(una lectura de Marsilio de Padua)

Por Francisco María Bompadre
Sumario:
I. Introducción. II. El imperio. III. El Papado. IV. La soberanía popular. V. La comunidad política y la resistencia al tirano.
I. Introducción.

Marsilio Mainardini (1275-1343) estudió medicina, filosofía y derecho en la Universidad de la pujante ciudad italiana de Padua, por ese entonces “infestada” de aristotelismo (Ullmann, 1992:195). Provenía de una familia de abogados, notarios y jueces que militaba en favor del partido de los güelfos, es decir, de los partidarios del Papado en su enfrentamiento con los seguidores del Emperador germano. Marsilio creció en un clima propio de las importantes ciudades italianas del siglo XIV. Como expresa Godoy Arcaya:

En este contexto, la familia de Marsilio de Padua es una excelente expresión de esa clase ilustrada, con un fuerte influjo cultural, político y económico en ascenso, pero con anclajes en el pueblo, que empieza a asumir un importante protagonismo político (2003:336).

Posteriormente, Marsilio se radicó en la “nueva Atenas”, donde continuó sus estudios y llegó a ser rector -por muy breve tiempo- de la mítica Universidad de París hacia el año 1313. Es en la estadía parisina en donde se produce un giro en la concepción marsiliana respecto al Papado: el 24 de junio del año 1324 Marsilio da a conocer en forma anónima en la ciudad de París la que sería su obra mayor, denominada Defensor Pacis:

Los contenidos de algunas tesis del libro fueron declarados heréticos por la Iglesia y su autor condenado a la pena de excomunión. El año 1326, una vez que Marsilio tuvo evidencias suficientes de que su autoría había sido descubierta, abandonó rápidamente París, en compañía de su amigo Jean de Jandum, para refugiarse en Nuremberg, que en ese momento era la sede la corte de Luis de Baviera (Godoy Arcaya, 2003:337).

La radicalidad de las afirmaciones de esta obra, y su encono contra las tesis teocráticas que defendían la supremacía del Papa por sobre el poder temporal le valieron la abierta persecución, por lo que huyó de París en compañía de su amigo Juan de Jandún y buscó refugio precisamente en la corte de Luis de Baviera (Castello Dubra et al, 1997:109).

Al haberse establecido en la corte imperial del Sacro Imperio Romano-germánico (en adelante, el Imperio) y convertido rápidamente en asesor privilegiado del emperador, la curia no pudo lograr la extradición de Marsilio que había sido condenado como hereje por la publicación del Defensor Pacis (Ullmann, 1992:195). Incluso, su compromiso político lo condujo a acompañar a Luis de Baviera en la victoriosa campaña a Italia en el año 1328, y que significó la coronación solemne del alemán como emperador de los romanos.

II. El imperio.

Las confrontaciones, disputas y enfrentamientos políticos entre el Imperio y el Papado -en tanto únicos factores de poder con aspiraciones universalistas en la edad media- no eran una novedad; por el contrario, venían desarrollándose desde tiempo atrás y se manifestaron a veces favorables al Emperador, y en otras ocasiones al Papa (Ullmann, 2003, Tursi, 1992; Castello Dubra, 1996).

Como bien expresa Tursi, en torno al conflicto relativo al Imperio-papado:

Una vez que triunfa Luis de Baviera, puesto que la legitimidad de su elección no fue reconocida por medio de una sentencia pontificia, Juan XXII le ordena dimitir su título, a lo que Luis responde que el coronamiento por medio del Papa no le otorga al emperador ningún derecho nuevo, porque no es la decisión papal, sino la voluntad de los electores la fuente del poder imperial. Ya estamos en las antípodas de la teocracia. Las amenazas y los ataques teóricos más acérrimos de todo el medioevo entre el papado y el Imperio habían de sucederse. Juan XXII excomulga a Luis de Baviera y más tarde lo declarará hereje. Luis, por su parte, con el apoyo teórico de Marsilio de Padua y Guillermo de Occam, declara hereje al Papa y llama a un Concilio General en Sachsemhausen hacia 1324 (1992:294).

Sin embargo, no podemos tampoco desconocer las propias disputas internas hacia dentro del poder político entre el poderoso imperio germano contra la ascendente monarquía francesa; y hacia dentro de las propias filas de la Iglesia en las disputas del Papado contra las órdenes mendicantes (franciscanos, domínicos). Una clara muestra de esto lo encontramos en la posición política de los franciscanos -paradigmáticamente ejemplarizada en Guillermo de Occam en tanto miembro de la orden y al mismo tiempo influyente asesor de Luis-, quienes se habían enfrentado al papa Juan XXII en torno al conflicto de la pobreza evangélica:

(…) La orden mendicante fundada por San Francisco de Asís, ya vastamente expandida y desarrollada, había reafirmado su adhesión inicial al ideal de pobreza evangélica en el Capítulo general de Perugia bajo la dirección del entonces General de la orden, Miguel de Cesena. La situación regular de la orden dentro de la Iglesia estaba siendo sumamente comprometida, en particular por la actitud otra vez polémica de Juan XXII, quien se había expresado en contra de la pobreza, presumiblemente porque atentaba contra el poderío material de la Iglesia y socavaba las bases de su poder político. En este contexto, algunos eminentes teóricos franciscanos encontraron un ocasional aliado en el Emperador, enfrentado con el Papa por razones políticas (Castello Dubra et al, 1997:108).

Por su parte, y en lo referente a las disputas políticas entre el Imperio y la ascendente Monarquía francesa, debemos remontarnos al menos hasta el atentado en Anagni contra el Papa Bonifacio VIII y el consecuente traslado de la sede papal a Avignon bajo la influencia de la Monarquía francesa: ahora la cátedra de Pedro quedaba sujeta al cielo francés (D´Amico, 2003:188). Esta situación político-religiosa sumado al hecho de que Juan XXII era de origen francés confluía en un poderoso centro político adverso a las pretensiones del imperio alemán, y que excedían las cuestiones meramente doctrinarias.

Pero debemos aclarar que frente a la posición marsiliana ante el Papado no debería verse una rotunda laicización en el sentido en que entendemos hoy en día la separación de la Iglesia y el Estado; por el contrario, Marsilio de Padua no deja de pensar bajo el ideal cristiano de la sociedad, en tanto característico y propio de la cosmovisión medieval (Castello Dubra, 1996:226), incluso él mismo, Guillermo de Occam y el emperador Luis de Baviera son fieles cristianos: todos son parte integrante de la civitas cristiana (Defensor Pacis, parte I, capítulo i, parágrafos 6-8; en adelante DP, I, i, 6-8). Pero pertenecer a la cristiandad no le impidió a Marsilio la teorización del ejercicio del poder, su delimitación entre poder temporal y poder espiritual, y la clara subordinación del segundo al primero. Ullmann (1992) da cuenta del pensamiento de Marsilio de Padua como defensor de la tesis ascendente del poder en contraposición a la tesis descendente que defendía el Papado al postular la teocracia.

Es en medio de este complicado contexto político y religioso que Marsilio de Padua escribe su obra principal, el Defensor de la Paz (Defensor Pacis). Y sobre esta misma cuestión, Leo Strauss justamente ha expresado que:

(…) La obra es la defensora, no de la fe, sino de la paz, y nada más que de la paz: no, repetimos, porque la paz sea el máximo bien o el único bien político, sino porque, como es un tratado de época, la obra se ocupa ante todo del mal de su época. Este es el motivo por el cual Marsilio, al parecer, reduce sus aspiraciones. Así se abstrae de la pregunta respecto del mejor régimen sin negar de ningún modo su importancia: cualquier régimen es mejor que la anarquía. Por tanto, se ocupa de la ley en sí, de la ley en tanto ley, antes que de las leyes buenas o de las mejores leyes, y del régimen en sí antes que el mejor gobierno. De ahí que lo satisfaga el mero consentimiento como criterio de legitimidad, distinto del grado de consentimiento (2007:270).

La interpretación del comentarista citado, no deja de tener una base histórica cierta ante la escalada creciente en las disputas del Imperio frente al Papado, e incluso, ateniéndonos al texto del paduense desde su mismo comienzo sobresalen las reiteradas y numerosísimas citas evangélicas en torno al ideal de la paz. Así, en sus propias palabras sentencia: “son excelentes frutos los de la paz” (DP, I, i, 1).


III. El Papado.

Si bien Marsilio no era integrante de ninguna orden religiosa y en tanto laico hizo una gran defensa de la superioridad del poder temporal por sobre el espiritual, no es menos cierto que también fue un gran estudioso de las cuestiones religiosas y como teólogo atacó fuertemente la doctrina papal de la Plenitudo Potestatis (DP, II, iv, 1-4, 7 y 9). Sostiene a este respecto Ullmann que:

Marsilio insistía enfáticamente en que la teoría ascendente de la ley y del gobierno, en bien de la paz, debía también aplicarse a la Iglesia como cuerpo de creyentes, de modo que también éstos fuesen los verdaderos depositarios del poder. La manera de llevarlo a la práctica era a través de un consejo general en el cual debía hallarse representada la totalidad de la Cristiandad. En última instancia, si resultaba cierto que, en el Estado “lo que concierne a todos debe ser aprobado por todos”, ello debía también serlo en la Iglesia, en el cuerpo de los cristianos. La fe y su fijación eran asuntos que concernían a todos los cristianos, con lo que quedaba justificada su representación en un consejo general. El pueblo cristiano -del que formaban parte los laicos- era quien, a través del mecanismo de un consejo general con representación laica, debía elegir al papa, fijar sus poderes, definir los artículos de fe y designar los cargos eclesiásticos. Las decisiones de este consejo general eran infalibles en virtud de la presencia del Espíritu Santo, mientras que el papa estaba tan sujeto a error como cualquier otro cristiano y podía ser depuesto por el consejo general (1992:202).

Vemos que el mismo modelo político de elección del emperador germano, es postulado por el paduano para su aplicación a la organización de la Iglesia, minando de este modo toda pretensión de teocracia e incluso de la preponderancia de la figura del Papa, en beneficio del concilio y de la totalidad de los cristianos. Por su puesto que tampoco debemos desconocer que si bien Marsilio presenta en el Defensor Pacis un argumento anticlerical (Strauss, 2007:276) a favor del concilio general de todos los cristianos, y por ende en contra de la teocracia papal que se asienta en la plenitudo potestatis en tanto sumatoria del poder temporal y del espiritual o religioso, al mismo tiempo este argumento milita a favor de la teoría ascendente del poder, es decir, es también un argumento en favor del poder temporal del Imperio en su disputa ante el Papado; argumento que funciona estratégicamente debilitando en su frente interno al único rival medieval de aspiración universal que se le podía oponer al Imperio. Pero incluso va más allá la postura marsiliana al caracterizar a la defensa de la plenitudo potestatis por parte del Papado como el mayor impedimento para el bien vivir y la tranquilidad de los hombres y como el factor de la discordia que impide al poder temporal llevar adelante el fin de la polis y de la vida comunitaria. Este mismo argumento fue utilizado por Luis de Baviera en el pronunciamiento de Sachsenhausen cuando lo acusa al Papa de perturbar la paz desconociendo los derechos del Imperio.

Frente a lo sostenido por el Papado en torno a la cuestión petrina, la estrategia del Defensor Pacis (DP, II, xvii, 2) es poner en evidencia la igualdad de todos los apóstoles entre sí:

(…) Marsilio ha tratado de establecer el hecho de que ningún apóstol tuvo preeminencia sobre los otros en cuanto a la dignidad sacerdotal dada a ellos por Cristo-Dios. A partir de un análisis de una serie de textos mostrará que en todos los casos Cristo se dirigió a sus apóstoles en plural y de manera indiferenciada (pluraliter et indifferentes). Señala asimismo el Paduano que la dignidad sacerdotal, una y la misma en todos, no implica en ningún caso jurisdicción coactiva. Cristo mismo impidió a sus apóstoles esta jurisdicción. Precisamente hace referencia al hecho de que Cristo no vino al mundo a dominar a los hombres ni a gobernar sobre asuntos temporales, sino que siempre se sometió al poder vigente. Cristo se excluyó a sí mismo de esto en forma explícita: “Mi reino no es de este mundo”. Así excluyó también a los apóstoles y a sus sucesores del principado y el juicio coactivo en este mundo. Ningún apóstol tuvo jurisdicción coactiva sobre otro, tampoco Pedro (D´Amico, 2003:191).

Coherente con esta perspectiva Marsilio de Padua se hace eco de una discriminación aceptada en la Edad Media en torno al tipo de autoridad que el sacerdocio puede revestir; diferenciando entre la potestas ordinis y la potestas jurisdictionis (DP, II, xv, 1, 2 4, 6, 9). Si la primera refiere al poder del sacerdote relativo al orden sagrado y comprendiendo básicamente la administración de los sacramentos; la segunda atiende al poder estrictamente jurisdiccional que implica el gobierno hacia dentro de la Iglesia, y que podía serle conferido a un sacerdote en particular sobre otros. Si el primero es impreso de manera sobrenatural en el alma del sacerdote por parte de Dios y se extiende a todos estos por igual; el segundo por el contrario, funda toda la jerarquía eclesiástica y se fue dando por la acción humana por lo que es considerado una actividad accidental del sacerdocio, diferenciándose así del primero que es considerado como la actividad esencial (Castello Dubra, 1996:236-237; D´Amico, 2003:190). Desde este punto de vista, el Defensor Pacis ataca la doctrina de la plenitudo potestatis utilizando también argumentos provenientes de la propia Biblia.

Las elaboraciones teórico-religiosas de Marsilio de Padua, junto a los aportes de otros opositores al poder temporal del Papado, fueron llevados a la práctica luego de que la finalización del Papado de Aviñón (1309-1377) desembocara en el Gran Cisma (1378-1417) de la Iglesia, en tanto proceso político religioso que llevó a cuestionar severamente la doctrina de la plenitudo potestatis, que había sido el núcleo de la teocracia papal durante casi mil años (Tursi, 1992:306; Godoy Arcaya, 2003:354).


IV. La soberanía popular.

Si bien existen en el Defensor Pacis argumentos para sostener la postura de Leo Strauss, en el sentido que: “Lo característico de El Defensor de la Paz, entendido como tratado de filosofía política, es que presenta con mucho énfasis y, al mismo tiempo, literalmente retracta la doctrina de la soberanía popular” (2007:276). Pero también han sido habilitadas lecturas menos conservadoras que la transcripta; en esta línea se ha expresado que:

(…) La cuestión del carácter republicano del pensamiento político de Marsilio y su supuesta adhesión a una teoría de la soberanía popular queda en pie, y sigue siendo objeto de intenso debate (Castello Dubra et al, 1997:120).

La dificultad de la categorización de la soberanía estriba en la propia redacción del Defensor Pacis, y en las diferentes acepciones que el paduano desarrolla a lo largo de la obra mencionada. Así, encontramos que la doctrina de la soberanía popular se apoya en que el ejercicio de la autoridad de instituir leyes le corresponde a una asamblea general de ciudadanos, que puede ser la totalidad de los ciudadanos (universitas civium) o bien su parte preponderante (valentior pars) (DP, I, xii, 3). Y aquí surgen los problemas en torno al concepto de ciudadano y de parte preponderante: ciudadanos serán -siguiendo a Aristóteles- aquellos que pueden participar en algún grado del gobierno o la función pública (en el ejercicio efectivo o bien por medio del voto y bajo delegación en otro), excluyendo a los extranjeros, los siervos, las mujeres y los niños (DP, I, xii, 4). Si bien el concepto de ciudadano es bastante precisable en la obra marsiliana, peor suerte corre la caracterización de parte preponderante (valentior pars), de la que solo ofrece como elementos configuradores la cantidad y la calidad de la misma, y propone que sea establecidas según la honesta costumbre de los regímenes políticos (DP, I, xii, 3 y 4). Pareciera desprenderse que si bien el elemento cuantitativo apelaría a la mayoría que representa; por el contrario, el elemento cualitativo de referirse a algún tipo de condición reduciría el alcance de la soberanía popular (Castello Dubra et al, 1997:113). De todos modos, y al margen que las oscuras palabras que Marsilio escribió, no menos cierto es que se muestra absolutamente partidario de que sea la totalidad de los ciudadanos (universitas civium) los que deben aprobar las leyes en tanto y en cuanto las consideren convenientes y justas para el bien común de los ciudadanos (fin último de la polis); y reservando de esta manera para la parte preponderante (valentior pars) el mandato asambleario de descubrir y encontrar la ley, como así también elaborar su formulación para la aprobación de la totalidad de los ciudadanos. Sobre esta última concepción del paduense, Godoy Arcaya expresa que:

Donde hay un destello de originalidad es en la argumentación que expone para fundamentar la mayor legitimidad de la ley que se origina en el consentimiento popular. En efecto, el mayor peso de su argumento radica en que ese consentimiento es la mejor garantía de la sujeción ciudadana a la ley, pues cada cual, al obedecerla, no hace sino obedecerse a sí mismo (2003:349).

Esta es una de las características de claras resonancias modernas -y rousseaunianas- que nos llevan a tomar partido por un Marsilio que está pensando una teoría que excedería la fuerte disputa entre el Imperio y el Papado. Así lo dice el paduense cuando se refiere a la sanción de las leyes:

Pero la dada con la audición y el consenso de toda la multitud, aun siendo menos útil, fácilmente cualquier ciudadano la guardaría y la toleraría, porque es como si cada cual se la hubiera dado a sí mismo y por ello no le queda gana de protestar contra ella, sino más bien la sobrelleva con buen ánimo (DP, I, xii, 6).


V. La comunidad política y la resistencia al tirano.

La comunidad política en el Defensor de la Paz es el resultado de la contraposición de las necesidades biológico-naturales de los hombres frente a las respuestas que la razón es susceptible de brindar para satisfacer y proveer a la satisfacción de aquellas necesidades (i.e., diversos géneros de artes, disciplinas y oficios). Bajo estas circunstancias es que Marsilio presenta la noción de paz como la condición óptima de cualquier régimen político, y en tanto buena disposición de la comunidad política que le permite a cada una de las partes desempeñarse adecuadamente en su función (DP, I, iii, 5; y I, iv, 1-4). Si bien para el paduense el hombre tiende naturalmente a la suficiencia de la vida, sólo es en la comunidad política el lugar y la manera en que puede alcanzarla (Castello Dubra, 2005:35-36). Esta concepción marsiliana, como lo ha destacado el propio autor, es tributaria del Aristóteles -desconocido y novedoso- que ingresó a Europa hacia el siglo XII y XIII; y en particular del libro la Política que venía siendo estudiado desde el año 1260:

La novedad que introdujo la Política aristotélica residía en que ella ofrecía un modelo completo y acabado de explicación de todo lo concerniente a la vida política en un discurso racional autónomo, sobre bases puramente naturales. Con Aristóteles el occidente medieval pudo recuperar, entre otras nociones, la concepción de la sociabilidad natural del hombre y el estudio comparado de las diversas formas de organización política (Castello Dubra, 1996:229).

Marsilio considera que sería engorroso y perjudicial para el resto de las actividades y oficios de la comunidad política el hecho de que todos los ciudadanos se dediquen a gobernar. Por eso distingue entre el legislador (universitas civium) y la parte gobernante, que encarna el momento ejecutivo-judicial, a cargo también del poder coactivo. Y aquí también se manifiesta una de las señas del pensamiento marsiliano, que lo ubica en lo más avanzado de su época, preanunciando un rasgo que ya en la modernidad sería más fácil de expresar: el gobernante debe actuar siempre de conformidad a la ley. Expresa al respecto Castello Dubra que: “La ley es presentada como un elemento necesario para asegurar la equidad y la justicia de los actos judiciales de la parte gobernante” (2005:41); y Godoy Arcaya por su parte también afirma que:

El énfasis de la función de la ley como una norma racional que ordena y regula la existencia de la ciudad, en la definición aristotélica de la ciudad, nos permite reconocer la presencia de Cicerón y el influjo de su concepción de la res publica, ampliamente generalizada en la Edad Media. En este asunto, y en otros, nuestro autor cruza y hace interactuar entre sí ideas aristotélicas y ciceronianas, siguiendo una tendencia intelectual de la época (2003:344)

Relacionado a la temática de la ley, notamos que Marsilio de Padua (DP, I, xviii, 3) va a afiliarse a una arriesgada corriente intelectual de la época que reconoce en Juan de Salisbury y en Tomás de Aquino dos predecesores: la resistencia al tirano (principantis correpcione). Por su puesto que no es una doctrina privativa del medioevo dado que ha sido sostenida antes y después de éste por distintos pensadores, ente ellos: Cicerón, Plutarco, Polibio, Teofrasto, Séneca, Quintiliano, Luciano; todos ellos anteriores; y también por los posteriores como Bartolo de Sassoferrato, Lorenzino de Médici, Domingo de Soto, Molina, Suárez, Belarmino, Juan de Mariana, Lutero, Calvino, Juan Knox, Juan Poynet, Juan Altusia, Milton, Locke y Rousseau (Bompadre, 2008). Sin embargo, que exista esta línea de continuidad en la doctrina de resistencia o deposición al tirano, no le quita mérito a Marsilio de Padua, sobre todo si tenemos en cuenta en el contexto político-religioso en que escribe el Defensor de la Paz. El principio es un derivado lógico de la función de la ley en el esquema del paduano, en el sentido de que la ley derivada de la universitas civium y en tanto instancia fundante está por encima del gobernante, y en caso de ser transgredida por éste debe ser apartado del gobierno y reestablecerse el imperio de la legalidad. Bien se ha expresado en esta línea que:

Por más que Marsilio se halle comprometido en la legitimación del poder político secular, no concibe ese compromiso bajo la forma de una consolidación de un poder discrecional, sino bajo la forma de una determinación de las condiciones de su legitimidad (Castello Dubra, 2005:57).

Bajo estas palabras es difícil ver a Marsilio de Padua sólo como un intelectual orgánico del Imperio en su disputa con el Papado. Parecería más bien existir un delicado equilibrio entre lo que necesita escuchar Luis de Baviera en tanto fundamento de su espada ante las cruces del Papado, y lo que el propio Marsilio considera como una manera más democrática del ejercicio del poder. Pensar en los intersticios que puedan encontrarse cuando se enfrentan dos poderes tan omnipresentes parece haber sido el legado de la pluma del paduano. Y no es poco.
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