La mayoría de los grandes medios de comunicación
argentinos acompañaron, siempre, los
excesos que en materia de exacerbación del poder punitivo expresara el Estado a
lo largo de la historia reciente del país. Desde la tergiversación grosera y
cruel mediante la que exhibían los fusilamientos de la dictadura cívico militar
como “enfrentamientos”, que además
justificaban y en algunos casos alentaban, hasta una retórica
complaciente con la mano dura y el recorte de los derechos civiles y políticos
de los ciudadanos frente a una convenientemente manipulada “inseguridad”. Ésta
ha sido la constante de una prensa conservadora, a veces banal, casi siempre
aliada a los intereses de las clases dominantes y los sectores más concentrados
del capital transnacional.
Llamativamente, estos aparatos ideológicos han
decidido, en los últimos tiempos, redoblar sus esfuerzos retóricos y avanzar (también)
sobre las políticas que en materia de Derechos Humanos ha llevado adelante el
gobierno nacional desde 2003
a la fecha, especialmente en lo que concierne a la forma
en que ha resuelto la situación de las personas acusadas y condenadas por
delitos contra la Humanidad.
Para eso, no han tenido más que valerse de algunas
autorizadas voces, tan honestas intelectualmente como desprevenidas
políticamente, que accedieron ingenuamente
a escribir en esos diarios inescrutables artículos críticos respecto de
la modalidad de gestionar la conflictividad del gobierno, que, más allá de
implicar exhibiciones ampulosas de
potencialidad discursiva, les han proporcionado a estos medios las excusas justas
para intentar saldar cuentas, en última instancia, con la realidad de cientos de genocidas
juzgados y condenados por tribunales de la República. Que es
la intencionalidad que, en realidad, los animaba.
Uno de esos diarios, tribuna de doctrina de la
oligarquía criolla, ha publicado recientemente un sugestivo reportaje al
intelectual francés Philippe Joseph
Salazar, autor de un libro titulado “Lesa Humanidad”, donde, según La Nación, “analiza la
singularidad y los alcances del proceso de reconciliación en Sudáfrica -país en
donde vive desde hace treinta y cinco años- y marca las diferencias respecto de
otros países que han sido inficionados por el horror”. O sea, “marca
diferencias”, fundamentalmente, con el proceso de memoria, justicia y verdad
llevado a cabo en la
Argentina. En la nota, el filósofo recorre la experiencia
sudafricana, aboga por los procesos reintegradores y la justicia restaurativa
que, por imperio de la Comisión de Verdad y
Reconciliación y al influjo del concepto del Ubuntu, determinaron las
formas de resolución de parte de la conflictividad del genocidio. El entrevistado
descree de las experiencias judiciales, e incluso ensaya una crítica a partir
de sus propias vivencias en los juicios sustanciados en Mendoza. “Me sentí muy mal cuando escuché los gritos de euforia y de alegría
después de la sentencia. Querían más. Veía la foto de ese hombre joven y bello
y veía a los viejos que acababan de condenar, y que cuando ellos cometieron el
crimen tenían la misma edad que el joven. Pregunta sudafricana: ¿cómo es que un
hombre joven que era un oficial de policía pudo secuestrar a este joven cuya
foto yo tengo ahora? Eso es lo que quiero comprender y lo que no se conoce. La
gente pedía más sangre y ahí me dije: esto nunca va a terminar. La sangre llama
a la sangre y los hijos de los que son condenados algún día van a pedir
venganza. No vi ni un gesto de amistad, ni de compasión”.
En definitiva, Salazar termina afirmando (como
era esperable) que " la justicia es una forma codificada de la
venganza", que "no se puede
aplicar la justicia penal a las relaciones políticas"
y que “los crímenes cometidos por los movimientos de liberación están en el
mismo plano que aquellos cometidos por los agentes del apartheid, porque la
idea es que la ideología es opresiva para todos”. La Nación, el medio que sigue
llamando a la dictadura militar “lucha contra la subversión”, seguramente, se
solaza con estas conclusiones. De pronto, se encuentra reivindicando categorías tan inusuales en su
prédica histórica como la restauración, la amistad, la compasión, la alteridad.
Que, por supuesto, ni siquiera mencionó
antes, durante ni después del genocidio argentino, etapa en la que
ofendió sistemáticamente a las víctimas del exterminio, a su memoria y a sus
familiares. Mucho menos garantista ha sido con los “delincuentes” de calle o de
subsistencia a los que eleva a la categoría de principal problema del país,
amparándose, también en este caso, en la opinión de “la gente”. Acaso porque no
se trata, en este caso, de ofensas cometidas “en situaciones políticas”, según
la particular mirada del mentor francés consultado ad-hoc.
No importa que el filósofo les advierta expresamente que la experiencia
sudafricana no es necesariamente universal:
“De hecho, se intentó hacer algo parecido en Ruanda y Kosovo, y no funcionó. Cada
caso tiene su singularidad. En Sudáfrica el proceso de la reconciliación estuvo
al mismo nivel jurídico que el proceso de Constitución. Hubo simultáneamente
una fundación ética y una fundación de la nación y del Estado. Un proceso sin
el otro me parece problemático. Y el otro tema esencial es que Sudáfrica nunca
tuvo un golpe de Estado militar. Los militares siempre estuvieron al servicio
del Parlamento. Sudáfrica era una dictadura parlamentaria con elecciones”. Nada de eso es relevante para
el periodista. La
Nación va por más y obtiene una definición a medida, que
demuestra los límites de la justicia restaurativa que propone y los verdaderos
intereses de la entrevista:” -En la Argentina esto que usted dice le agradaría mucho
a los militares y a sus familias, pero no a los militantes.-Sí. ¿Por qué razón?
Porque el marco sigue siendo un marco penal. Si hacemos comprender a las
familias de unos y otros que el fin es crear una reconciliación nacional,
entonces puede sonar de un modo distinto. Eso debe venir de la política, pero
no sucede porque el interés de los gobernantes es dividir para reinar. Es un
escenario que crea infelicidad, y ése no fue el caso en Sudáfrica”. Entonces,
fortalecida, busca, finalmente, el remate clamoroso por la amnistía: “-Todo
lo que dice hace suponer que a Sudáfrica y a la Argentina las separa un
abismo.-[Suspira] Creo que hay una Sudáfrica mirando al futuro y una
Argentina encadenada al pasado., lo que es terrible para los jóvenes. Aquí los
jóvenes están hundidos y aprisionados en el pasado”.
Con muy pocos días de
diferencia (demasiado pocos para ser casualidad), La Nación complementa aquella
estimulación temprana de la impunidad. Publica, ahora, una nota sobre el
genocidio de Ruanda, del cual se cumplen 20 años y nunca, jamás, concitó la
atención de la gran prensa mundial, incluida, desde luego, La Nación, y mucho menos desde
esta perspectiva restaurativa, no punitiva
y pacífica que ensaya sin pudor.
La nota, publicada el pasado domingo 6 de abril, lleva el título más explícito que se pudiera imaginar, para completar la saga “pacificadora”: “En Ruanda, los hijos del genocidio apuestan por la paz”. En rigor, los testimonios que logra transcribir son mucho menos expresivos que los de Salazar. Pero ya han logrado coaligar los dos genocidios y sus respectivas formas no punitivas de resolución con la experiencia argentina. En este último, una de las entrevistadas expresa simplemente "Yo soy sólo ruandesa. Sólo queremos vivir en paz. Lo importante es saber que nos necesitamos para avanzar, porque son las divisiones étnicas las que ha traído la desgracia a este país". Y no mucho más que eso. Pero La Nación ha bajado línea. Corre al Estado argentino “por izquierda”. Clama por amnistías que restauren la paz y por modelos de solución del genocidio alternativos al enjuiciamiento, la persecución y la pena.
Al diario no le importa que la Comisión de Verdad y
Reconciliación sudafricana genere autorizadas críticas, precisamente por la
asimetría entre la exitosa
producción de memoria colectiva y verdad histórica lograda, con los (en apariencia) pobres resultados
alcanzados en materia de reconciliación y reparación[1].
Tampoco, que la reconciliación no es un objetivo sino un proceso, y que la CVR no habría sido tan exitosa
en orden al mismo: “En su informe, la CVR reconoce que le fue
imposible “reconciliar a la nación” por limitaciones de tiempo, recursos y
mandato. Esta última es la limitación más importante y decisiva dado que la Comisión no fue mandatada
con un inicio o conclusión, sino con la promoción de la unidad nacional y la
reconciliación, esto es, avanzar y facilitar un proceso o un resultado”[2]. Mucho menos advierte el diario acerca
de las limitaciones y los problemas objetivos de funcionamiento de los
tribunales Gacaca en Ruanda: “Human Rights Watch
encontró una amplia gama de violaciones al derecho a un juicio justo, como por
ejemplo: restricciones a la capacidad del acusado para organizar una defensa
eficaz; deficiencias en la justicia debido a la utilización en gran medida de
jueces con poca preparación; acusaciones falsas, algunas de ellas basadas en el
deseo del Gobierno de Ruanda de silenciar a los críticos; el mal uso del
sistema gacaca para ajustar cuentas personales;
la intimidación de testigos de la defensa por parte de jueces o funcionarios
gubernamentales, y la corrupción de los magistrados y las partes vinculadas al
caso”[3]
En definitiva, mal podría esta hoja apoyar honestamente
modalidades alternativas al castigo institucional producidas en otros países,
cuando su línea editorial actual es
manifiestamente hostil a un anteproyecto de reforma del código penal que,
justamente, incluye entre sus novedades las penas alternativas a la prisión.
Es cierto que el
sistema penal no soluciona ningún conflicto y complica los existentes. Los que
abjuramos de esta forma brutal de conjuración de la violencia social mediante
la violencia estatal, lo sabemos
sobradamente. Pero no ignoramos tampoco que las experiencias de amnistías,
cuando son impuestas por los perpetradores, resultan manifiestamente
regresivas, porque reproducen las relaciones de poder y dominación que dieron
lugar a los genocidios y, justamente, terminan de desapoderar a las víctimas,
que son doblemente criminalizadas. Estas amnistías son las que imagina e
impulsa La Nación.
Pretende protagonizar, también, una avanzada destituyente
cultural. La difiere, obviamente, para cuando una nueva relación de fuerzas
políticas lo permita. Pero, por supuesto, se prepara para ello. Intuye los
cambios que se propician a través de los discursos vindicativos, conservadores,
regresivos, de los políticos a los que “la gente” ha posicionado entre sus
preferidos, siempre según el periódico mitrista. Imagina un escenario de
“pacificación” impulsado por los propios
violadores de Derechos Humanos, sus cómplices y las corporaciones que, también
en este plano, quieren borrar de la faz de la tierra los logros inéditos que la Argentina ha producido
en estos diez años. Como todos, con avances y retrocesos, con contradicciones,
ampliamente perfectibles, que ni siquiera voy a mencionar para no incurrir en
el mismo pecado de ingenuidad al que he hecho referencia anteriormente. Pero La Nación no apunta a superar
la “experiencia argentina” en esta materia, sino, por el contrario, a
sepultarla. No quiere avanzar, sino retroceder al fondo de la historia.
[1]Aguirre, Eduardo Luis “Delitos de Lesa Humanidad y Genocidio ¿Reivindicación
de un derecho penal mínimo para crímenes de masa?”, 2012, Tesis Doctoral
Universidad de Sevilla,.p. 409.
[2] (Gerwel, Jakes, citado
por Boraine, Axel: Reconciliación ¿A qué Costo? Los Logros de la Comisión de Verdad y
Reconciliación”, disponible en http://www.revistafuturos.info/documentos/docu_f15/Boraine_Reconciliacion.pd