El sesgo reactivo y profuso que caracteriza a la prédica de los dogmáticos que se han ocupado de confrontar -en los últimos tiempos y sobre todo a partir de setiembre del 2001- con el bagaje teórico del denominado “derecho penal del enemigo”, en no pocas ocasiones ha creído encontrar la génesis de esta concepción del mundo, que exacerba las nociones de sociedad (homogénea), norma, personas y roles, en los ensayos funcionalistas previos de Luhmann y en la obra de Carl Smith, adonde generalmente remiten[1].
Intencionadamente o no, han puesto a cubierto de la indagación de la filiación de este horizonte ideológico, a los clásicos, y más específicamente a quienes acuñaron, durante el capitalismo temprano, el propio concepto de “contrato social”.
Pareciera que el liberalismo no debiera vincularse bajo ningún concepto con postulaciones binarias y, más aún, que frente a la “amenaza” de la expansión del poder punitivo (interno, pero también global) expresada en clave de enemistad, habría que salvaguardar a la filosofía y al derecho modernos (a quien se asimila mecánicamente al “derecho penal liberal”) de cualquier coincidencia teórica con lógicas castrenses asentadas en el paradigma de la exclusión y la inocuización social. Las limitaciones ideológicas que revelan estos esfuerzos infructuosos únicamente pueden ser entendidas a la luz de algún nivel de adhesión o convalidación (explícita o implícita) respecto de la idea del “contrato social” - acaso la ficción conceptual más penetrante de la modernidad- y al rechazo a considerar los cambios sociales y aun a la historia misma como el producto de relaciones conflictivas y dialécticas.
En síntesis, parece percibirse un esfuerzo por preservar a los teóricos del capitalismo temprano -a quienes se asocia con las “libertades” civiles- de cualquier abordaje crítico que permita inferir algún tipo de analogía entre su discurso y las nuevas formulaciones legitimantes de la guerra contra los terroristas internos, los enemigos con los cuales el estado no dialoga sino que, por el contrario, combate.
En este sentido, es interesante observar de qué manera opera esta lógica tuitiva de una “modernidad” a la que se supone superadora del antiguo régimen y portadora de libertades que el imaginario social ha intuido como patrimonio del conjunto social, soslayando la condición superestructural de la misma, en tanto aparato ideológico afín a las nuevas relaciones de producción. Esta autonomía relativa ha sido materia de un olvido llamativo, a pesar que se incardina en los aspectos más sensibles del sistema colectivo de creencias e impacta sobre la definición del poder y el discurso del orden[2].
Justamente, Rousseau significa, en dicha clave, una alternativa superadora de la filosofía francesa del Siglo XVIII, la que no trasciende en general la crítica al feudalismo y el absolutismo, efectuada desde los intereses de clase de la burguesía, por lo que sus postulados deben ser objeto de un análisis particularizado en orden al objeto que nos convoca.
En Rousseau, particularmente, resulta interesante indagar respecto de un aspecto no demasiado explorado, cual es su visión respecto de los sujetos que se atreven a violar el pacto social, desplegando conductas desviadas o disfuncionales (en síntesis, opuestas a la noción de virtud) respecto de la convivencia colectiva.
Para ello, es preciso destacar la idea de “alianza moral” que establece entre el estado y los ciudadanos, de cuya unión pareciera hacerse depender la propia supervivencia del conjunto[3].
Esa alianza, planteada como consustancial a la supervivencia del estado, supone la afirmación de que el “contrato social”, suscripto de manera consensual por los ciudadanos, implica la concreción de la “voluntad general” dirigida al “bien común”[4].
Es más: se afirma que lo que confiere solidez y duración al estado es, justamente, el cumplimiento de los convenios[5]. La idea de contrato, de convenio, de ley y de cumplimiento, comienza a plantear una incógnita digna de ser despejada respecto de cual es la concepción de Rousseau frente a la infracción a la ley, definida como condición inherente a la asociación civil[6]. Es decir, frente al incumplimiento de un pacto social que da vida y existencia a un cuerpo político, estando a las categorías históricas (estado, ciudadano, pueblo, etc.) totalizantes de Rousseau.
En efecto, y como hemos dicho anteriormente, si “los compromisos que nos ligan al cuerpo social son obligaciones porque son mutuos”[7], en un escenario consensual cuya finalidad es la conservación de los contratantes[8], se impone el planteo de qué hacer frente al incumplimiento, frente a la ruptura lineal de la paz contractual, frente a la amenaza a la supervivencia social.
Cuando Rousseau establece las características de los diversos sistemas de legislación, tal como los denomina[9], concibe a la ley como una expresión del conjunto social, destinada a garantizar la igualdad formal y la libertad de contratar en el capitalismo temprano. En ningún momento Rousseau alude a la asimetría social respecto de la potestad de determinar qué está permitido y qué está prohibido en la sociedad. Es la misma sociedad, “en su conjunto”, la que salda mediante el contrato lo virtuoso y lo desviado.
Allí es cuando, como una consecuencia o derivación de esa relación entre los hombres y entre los hombres y las cosas, admite una última vinculación entre los hombres (no los “ciudadanos”) y la ley. La relación de incumplimiento o desobediencia a las leyes civiles deriva en la necesidad de establecer un sistema punitivo.
Pero este sistema criminal debe leerse en la clave inexorable del mandato social originario, que implica que, “si se encuentran opositores al contrato social, esta oposición no invalida el contrato”, justamente porque es éste el acto más voluntario del mundo.
Es decir que los “opositores” deberán asumir (y aceptar) inexorablemente la vigencia plena del contrato y, si lo infringen, quedarán al margen del mismo, pero el acuerdo no será nunca puesto en crisis. Se trata de una especie de “fin de la historia” anticipado. El desviado, el desobediente de las sociedades contractuales quedará así excluido de una suerte de pacto auto y heteroprotectivo, y por ende incuestionable, porque está refrendado por la sociedad misma, sin que intervengan relaciones de fuerzas internas y asimétricas en la aptitud para definir lo permitido y lo prohibido.
“Para que el pacto social no sea, por lo tanto, una fórmula vana, contiene tácitamente este compromiso, el único que puede dar la fuerza a los demás: quien se niegue a acatar la voluntad general será obligado por todo el cuerpo (el destacado en negrillas me pertenece), lo cual no significa otra cosa sino que se le obligará a ser libre, puesto que tal es la condición que dándose cada ciudadano a la patria le asegura de toda dependencia personal, condición que forma el artificio del funcionamiento de la máquina política y única que hace legítimos los compromisos civiles, los cuales, sin esto, serían absurdos, tiránicos y sujetos a los más enormes abusos” [10].
Rousseau, en un principio, parece reconocer como “enemigos” únicamente a los ciudadanos y no a los hombres y solamente en el marco de un estado de guerra entre estados[11], idea que además queda plasmada en su obra “Sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres”, donde expresa textualmente: “En efecto, ¿qué es la generosidad, la clemencia, la humanidad, sino la piedad aplicada a los débiles, a los culpables, o a la especie humana en general? La benevolencia y la amistad incluso son, si bien se mira, productos de una piedad constante, fijada sobre un objeto particular[12];…. Es ella la que, sin reflexión, nos lleva en socorro de aquellos a quienes vemos sufrir; es ella la que, en el estado de naturaleza, hace de leyes, de costumbres y de virtud, con la ventaja de que nadie se siente tentado a desobedecer su dulce voz.”.
Sin embargo, otros tramos de su obra abren la puerta para una interpretación en clave binaria de enemistad sociológica, donde a los desviados se les niega la condición de personas morales o de ciudadanos; por lo menos, a determinados delincuentes: “Todo malhechor” —dice Rousseau—, al atacar el derecho social, se convierte por sus delitos en rebelde y traidor a la patria; deja de ser miembro de ella al violar sus leyes, y hasta le hace la guerra. Entonces, la conservación del Estado es incompatible con la suya; es preciso que uno de los dos perezca, y cuando se da muerte al culpable, es menos como ciudadano que como enemigo. Los procedimientos, el juicio, son las pruebas y la declaración de que ha roto el pacto social y, por consiguiente, de que ya no es miembro del Estado. Ahora bien, como él se ha reconocido como tal, al menos por su residencia, debe ser separado de aquél mediante el destierro, como infractor del pacto, o mediante la muerte, como enemigo público; porque un enemigo así no es una persona moral, es un hombre, y entonces el derecho de guerra consiste en matar al vencido” [13].
En rigor de verdad, pareciera que la impronta que caracteriza la obra de Rousseau es esta permanente posibilidad interpretativa. Esta lógica de la ambigüedad que, en lo que atañe a cuestiones tan sensibles como la postura del liberalismo político respecto de la diversidad, amerita un análisis más profundo. “A juzgar por sus intérpretes, Rousseau nos ha legado un modelo para armar y ha extraviado deliberadamente las instrucciones, cada cual puede armar su modelo rusoniano de una manera ligeramente diferente, sólo la forma de las piezas obliga un (in)cierto orden”[14].
¿Pero cuál es la visión de Rousseau del “otro”, y cómo asimila a la otredad a la luz de su concepción férrea de la virtud? ¿Cuál es su configuración de la alteridad, de lo extraño, de lo diverso?
“El otro es monstruoso para Rousseau, su corporalidad le impide la aspiración a la transparencia perfecta y al autoreconcimiento de sí mismo en el otro, por ello para que cesen las guerras y las desigualdades entre los hombres, estos deberán sacrificar su alteridad. En el fondo, piensa Safranski, el proyecto rusoniano es un proyecto totalitario, cuya realización vio luz rápidamente en la figura de Robespierre el cual seguramente hubiese llevado con gusto a Rousseau a la guillotina, siendo consecuente con su doctrina de negarle al otro su derecho a la alteridad. Toda negación de la alteridad conduce necesariamente a la negación de la identidad y con ella a la negación de la individualidad. La versión de Safranski parece apuntar a que el pensamiento de Rousseau no sólo es políticamente peligroso sino teóricamente autocontradictorio. “Pesa sobre Rousseau la amenaza de caer en la trampa de su propio pensamiento”[15].
La negación de la individualidad, por ende de la identidad, encubre una ideología que, entre restaurar el orden y gestionar el caos (disyuntiva que es manifiestamente relevante en el capitalismo tardío y que debe ameritar una lectura crítica de los clásicos enciclopedistas liberales pues en esa clave se pretende resolver la conflictidad y el cambio social) opta por la utopía homogeneizante e inocuizadora en una sociedad que se caracteriza, justamente, por el derrumbe de paradigmas totalizantes de una modernidad temprana.
Al distinto se lo extirpa del “cuerpo social” por “infractor del pacto” y, por lo tanto, por “enemigo público”.
Existe indudablemente en Rousseau una lógica calvinista que depara inexorablemente frente a la infracción el castigo, casi como en una ecuación obligatoria propia de las tradiciones intelectuales protestantes. A los 38 años es premiado por su breve “Discurso sobre las ciencias y las artes” en el que postula que el desarrollo científico y artístico no ha depurado las costumbres sino que las ha corrompido.
Rousseau, por su obsesión como sociólogo y moralista, es un caso aparte, a tal punto que los enciclopedistas nunca le consideraron uno de los suyos. Mas aún, temían a su rebeldía, a su condición de plebeyo y de hombre supuestamente “sin tacto”. Probablemente ningún contemporáneo percibió como él las contradicciones del sistema social francés, de las que tenía conciencia desde el punto de vista (bastante más democrático que el de la mayoría de los ilustrados) de las masas pequeño burguesas oprimidas de labriegos y artesanos. Justamente, este sustento ideológico del ginebrino explica las contradicciones de su filosofía social, que es a la vez radicalmente democrática y duramente reaccionaria. Alienta el progreso e invita a los hombres a derrocar un sistema opresor, pero a su vez tracciona hacia un pasado compatible con un ideario social conservador. “El antagonismo social básico adquiere en la conciencia de Rousseau la forma abstracta de contradicción entre la cultura y la naturaleza, entre la vida armónica, natural del sentir y la artificiosidad, la unilateralidad del pensar razonador”. “El pensador ginebrino pone al descubierto con gran clarividencia y fustiga con santa ira las calamitosas consecuencias de la desigualdad social, de las formas existentes de la división del trabajo. Bastante más débil es a la hora de proponer remedios a las contradicciones de la cultura”[16]. Por un lado, busca la salvación atenuando el ritmo del desarrollo histórico, frenándolo a partir de una concepción moral totalizante que cree impregna el pacto fundacional que debe cumplirse. Por otro, lo que obstruye el progreso del hombre hacia la armonía debe ser eliminado no sólo por el desarrollo gradual, sino también mediante la lucha. Pero la “lucha” de que habla Rousseau no es la lucha revolucionaria social, sino la lucha ética que en nombre de la “virtud” debe dar el individuo contra sus propios defectos y flaquezas (la victoria sobre las pasiones y el dominio de los sentidos), o la propia sociedad contra los infractores del programa contractual.
Notas:
[*] Universidad Nacional de La Pampa.
[1] Conf . Marteau, Juan Félix: "Una cuestión central en la relación derecho- política. La enemistad en la política criminal contemporánea", Revista "Abogados", edición noviembre de 2003.
[2] conf. Marí, Enrique: “Racionalidad e imaginario social en el discurso del orden”.
[3] Contrato Social, p. 200.
[4] Op. Cit. p. 199.
[5] Contrato Social, p.220
[6] Op.Cit p. 208.
[7] Op. Cit. p. 200.
[8] Op. Cit. P. 203.
[9] Op. Cit. P. 221 y 222.
[10] Op. Cit. p. 191.
[11] op. Cit., p, 184
[12] Op. Cit. P. 238.
[13] Véase sobre las posibilidades de una interpretación de los textos roussonianos en ese sentido, Pérez del Valle, CPC, nº 75, 2001, pp. 597 ss.; y también Jakobs, en Jakobs/Cancio, (n. 1), pp. 26 s. 79 Véase Rousseau, El contrato social o Principios de derecho político, Libro Segundo, V, citado según la edición, con estudio preliminar, y traducción, de María José Villaverde, 4ª ed., Ed. Tecnos, Madrid, reimpresión de 2000, Lib. II, cap. V, pp. 34 s.
[14] Villarino, Carlos: “J. J. Rousseau, o de cómo el hombre devino moral”, disponible en Revista Electrónica Léxicos, Número 7.
[15] Safranski, R. (2000) El Mal o el Drama de la Libertad. Barcelona. Tusquets. Pág. 148.
[16] Conf. Iovchuk, M.T.; Oizerman, T.I; Schipanov, E.I: “Historia de la Filosofía”, Ed. Progreso, Moscú, 1978, Tomo I, p. 257 y 260.
Intencionadamente o no, han puesto a cubierto de la indagación de la filiación de este horizonte ideológico, a los clásicos, y más específicamente a quienes acuñaron, durante el capitalismo temprano, el propio concepto de “contrato social”.
Pareciera que el liberalismo no debiera vincularse bajo ningún concepto con postulaciones binarias y, más aún, que frente a la “amenaza” de la expansión del poder punitivo (interno, pero también global) expresada en clave de enemistad, habría que salvaguardar a la filosofía y al derecho modernos (a quien se asimila mecánicamente al “derecho penal liberal”) de cualquier coincidencia teórica con lógicas castrenses asentadas en el paradigma de la exclusión y la inocuización social. Las limitaciones ideológicas que revelan estos esfuerzos infructuosos únicamente pueden ser entendidas a la luz de algún nivel de adhesión o convalidación (explícita o implícita) respecto de la idea del “contrato social” - acaso la ficción conceptual más penetrante de la modernidad- y al rechazo a considerar los cambios sociales y aun a la historia misma como el producto de relaciones conflictivas y dialécticas.
En síntesis, parece percibirse un esfuerzo por preservar a los teóricos del capitalismo temprano -a quienes se asocia con las “libertades” civiles- de cualquier abordaje crítico que permita inferir algún tipo de analogía entre su discurso y las nuevas formulaciones legitimantes de la guerra contra los terroristas internos, los enemigos con los cuales el estado no dialoga sino que, por el contrario, combate.
En este sentido, es interesante observar de qué manera opera esta lógica tuitiva de una “modernidad” a la que se supone superadora del antiguo régimen y portadora de libertades que el imaginario social ha intuido como patrimonio del conjunto social, soslayando la condición superestructural de la misma, en tanto aparato ideológico afín a las nuevas relaciones de producción. Esta autonomía relativa ha sido materia de un olvido llamativo, a pesar que se incardina en los aspectos más sensibles del sistema colectivo de creencias e impacta sobre la definición del poder y el discurso del orden[2].
Justamente, Rousseau significa, en dicha clave, una alternativa superadora de la filosofía francesa del Siglo XVIII, la que no trasciende en general la crítica al feudalismo y el absolutismo, efectuada desde los intereses de clase de la burguesía, por lo que sus postulados deben ser objeto de un análisis particularizado en orden al objeto que nos convoca.
En Rousseau, particularmente, resulta interesante indagar respecto de un aspecto no demasiado explorado, cual es su visión respecto de los sujetos que se atreven a violar el pacto social, desplegando conductas desviadas o disfuncionales (en síntesis, opuestas a la noción de virtud) respecto de la convivencia colectiva.
Para ello, es preciso destacar la idea de “alianza moral” que establece entre el estado y los ciudadanos, de cuya unión pareciera hacerse depender la propia supervivencia del conjunto[3].
Esa alianza, planteada como consustancial a la supervivencia del estado, supone la afirmación de que el “contrato social”, suscripto de manera consensual por los ciudadanos, implica la concreción de la “voluntad general” dirigida al “bien común”[4].
Es más: se afirma que lo que confiere solidez y duración al estado es, justamente, el cumplimiento de los convenios[5]. La idea de contrato, de convenio, de ley y de cumplimiento, comienza a plantear una incógnita digna de ser despejada respecto de cual es la concepción de Rousseau frente a la infracción a la ley, definida como condición inherente a la asociación civil[6]. Es decir, frente al incumplimiento de un pacto social que da vida y existencia a un cuerpo político, estando a las categorías históricas (estado, ciudadano, pueblo, etc.) totalizantes de Rousseau.
En efecto, y como hemos dicho anteriormente, si “los compromisos que nos ligan al cuerpo social son obligaciones porque son mutuos”[7], en un escenario consensual cuya finalidad es la conservación de los contratantes[8], se impone el planteo de qué hacer frente al incumplimiento, frente a la ruptura lineal de la paz contractual, frente a la amenaza a la supervivencia social.
Cuando Rousseau establece las características de los diversos sistemas de legislación, tal como los denomina[9], concibe a la ley como una expresión del conjunto social, destinada a garantizar la igualdad formal y la libertad de contratar en el capitalismo temprano. En ningún momento Rousseau alude a la asimetría social respecto de la potestad de determinar qué está permitido y qué está prohibido en la sociedad. Es la misma sociedad, “en su conjunto”, la que salda mediante el contrato lo virtuoso y lo desviado.
Allí es cuando, como una consecuencia o derivación de esa relación entre los hombres y entre los hombres y las cosas, admite una última vinculación entre los hombres (no los “ciudadanos”) y la ley. La relación de incumplimiento o desobediencia a las leyes civiles deriva en la necesidad de establecer un sistema punitivo.
Pero este sistema criminal debe leerse en la clave inexorable del mandato social originario, que implica que, “si se encuentran opositores al contrato social, esta oposición no invalida el contrato”, justamente porque es éste el acto más voluntario del mundo.
Es decir que los “opositores” deberán asumir (y aceptar) inexorablemente la vigencia plena del contrato y, si lo infringen, quedarán al margen del mismo, pero el acuerdo no será nunca puesto en crisis. Se trata de una especie de “fin de la historia” anticipado. El desviado, el desobediente de las sociedades contractuales quedará así excluido de una suerte de pacto auto y heteroprotectivo, y por ende incuestionable, porque está refrendado por la sociedad misma, sin que intervengan relaciones de fuerzas internas y asimétricas en la aptitud para definir lo permitido y lo prohibido.
“Para que el pacto social no sea, por lo tanto, una fórmula vana, contiene tácitamente este compromiso, el único que puede dar la fuerza a los demás: quien se niegue a acatar la voluntad general será obligado por todo el cuerpo (el destacado en negrillas me pertenece), lo cual no significa otra cosa sino que se le obligará a ser libre, puesto que tal es la condición que dándose cada ciudadano a la patria le asegura de toda dependencia personal, condición que forma el artificio del funcionamiento de la máquina política y única que hace legítimos los compromisos civiles, los cuales, sin esto, serían absurdos, tiránicos y sujetos a los más enormes abusos” [10].
Rousseau, en un principio, parece reconocer como “enemigos” únicamente a los ciudadanos y no a los hombres y solamente en el marco de un estado de guerra entre estados[11], idea que además queda plasmada en su obra “Sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres”, donde expresa textualmente: “En efecto, ¿qué es la generosidad, la clemencia, la humanidad, sino la piedad aplicada a los débiles, a los culpables, o a la especie humana en general? La benevolencia y la amistad incluso son, si bien se mira, productos de una piedad constante, fijada sobre un objeto particular[12];…. Es ella la que, sin reflexión, nos lleva en socorro de aquellos a quienes vemos sufrir; es ella la que, en el estado de naturaleza, hace de leyes, de costumbres y de virtud, con la ventaja de que nadie se siente tentado a desobedecer su dulce voz.”.
Sin embargo, otros tramos de su obra abren la puerta para una interpretación en clave binaria de enemistad sociológica, donde a los desviados se les niega la condición de personas morales o de ciudadanos; por lo menos, a determinados delincuentes: “Todo malhechor” —dice Rousseau—, al atacar el derecho social, se convierte por sus delitos en rebelde y traidor a la patria; deja de ser miembro de ella al violar sus leyes, y hasta le hace la guerra. Entonces, la conservación del Estado es incompatible con la suya; es preciso que uno de los dos perezca, y cuando se da muerte al culpable, es menos como ciudadano que como enemigo. Los procedimientos, el juicio, son las pruebas y la declaración de que ha roto el pacto social y, por consiguiente, de que ya no es miembro del Estado. Ahora bien, como él se ha reconocido como tal, al menos por su residencia, debe ser separado de aquél mediante el destierro, como infractor del pacto, o mediante la muerte, como enemigo público; porque un enemigo así no es una persona moral, es un hombre, y entonces el derecho de guerra consiste en matar al vencido” [13].
En rigor de verdad, pareciera que la impronta que caracteriza la obra de Rousseau es esta permanente posibilidad interpretativa. Esta lógica de la ambigüedad que, en lo que atañe a cuestiones tan sensibles como la postura del liberalismo político respecto de la diversidad, amerita un análisis más profundo. “A juzgar por sus intérpretes, Rousseau nos ha legado un modelo para armar y ha extraviado deliberadamente las instrucciones, cada cual puede armar su modelo rusoniano de una manera ligeramente diferente, sólo la forma de las piezas obliga un (in)cierto orden”[14].
¿Pero cuál es la visión de Rousseau del “otro”, y cómo asimila a la otredad a la luz de su concepción férrea de la virtud? ¿Cuál es su configuración de la alteridad, de lo extraño, de lo diverso?
“El otro es monstruoso para Rousseau, su corporalidad le impide la aspiración a la transparencia perfecta y al autoreconcimiento de sí mismo en el otro, por ello para que cesen las guerras y las desigualdades entre los hombres, estos deberán sacrificar su alteridad. En el fondo, piensa Safranski, el proyecto rusoniano es un proyecto totalitario, cuya realización vio luz rápidamente en la figura de Robespierre el cual seguramente hubiese llevado con gusto a Rousseau a la guillotina, siendo consecuente con su doctrina de negarle al otro su derecho a la alteridad. Toda negación de la alteridad conduce necesariamente a la negación de la identidad y con ella a la negación de la individualidad. La versión de Safranski parece apuntar a que el pensamiento de Rousseau no sólo es políticamente peligroso sino teóricamente autocontradictorio. “Pesa sobre Rousseau la amenaza de caer en la trampa de su propio pensamiento”[15].
La negación de la individualidad, por ende de la identidad, encubre una ideología que, entre restaurar el orden y gestionar el caos (disyuntiva que es manifiestamente relevante en el capitalismo tardío y que debe ameritar una lectura crítica de los clásicos enciclopedistas liberales pues en esa clave se pretende resolver la conflictidad y el cambio social) opta por la utopía homogeneizante e inocuizadora en una sociedad que se caracteriza, justamente, por el derrumbe de paradigmas totalizantes de una modernidad temprana.
Al distinto se lo extirpa del “cuerpo social” por “infractor del pacto” y, por lo tanto, por “enemigo público”.
Existe indudablemente en Rousseau una lógica calvinista que depara inexorablemente frente a la infracción el castigo, casi como en una ecuación obligatoria propia de las tradiciones intelectuales protestantes. A los 38 años es premiado por su breve “Discurso sobre las ciencias y las artes” en el que postula que el desarrollo científico y artístico no ha depurado las costumbres sino que las ha corrompido.
Rousseau, por su obsesión como sociólogo y moralista, es un caso aparte, a tal punto que los enciclopedistas nunca le consideraron uno de los suyos. Mas aún, temían a su rebeldía, a su condición de plebeyo y de hombre supuestamente “sin tacto”. Probablemente ningún contemporáneo percibió como él las contradicciones del sistema social francés, de las que tenía conciencia desde el punto de vista (bastante más democrático que el de la mayoría de los ilustrados) de las masas pequeño burguesas oprimidas de labriegos y artesanos. Justamente, este sustento ideológico del ginebrino explica las contradicciones de su filosofía social, que es a la vez radicalmente democrática y duramente reaccionaria. Alienta el progreso e invita a los hombres a derrocar un sistema opresor, pero a su vez tracciona hacia un pasado compatible con un ideario social conservador. “El antagonismo social básico adquiere en la conciencia de Rousseau la forma abstracta de contradicción entre la cultura y la naturaleza, entre la vida armónica, natural del sentir y la artificiosidad, la unilateralidad del pensar razonador”. “El pensador ginebrino pone al descubierto con gran clarividencia y fustiga con santa ira las calamitosas consecuencias de la desigualdad social, de las formas existentes de la división del trabajo. Bastante más débil es a la hora de proponer remedios a las contradicciones de la cultura”[16]. Por un lado, busca la salvación atenuando el ritmo del desarrollo histórico, frenándolo a partir de una concepción moral totalizante que cree impregna el pacto fundacional que debe cumplirse. Por otro, lo que obstruye el progreso del hombre hacia la armonía debe ser eliminado no sólo por el desarrollo gradual, sino también mediante la lucha. Pero la “lucha” de que habla Rousseau no es la lucha revolucionaria social, sino la lucha ética que en nombre de la “virtud” debe dar el individuo contra sus propios defectos y flaquezas (la victoria sobre las pasiones y el dominio de los sentidos), o la propia sociedad contra los infractores del programa contractual.
Notas:
[*] Universidad Nacional de La Pampa.
[1] Conf . Marteau, Juan Félix: "Una cuestión central en la relación derecho- política. La enemistad en la política criminal contemporánea", Revista "Abogados", edición noviembre de 2003.
[2] conf. Marí, Enrique: “Racionalidad e imaginario social en el discurso del orden”.
[3] Contrato Social, p. 200.
[4] Op. Cit. p. 199.
[5] Contrato Social, p.220
[6] Op.Cit p. 208.
[7] Op. Cit. p. 200.
[8] Op. Cit. P. 203.
[9] Op. Cit. P. 221 y 222.
[10] Op. Cit. p. 191.
[11] op. Cit., p, 184
[12] Op. Cit. P. 238.
[13] Véase sobre las posibilidades de una interpretación de los textos roussonianos en ese sentido, Pérez del Valle, CPC, nº 75, 2001, pp. 597 ss.; y también Jakobs, en Jakobs/Cancio, (n. 1), pp. 26 s. 79 Véase Rousseau, El contrato social o Principios de derecho político, Libro Segundo, V, citado según la edición, con estudio preliminar, y traducción, de María José Villaverde, 4ª ed., Ed. Tecnos, Madrid, reimpresión de 2000, Lib. II, cap. V, pp. 34 s.
[14] Villarino, Carlos: “J. J. Rousseau, o de cómo el hombre devino moral”, disponible en Revista Electrónica Léxicos, Número 7.
[15] Safranski, R. (2000) El Mal o el Drama de la Libertad. Barcelona. Tusquets. Pág. 148.
[16] Conf. Iovchuk, M.T.; Oizerman, T.I; Schipanov, E.I: “Historia de la Filosofía”, Ed. Progreso, Moscú, 1978, Tomo I, p. 257 y 260.