La dinámica inusual de las percepciones e intuiciones mutuas entre el Estado y la sociedad, entre ésta y la prisión y entre el propio Estado y la
cárcel, generan desde siempre diagnósticos desagregados, con una notable
insularización del conocimiento objetivo respecto de la cuestión penitenciaria,
de sus realidades, variables e incidencias en el resto de la sociedad civil. La
cárcel difumina los límites entre sus funciones explícitas y simbólicas, crea una
cultura patibularia, instala mitos, los reproduce y los multiplica. Ese proceso
dialéctico de construcción brutal de poder impacta decididamente, en la
modernidad tardía, en el sistema de creencias de los particulares, y transforma
la cuestión criminal en una suerte de botín de guerra susceptible de ser
utilizado con fines ideológicos que a veces encarnan hasta conatos destituyentes.
Cárcel y miedo al delito, deslegitimación de las instituciones y organizaciones
del Estado y cremación de los proyectos populares, se coaligan como una suerte
de profecía autocumplida en la cotidianeidad mediatizada. En síntesis, que
entre las funciones simbólicas de la cárcel, podemos incluir seguramente la
reproducción de sensaciones públicas respecto del delito.
En ese
contexto, donde se implican procesos de aculturación y contraculturación sin
precedentes, disputas “habermasianas” sobre la hegemonía de los discursos y una
defensa del orden que por cierto trasciende la cuestión criminal, cuánto y qué
sabemos sobre la cárcel parece hasta ahora un misterio cerrado con siete llaves
para los Estados de este margen, en orden a aspectos que considero,
humildemente, cruciales y estratégicos.
Esto supone
una necesidad inmediata de revisar la fiabilidad, la exhaustividad y la
congruencia con la que se realizan los estudios criminológicos de los internos
al momento de decidir sobre algunos de los derechos que se solicitan en el
marco de la ley de ejecución penal; los efectos que en términos de criminalización
de los propios internos ocasionan sus rutinarias, arbitrarias y escandalosas negativas; la utilización de
una curiosa eficacia de los “tratamientos” de resocialización y sus perfiles,
que llegan a imponer, por ejemplo, que el privado de libertad declare contra sí mismo como
pretendida condición para acceder a esos derechos; el peligrosismo descarado de
esos instrumentos y –en definitiva- la deriva consuetudinaria de los informes
criminológicos hacia sistemas de premios y castigos administrativizados y
carentes de contralor por parte del Estado.
Para eso,
sería de importancia estratégica, la creación de un ámbito de observación,
estudio y seguimiento criminológico hacia el interior de los Servicios
Penitenciarios, a cargo de funcionarios estatales y representantes de organizaciones
de DDHH, que proporcionen pautas criminológicas permanentes, que eviten la
fragmentación de las intervenciones, las contradicciones entre los informes
criminológicos, producto de deficiencias objetivas respecto de la
centralización y unificación de los criterios a implementarse, y la vigencia
del paradigma positivista en los mismos.
Y cuya
función podría extenderse a extremos tales como: los estándares reales de
vigencia de los DDHH y de los derechos y garantías fundamentales de los reclusos.
La cuestión de género en las prisiones. Las estadísticas de la prisión y su
análisis comparativo. El miedo al delito, la cárcel y la consistencia y calidad
institucional de las respuestas estatales.
Esta
propuesta, desde luego, no es original. Reconoce antecedentes que datan de más
de setenta años y se inscriben en la impronta que el “primer peronismo” le
confirió a la cuestión carcelaria. Básicamente, propender a que la Revolución social
llegara a las cárceles (1946/47), tal como lo relata Lila Caimari. Por esto es
que hablamos de resignificar las funciones explícitas y simbólicas de la
cárcel, redefiniendo y actualizando la idea fuerza del correccionalismo como
límite a las modernas narrativas del neopunitivismo retribucionista y
prevencionista, con una lógica adaptación a las condiciones objetivas de las
sociedades de control, con una profunda y sistemática intervención del Estado y
la sociedad civil (encarnada en organizaciones de DDHH) en los aspectos
criminológicos que implican a los reclusos, que constituyen uno de los datos
más salientes de la problemática de las prisiones y afectan derechos
fundamentales de los prisioneros, porque gravitan decisiva y arbitrariamente sobre
sus propias vidas.