemónica la han manejado los imperios de manera impecable durante toda la historia, pero nunca tan bien como en la actualidad, a partir de la creación de un sistema de control global punitivo.
Los grandes monopolios comunicacionales y las nuevas tecnologías de la información, han asumido una gravitación fundamental en la organización de las vidas cotidianas, pero también, y muy particularmente, en la construcción de valores, intuiciones, hábitos, aprobaciones y desaprobaciones, siempre realizadas echando mano al más brutal proceso de alienación cultural de la historia. En las guerras modernas, como dice Michel Collon, llegan primero las mentiras que las guerras. E importa mucho más la colonización de subjetividades que la anexión de territorios, como ocurría en las anteriores conflagraciones.
Algunos países han comprendido, en los últimos años, la dimensión de estos procesos de dominación, y se han lanzado a una disputa contracultural que ha dado frutos mucho más rápido de lo que podíamos suponer en un principio. Estos intentos autonómicos, imperfectos e inacabados, han generado nuevos consensos sociales, alrededor de nuevos paradigmas, y un pensamiento crítico alternativo a la formidable empresa de la penetración cultural hegemónica. Pero también han mostrado nuevas rupturas, que se expresan en un marco de crecimiento de la conflictividad y las contradicciones a nivel global, y un resurgimiento de nuevas derechas de connotaciones singularmente autoritarias cuya caracterización no habremos de abordar ahora, como no sea para marcar sus visibles diferencias con el neoliberalismo del Consenso de Washington.
Desde nuestra perspectiva, el comportamiento imperial no ha variado sustancialmente, en este punto, durante la modernidad tardía, y reconoce en este caso algunas identidades con las lógicas que utilizara durante el capitalismo temprano. La creencia de un derecho basado en la fuerza, sustentado en el realismo político y las tesis de vacío de poder no se han modificado.
Sí lo han hecho, en cambio, las tecnologías, las campañas propagandísticas, las acciones y reacciones adoptadas en virtud de los grandes cambios planetarios y la posibilidad de articular formas de control con lógicas análogas, tanto en el orden internacional como interno de las naciones. Esto incluye tanto a las guerras de cuarta generación como a los golpes blandos intentados con distintos resultados en todo el mundo y mediante diversos mecanismos.
Ya no es necesario construir un enemigo "comunista" a quien combatir (aunque el imperialismo lo sigue haciendo en algunas naciones soberanas, tales como Cuba, Venezuela, Corea del Norte, Bielorrusia, etcétera), sino habilitar las vías institucionales para perseguir, "civilizar" y "democratizar", echando mano a una idea unilateral del derecho y la justicia, a los distintos y los díscolos. Que, en casi todos los casos, son poseedores de grandes reservas de preciados recursos naturales. Esas cruzadas planetarias que se perpetran mediante guerras de baja intensidad u operaciones policiales de alta intensidad, se han llevado a cabo cada vez con mayor frecuencia desde la agresión de la OTAN a los Balcanes, utilizando la fachada de “operaciones humanitarias” que encubren generalmente graves crímenes contra la Humanidad.
Esas prácticas bélicas, llevadas a cabo con posterioridad en Irak, Afganistán, Libia y Siria, por poner solamente algunos ejemplos, tuvieron la particularidad de invocar, en todos los casos, a los “derechos humanos” como patente de corso para emprender las más cruentas agresiones armadas. Más aún, campea en todo el mundo, la fundada reserva de la utilización sistemática y recurrente de la propia Organización de las Naciones Unidas para legitimar estas cruzadas unilaterales. Lo mismo podríamos señalar en el caso de la historia reciente de Latinoamérica.
Es cierto que al amparo de la globalización se registran procesos de transformación cuya dinámica y profundidad resultaban inimaginables hace apenas unas décadas. Pero también lo es que el gran quebranto financiero global, parece obligar nuevamente al Imperialismo a resolver sus crisis cíclicas recurriendo a la guerra, tal como lo hizo a través de toda su historia. El mundo está en guerra, sólo que la misma no ha asumido las formas holocáusticas que imaginaban los internacionalistas durante las décadas posteriores a la segunda posguerra. Se trata de una guerra global, que incluye el factor de la coacción militar y policial en un entramado de control de última generación.
Lo interesante, entonces, es intentar descubrir la anatomía, las regularidades de hecho y las rutinas que, en términos económicos y culturales, ha deparado este nuevo concepto de lo global. Para ello es necesario distinguir, al menos, dos períodos de la historia reciente.
El primer tramo de la globalización, posterior a la caída del Muro de Berlín y el colapso de la Unión Soviética, asociado a la unipolaridad, el consenso de Washington, el dogma neoliberal, y el debilitamiento del rol soberano de los estados nacionales, resultó claramente hegemónico hasta principios de la década pasada. Varias crisis y colapsos de magnitud (Rusia, México, Japón, América Latina), conmovieron fuertemente aquella primera expectativa pletórica de crecimiento y fe en las posibilidades de un neoliberalismo sin relatos totalizantes alternativos.
Estas crisis, dieron lugar, a su vez, a nuevas formas de capitalismo, una reaparición de los Estados como articuladores protagónicos de las economías nacionales, nuevos liderazgos regionales y experimentos reiterados y exitosos de estrategias contracíclicas heterodoxas. Es este el caso de Rusia, China, India, Sudáfrica y América Latina, durante el último decenio.
En América Latina, muchos de estos países, azotados hace menos de una década, por profundas crisis económicas y financieras, pudieron aprovechar, la fluidez de los cambios globales para recomponer en poco tiempo sus economías (Argentina, Brasil, Ecuador, Venezuela, Bolivia). Por el contrario, las recetas monetaristas neoliberales han causado, con la misma vertiginosidad y en el mismo lapso, severas depresiones en varios naciones de Europa.
El paradigma del discurso único neoliberal, que presagiaba el "fin de la historia" y el ocaso de las grandes utopías, avalado por un gran gendarme universal que conserva intacta su capacidad militar disuasiva, fue –paradójicamente- el más fugaz de la historia humana. Entró en crisis en poco más de dos décadas, y dio lugar al surgimiento de alianzas múltiples, tanto en el plano militar como económico, político y cultural.
Este abrupto cambio, signado por la aparición de bloques emergentes, alteró sensiblemente la anterior hegemonía global, y la sustituyó por un magma en permanente transformación, todavía no delineado en sus contornos definitivos, que amenaza el predominio económico de la primera potencia mundial. Ésta, no obstante, sigue siendo la nación que más gasta en armamentos y mantiene por ende el predominio militar y la capacidad de disuasión unilateral en el mundo.
Pareciera que asistimos, de tal forma, a una nueva y gigantesca crisis del capitalismo global (debe reiterarse la forma cruenta como éste superó históricamente sus crisis cíclicas), en la que asoman, como ya hemos visto, nuevas alianzas a nivel político, continental e intercontinental (BRICS, CELAC, MERCOSUR), que confieren a la realidad mundial y las nuevas relaciones internacionales, una impronta multipolar, mientras supervive, en teoría, una única superpotencia bélica y reaparecen en los últimos tiempos nuevas derechas de corte autoritario, absolutamente ligadas al capital financiero internacional.
El sistema internacional, por lo tanto, es ahora un conjunto de normas y prácticas de interacción, vigente entre los actores internacionales, que abarca estados, organismos y otras instituciones y agregados sociales, articulado generalmente a través del conflicto, los intereses y las relaciones de fuerza o de poder vigentes entre los mismos.
El Derecho Internacional, en este escenario sin precedentes, es una superestructura formal que regula total o parcialmente las relaciones entre Estados, entre personas, o entre estados y personas, que no escapa a la impronta asimétrica y selectiva que caracteriza al derecho en los ordenamientos internos. Es, por una parte, un proveedor de significados civilizatorios, y una forma de limitación del poder punitivo global; pero, por la otra, se comporta también como un mecanismo de reproducción de la relación de fuerzas sociales preexistente en el sistema internacional. Dicho en otros términos: “La toma de conciencia de que la legislación internacional debe ser respetada y que los conflictos entre estados deberían poder ser controlados por una instancia internacional, es en sí misma un progreso enorme en la historia humana, comparable a la abolición del poder de la monarquía y de la aristocracia, la abolición de la esclavitud, el desarrollo de la libertad de expresión, el reconocimiento de los derechos sindicales y los de las mujeres, o el concepto de seguridad social. Actualmente, quien se opone al fortalecimiento del derecho internacional es, obviamente, Estados Unidos, además de los que apoyan sus acciones en nombre de los derechos humanos”[1].
Los actores del nuevo sistema internacional son los Estados, pero también los grupos subnacionales (por ejemplo, las minorías) o entidades análogas en pugna por su liberación (naciones sin estado o entidades estatales en trance de formación), los organismos interestatales internacionales, las coaliciones o bloques de Estados (G 20, CELAC, UNASUR), organizaciones de diversa índole (políticas, económicas, religiosas), conferencias internacionales y organizaciones internacionales no gubernamentales. También, el derecho internacional y sus tribunales, organismos, estatutos y normas específicas a las que podríamos denominar institucionales.
El sistema jurídico internacional, funciona en base a los intereses permanentes de sus actores y sus formas asimétricas de relación. Estas relaciones no son igualitarias, tampoco han sido casi nunca democráticas. Por el contrario, expresan relaciones de poder y nuevos conflictos de naturaleza diversa, que se profundizan al proyectarse el capitalismo hacia su última fase imperialista, aunque su fundamento explícito sean la solidaridad, la justicia, la paz, la seguridad, el bienestar y los intereses de los actores.
La globalización, en síntesis, dota de un nuevo fundamento al sistema internacional, ya que la interdependencia obligatoria resignifica las razones que le conferían sentido en la modernidad temprana, introduciendo cambios en los mapas y las relaciones, las alianzas estratégicas, la aparición de nuevos bloques y nuevos sujetos políticos.
Esta difícil relación entre relaciones internacionales, derecho internacional, sistema imperial y capacidad de expresar nuevas prácticas hegemónicas, ha dado lugar a una sociología del control global punitivo, que remite a la guerra como forma novedosa de imponer la voluntad imperial a los más débiles, estableciendo nuevas e inflexibles categorías securitarias a nivel planetario.
El modelo de conquista imperial, se legitima en el actual sistema internacional apelando a un derecho internacional creado de manera unilateral y profundamente antidemocrática, tendiente a reproducir las relaciones de poder mundiales, que resulta manifiestamente funcional a los intereses del imperialismo. Éste expresa la fase superior del capitalismo, operada entre los siglos XIX y del XX, que encarna la disputa por los mercados del mundo y la transnacionalización del capital.
Por ende, un derecho de esas características, legitima la utilización de la fuerza con un criterio hobbesiano, reivindica el "realismo jurídico" y "político" que contemporáneamente han teorizado Zbigniew Brzezinski, Henry Kissinger, Condoleezza Rice y Hillary Clinton, remitiendo a la vieja categoría del "vacío de poder" para ejercer su poder punitivo sobre el resto del planeta.
Para Estados Unidos y sus aliados, en consecuencia, el sistema internacional equivale a un sistema de control global donde prima exclusivamente la relación de fuerzas, y el único derecho aceptado es aquel que reproduce esas relaciones de dominación y control.
Hace algunas décadas, el pacto de Varsovia advertía acerca de la matriz extraordinariamente vertical y antidemocrática de la concepción imperialista en materia de relaciones internacionales. Podemos sostener que la misma conserva entera vigencia. Sólo que, en vez de construir como enemigos a los países socialistas, lo hace fundamentalmente con respecto a aquellos pueblos indóciles o poseedores de riquezas o recursos estratégicos escasos y no renovables.
Eso explica que, pese a las profundas transformaciones que en materia de bloques de poder económico ha sufrido el mundo en los últimos años, la principal potencia militar siga siendo Estados Unidos de Norteamérica.
Y lo es, en base a un derecho portador de enunciados tales como la democracia, la paz, la seguridad, la civilización, etcétera, mediante el cual se sienten habilitados para emprender operaciones policiales de alta intensidad o guerras de baja intensidad, a lo largo y a lo ancho del planeta, casi todas ellas con la misma matriz ideológica.
En realidad, la defensa de las relaciones de apropiación y la explotación del hombre por el hombre, cuyo principal estímulo de producción es la obtención de la ganancia, adquiere una centralidad absoluta para el capitalismo del siglo XXI.
Para lograr esos objetivos, la fuerza se constituye en un elemento excluyente de la política internacional y de la diplomacia imperial.
Esto implica una legitimación de las disputas violentas por la hegemonía, que como exteriorización del poder, supone someter la voluntad de los pueblos militarmente más débiles, a los designios unilaterales de los más fuertes.
Esta praxis se sostiene en base a los postulados teóricos del denominado "realismo político", un hallazgo conceptual norteamericano de la época de la segunda posguerra, de resultas de la cual la política de fuerza es concebida como una verdadera ley de la historia y por consiguiente, como la única política posible para el Estado. Su principal mentor fue el profesor de la Universidad de Chicago, Hans Joachim. Morgenthau, que en 1948 editó el libro “Politics among Nations?”[2], en el cual se desarrolló y amplió la idea de la imposición exclusiva de la fuerza en las relaciones internacionales, lo que resultó absolutamente funcional al contexto histórico que se vivía con la aparición de la obra: la guerra fría. Morgenthau considera, entre otras cosas, que “la política internacional, como cualquier política, es una guerra por el poder. Dado que la tendencia por el poder es una característica que diferencia a la política internacional, como a cualquier política, la política internacional es inevitablemente política de fuerza".
Los gobernantes de los Estados imperialistas, particularmente Estados Unidos, continuamente violan el derecho internacional e intentan al mismo tiempo encubrir sus actividades ilegales jurando fidelidad al mismo derecho internacional, en tanto y en cuanto los organismos en los que ejercen una influencia decisiva se presten a sus maniobras o decisiones a nivel global. O sea, mientras convaliden ese derecho sostenido únicamente por la fuerza y la vocación permanente de ejercer el control y la dominación universal.
Esto hace que el sistema internacional encuentre en el derecho internacional una suerte de superestructura mundial que reproduce las relaciones de fuerzas asimétricas existentes entre los Estados.
Ni siquiera la Corte Penal Internacional ha logrado sustraerse de este sistema de pleno disciplinamiento y control mundial. Con mucha mayor razón, podemos decir que tampoco lo han hecho la ONU, la OEA o los tribunales internacionales especiales, creados de manera ad-hoc y ex post facto, generalmente ocupados en juzgar la conducta de los vencidos en las guerras.
Sin embargo, los teóricos del modelo imperialista del sistema internacional se encuentran contemporáneamente en una posición mucho más difícil. Como científicos que apoyan el predominio de la fuerza en las relaciones internacionales, están forzados a desconocer o en general a ignorar el derecho internacional, o bien a afirmar que éste no puede influir en la conducta de los Estados, y que se encuentra únicamente al servicio del ejercicio de la fuerza.
Con ello se intenta eliminar cualquier posibilidad de consolidación de un derecho internacional democrático, al que se considera un obstáculo para la política de fuerza que ejerce de manera permanente.
Es decir, los Estados imperiales no pueden a esta altura de la historia, soportar la legalidad formal que ellos mismos han creado. El denominado “caso Assange” constituye un ejemplo emblemático de cuanto llevamos dicho sobre el particular.
Cabe aclarar que se han hecho intentos parecidos en la historia. Así, para conseguir esta finalidad, los partidarios de la política de fuerza en Alemania, hacia finales del siglo XIX y principios del XX, intentaron demostrar que el derecho internacional, en general, no es derecho. El notable jurista alemán Adolf Lasson, en su libro Prinzip und Zukunft des Vólkerrechts (Principio y futuro del Derecho Internacional), publicado en 1871[3], afirmó que, debido a que el Estado es soberano, no puede ser sometido a ningún derecho externo.
"Como orden jurídico determinado por el pueblo -—escribió Lasson— el Estado debe ser completamente independiente de cualquier voluntad exterior o cualquier ley externa."
Así las llamadas normas del derecho internacional, afirmó Lasson, son sólo "reglas de sabiduría, pero no normas jurídicas."
Hay quienes apoyan las concepciones del dominio de la fuerza sobre el derecho en las relaciones internacionales. Consideran que es una forma de ley natural, debido a la cual sobreviven los más fuertes y mueren los más débiles, y esta ley asegura el progreso de la humanidad, de una manera parecida a la que produce la selección natural de las especies en la biología.
Independientemente de las actitudes morales de tal o cual partidario de la concepción del dominio de la fuerza sobre el derecho, su criterio objetivo sobre esta concepción (expresado en la justificación y ayuda de la política de fuerza) permanece invariable. Es posible, sin exageración, decir que los primeros siempre aceptan la política de fuerza. Mientras tanto, los segundos, varias veces actúan por motivos morales, contra manifestaciones concretas de la política de fuerza.
Algunos partidarios "del realismo político", partiendo del dominio de la fuerza en las relaciones internacionales, afirman plenamente que, precisamente por esto, el derecho internacional, no es y ni puede ser un verdadero derecho, y sólo ejerce una función sin importancia en las relaciones internacionales. Así, Morgenthau describe al moderno derecho internacional como "primitivo" y por ello incapaz de jugar algún rol importante en las relaciones internacionales.
En opinión de Raymond Aron "Los Estados en sus relaciones recíprocas no han salido de su estado natural", y concluye que si los Estados son soberanos, entonces el derecho internacional no es un derecho. "Cualquier teoría, dice él, que parta de la soberanía estatal y de alguna manera liga al derecho internacional con la soberanía, despoja a este derecho de determinadas características necesarias a fin de considerarlo como derecho"[4].
En décadas recientes, en los países occidentales, y sobre todo en Estados Unidos se publicó una serie de obras, en las cuales se afirma que la agresividad es hereditaria en el hombre.
Con el fin de justificar la decisión del presidente Reagan de iniciar la producción de la bomba de neutrones, el "padre" de esta bomba, el profesor Samuel Cohén, declaró que "la tendencia a guerrear es parte de la misma naturaleza humana".
El marxismo leninismo ha puesto al descubierto, la inconsistencia de dichas teorías y ha demostrado que la naturaleza social del hombre es moldeada por los factores sociales que gobiernan su desarrollo. Al subrayar la importancia definitiva de las relaciones sociales para la formación del carácter personal del hombre, Marx y Engels escribieron:
“Si el hombre obtiene todos sus conocimientos, sus sensaciones, etcétera, del mundo sensorial y de la experiencia recibida en este mundo, entonces será necesario adaptar el medio para que el hombre se conozca y aprenda la pureza humana, a fin de que se haga consciente de sí mismo como hombre... Si el carácter del hombre se forma en el medio, entonces será necesario humanizar el medio”[5].
Es cierto que, en la base de las relaciones internacionales, y por lo tanto en el sistema internacional en su conjunto, existen leyes históricas específicas; pero no es verdad que estas leyes sean eternas ni ineluctables. Se ha pagado un costo altísimo en materia de luchas de liberación por rendir un exagerado culto al determinismo teleológico acuñado por el marxismo clásico. Tampoco es cierto que el principio del dominio por la fuerza, que es una ley general de las relaciones internacionales en las formaciones socioeconómicas de clases, domina absolutamente en el sistema internacional moderno.
El modelo del sistema internacional que establece el "realismo político", fundamentado en el dominio de la fuerza, es esencialmente un modelo del sistema internacional capitalista en la etapa del imperialismo, con la diferencia específica, como se vio anteriormente, que la fuerza está dirigida sobre todo contra los Estados y los pueblos más débiles o insumisos. El derechointernacional que se describe en este modelo, es el derecho internacional burgués de la etapa imperialista basado en un conjunto de normas y prácticas de interacción, vigente entre los actores internacionales, que abarca estados, organismos y otras instituciones, articulado generalmente a través del conflicto, los intereses y las relaciones de fuerza o poder.
El sistema internacional es fundamentalmente jerárquico, por ende antidemocrático, responde a las relaciones de fuerza o de poder vigentes, se encuentra en un estado de permanente excepción y las reglas son generalmente impuestas por los estados, las instituciones y organizaciones más poderosas al resto del mundo.
La fuerza adquiere una centralidad excluyente en la política internacional imperialista, al punto de ser admitida y reivindicada como el único instrumento capaz de regular las relaciones interestatales.
Hablamos, como es obvio, de la fuerza militar. La capacidad de prevención, disuasión y conjuración castrense de las diferencias con otros estados y al interior de esos mismos estados, fue un continuo de la política exterior estadounidense, hasta que se produce la disolución de la Unión Soviética, la caída del muro de Berlín y la consolidación de su liderazgo en un mundo unipolar. De acuerdo con información del Instituto Brookings, de 1946 a 1975, Estados Unidos ha utilizado sus fuerzas militares en objetivos políticos 215 veces, y en 19 de ellas recurrieron a la amenaza atómica[6].
A partir de ese momento, a las intervenciones militares (efectuadas directamente o a través de terceros Estados) se agregó una política de intervención policial a gran escala en diversas partes del mundo. Se produjo, de esa manera, una inédita actualización en las formas de imposición de la coerción global en el que coexisten actualmente guerras de baja intensidad con operaciones policiales de altísima intensidad, siempre desplegadas preventiva o represivamente en defensa de los intereses de Estados Unidos y sus aliados, asimilados interesadamente a “la paz”, “la democracia”, la “libertad” y los mejores “valores” de Occidente, que casi siempre han terminado en horrendas e impunes masacres.
Pero las ideas fuerzas a las que se ha venido apelando por parte de los poderosos para llevar adelante estas iniquidades, obliga a centrar nuestra atención, de manera crítica, sobre el concepto del derecho, de los derechos humanos y de la enseñanza de los derechos humanos.
Lo primero que tenemos que poner en cuestión, a mi entender, es el concepto mismo de los derechos humanos. Hace varios años que Boaventura de Sousa Santos viene advirtiendo que los derechos humanos podrían ser el producto de una derrota política de las experiencias de liberación intentada entre los años 60 y 80, por dar un marco epocal aleatorio y meramente indicativo, antes que una conquista consensual interestatal.
Y es necesario que el derecho, como los derechos humanos e incluso los Estados, no son otra cosa que un conjunto de medios. Quien obtenga el dominio de esos instrumentos impondrá una agenda y una cultura afín a sus intereses a la hora de interpretar los derechos humanos y su horizonte de proyección.
Ese horizonte de proyección, en la mayoría de las facultades de derecho es pobre y contribuye a la consolidación de una cultura colonial y dependiente.
Digámoslo con todas las letras: los organismos institucionales internacionales encargados de la custodia de estos derechos han sido cómplices, por acción u omisión, de las más gravosas afrentas a estos derechos. Empezando, como dice Stella Calloni, por la Propia Organización de las Naciones Unidas.
Lo propio podemos señalar de la OEA y sus diferentes dispositivos supuestamente encargados de la custodia de los Derechos Humanos. No en vano, varios mandatarios de Latinoamérica han sugerido lisa y llanamente su sustitución por otro tipo de organismo continental más equitativo y democrático.
El rol de la OEA no ha sido menor en materia cultural, política, y esencialmente (al menos para este análisis) jurídica.
Los denominados “procesos de reforma” de las burocracias judiciales y los sistemas de persecución y enjuiciamiento penal constituyen una evidencia categórica de esa forma de intervención y colonización sobre la que hemos insistido en innumerables oportunidades y lo seguiremos haciendo en el futuro.
No se trata de un aspecto secundario. Atañe a los instrumentos encargados de administrar la violencia y el castigo en toda la región, sus resultados están a la vista y, a esta altura, es difícil seguir admitiendo que los mismos son la consecuencia de implementaciones deficientes.
[1]BRICMONT, Jean: “Imperialismo Humanitario: El uso de los Derechos Humanos para vender la guerra”, Editorial El Viejo Topo, Barcelona, 2008, p. 155.
[2] MORGENTHAU, Hans J.: “Politics among Nations?”, Alfred A. Knopf, Nueva York, 1948.
[3] LASSON, Adolf: “Prinzip und Zukunft des Vólkerrechts”, Wilhlem Hertz Berlín, 1871.
[4] TUNKIN, Grigory Ivanovich: “El derecho y la fuerza en el sistema internacional”, disponible en http://biblio.juridicas.unam.mx/libros/libro.htm?l=480
[5] TUNKIN, Grigory Ivanovich: “El derecho y la fuerza en el sistema internacional”, disponible en http://biblio.juridicas.unam.mx/libros/libro.htm?l=480
[6] TUNKIN, Grigory Ivanovich: “El derecho y la fuerza en el sistema internacional”, disponible en http://biblio.juridicas.unam.mx/libros/libro.htm?l=480