El derecho internacional
humanitario que regula la cuestión de los conflictos armados (un concepto que
no estamos seguros que abarque con precisión las guerras de baja intensidad u
operaciones policiales de alta intensidad que han pasado a constituir la práctica recurrente del
imperialismo y sus aliados en el mundo tardomoderno), supone un aparatoso
complejo normativo que, en teoría, pretende intervenir jurídicamente en los conflictos
bélicos globales. Como expresa la doctrina internacionalista más autorizada (y
también, probablemente, la más complacientes al momento de tolerar las nuevas
estrategias de control y dominación a través de la fuerza militar), el derecho
internacional humanitario intenta reglamentar las formas y métodos mediante los
que se perpetran las agresiones más brutales, pretende distinguir el rol entre
personas y objetivos civiles y militares, proteger a las víctimas de las
guerras y conjurar los males que directa o indirectamente se derivan de las
mismas.
El derecho internacional humanitario se ha
venido reformulando a sí mismo, sobre todo a lo largo de más de un siglo y
medio, evolucionando de un derecho basado en la costumbre, a un prolífico
conglomerado normativo que, entre 1864 y
1977, pareció revolucionar la regulación de los más brutales crímenes de
guerra con pretensiones de mayor validez y vigencia internacional.
Desde Ginebra a La Haya, se ha desarrollado un
derecho de naturaleza convencional que, en teoría, debería asegurar efectivamente
un piso de derechos y garantías a los partícipes y las víctimas de los enfrentamientos
armados en cualquier lugar del planeta. De eso tratan los cuatro Convenios de
Ginebra (1949) y los Protocolos Adicionales a dichos Convenios (1977), además
de otras previsiones y cláusulas específicas que versan sobre los
mismos objetivos.
Estas plausibles
finalidades, desde luego, no se cumplen casi nunca en la práctica. Salvo que
las guerras involucren a países marginales o importen violaciones o crímenes de
guerra que no puedan ser invisibilizados. Debe recordarse que, paradójicamente,
los siglos XIX y XX, y lo que va de la presente centuria, han deparado la mayor
cantidad de víctimas de crímenes contra la humanidad. Por supuesto, entre
ellas, muchas son víctimas de crímenes de guerra.
Casi todas, han sucumbido a
mano de las fuerzas armadas imperiales o, en muchos casos, de grupos
irregulares o paramilitares impulsados, protegidos, subvencionados o tolerados
por ellos. Sin embargo, la eficacia del derecho ha sido virtualmente nula de
cara a esas masacres.
Estos crímenes contra la Humanidad se han
cometido por doquier y, en los últimos años, han adquirido formatos análogos.
Se trata de guerras “políticas” o "ideológicas", tendientes, en muchos casos, a desmembrar
territorios, disciplinar gobiernos populares disfuncionales, profundizar los conflictos nacionales, exacerbar las diferencias, afectar formas de organización y convivencia social internas y, finalmente, inferir derrotas militares, políticas,
culturales, pero también morales a los vencidos.
Que casi siempre son países
que poseen determinados recursos, o una ubicación geopolítica u organización
social incompatible con la oleada neoconservadora del unilateralismo militar
que comienza a ponerse en crisis con lo sucedido en Siria, o más recientemente
en Ucrania, donde el imperialismo ha debido dar grotescos pasos en retroceso, como consecuencia de no haber medido correctamente las relaciones de fuerzas implicadas.
Las denominadas “revoluciones
de colores”, “primaveras” o golpes blandos, deben -por supuesto- incluirse dentro de esas
perspectivas de militarismo exacerbado e impune.
El próximo 24 de marzo,
fecha especialmente cara para los argentinos porque marca el inicio del
genocidio cometido por la dictadura cívico militar (una forma distinta de
intervención imperialista durante la guerra fría), se cumplen quince años del
inicio de los bombardeos de la
OTAN que durante 78 días asolaron Yugoslavia. Las fuerzas agresoras arrojaron 2300 misiles
y 14000 bombas sobre casi mil objetivos, ocasionando más de mil muertos entre
la población civil, muchos de ellos, niños.
Fueron tales las
violaciones a los derechos humanos en que incurrieron, que las propias
potencias occidentales debieron admitir innumerables “errores” de sus pilotos.
Esa invasión trágica marcó
el inicio de nuevas formas de intervención capaces de ser aplicadas en todo el
mundo (incluso, claro está, en América Latina) y los verdaderos límites de un
derecho internacional con pretensión humanitaria, gestado desde las usinas
globales del poder imperialista.