Entre las funciones simbólicas de la cárcel, podemos incluir seguramente
la reproducción de sensaciones públicas respecto del delito.
La Encuesta de
Seguridad Pública de Cataluña correspondiente al año 2002, revelaba que un alto
porcentaje de los encuestados decía sentir preocupación por la mayor cantidad
de personas en prisión.
No es necesario
tomar en cuenta referencias tan lejanas para comenzar a indagar a la cárcel
como productora y reproductora de inseguridad.
En realidad,
pareciera que no hay estudios de este tipo en el país en su conjunto, pese a la
indudable importancia de los mismos al momento de articular políticas públicas.
En este caso, solamente
hemos registrado opiniones, apelaciones al imaginario, invocaciones genéricas o
afirmaciones en cualquier sentido, que no remiten a investigaciones
etnográficas previas, y que seguramente deberán complementarse y actualizarse
dialécticamente con exploraciones análogas a futuro.
* “Coca” es jubilada de la administración
pública Provincial. Vive en una vivienda ubicada a unos cincuenta metros de la Unidad Penitenciaria
N° 9, de la ciudad de La
Plata. El barrio que circunda el penal muestra una
homogeneidad que se resiente únicamente tras los muros que dan a la calle….Se
trata de un colectivo densamente poblado, de casas bajas. Se advierte que los
niños juegan solos en la vereda, muchos autos particulares son dejados todas
las noches en la calle por los vecinos, y a 100 metros de los muros
nadie podría suponer, a priori, que en medio del lugar se halla enclavada una
cárcel. Frente a la misma, un pequeño local comercial que expende vituallas,
tiene colgado un cartel de cartón escrito a mano que promociona viajes desde y
hacia el conurbano para los familiares de los reclusos. En los alrededores del
edificio, coexisten las pintadas contra el SPB y las de “La 22”, la barra de Gimnasia y
Esgrima La Plata.
Encontramos a Coca
en una esquina, mi compañero se presentó brevemente, le explicó que estábamos
llevando a cabo una investigación (en verdad, durante ese primer día nuestro
objetivo era únicamente recorrer y conocer el lugar), y nuestra respectivas
profesiones.
Nuestra
entrevistada se muestra dispuesta al diálogo, y hasta muy avanzada la
conversación no atina a preguntar, en detalle, quiénes somos y qué hacemos.
Dice que la presencia cercana de la prisión no le da mayor seguridad, porque “inseguridad hay en todos lados”, que a
ella “gracias a Dios” nunca le pasó
nada, pero sabe que a un comerciante de la zona le han robado
tres veces. Que esos negocios son lugares adonde van los familiares de
los reclusos en los días de visita y también los penitenciarios. No se explica
cómo habiendo personal en los muros nadie hace nada para impedir esos robos. Es
interesante esta primera asimilación que hace entre las fuerzas de seguridad,
que en principio podría a nosotros parecernos indiscriminada, pero es evidente
que a ella los guardias del servicio le remiten a la obligación de proveer
seguridad.
La silueta de la
cárcel le resulta indiferente, la tiene totalmente incorporada y -desde sus
intuiciones- no encuentra mayores diferencias entre la prisión y - por ejemplo-
“un colegio” situado en las
inmediaciones. Es decir que, desde lo simbólico, la arquitectura penitenciaria
no modifica en absoluto ni sus percepciones ni sus rutinas.
Sí, en cambio, y en
un quiebre muy notable -el primero- destaca que no transita por 76 ni por el
lugar por donde ingresan internos, porque “una vez venía con su nietito y pasó cerca de un micro que transportaba
internos y las voces que escuchó le dieron mucho miedo”: “adónde nos llevan!”, escuchó entre
otras cosas en esa oportunidad. Relata que atinó a taparle los oídos al niños,
“porque era muy chiquito”, y “para que no escuchara esas cosas”.
En una oportunidad,
cuando el pequeño le preguntó “qué era eso”, refiriéndose a la cárcel, cuenta
que le contestó: “ese es un lugar donde están
todas las personas malas”.
En este tramo del
diálogo se advierte una tendencia a unificar y ratificar su distancia -también-
hacia los familiares de los internos “por los problemas que esa gente debe
tener”.
Lo que sí admite,
es que por las noches, desde el baño de su casa, se escuchan ruidos de portones
o puertas que se cierran en la cárcel y eso “le da impresión”.
Que tuvo mucho temor, ella y su familia, durante sendos motines que hubo
ya hace muchos años. Incluso, en una de esas oportunidades, se fue a vivir a la
casa de un familiar mientras duró esa incidencia.
Que “al barrio lo
hicieron los vecinos”, ya que vinieron “cuando la cárcel ya estaba construida.
Coca hace 40 años que vive en la misma casa
y se empeña en demostrar que conoce a todos los vecinos del lugar. Cree
que si uno se decidió a vivir en el barrio existiendo ya el presidio, “no puede
decir que tiene miedo”.
Sin que se le preguntara dice que cuando sintieron un miedo único, e
irrepetible, fue durante la época de la dictadura, ya que veía cómo trasladaban
a la Unidad a
los presos políticos, veía a los helicópteros que pasaban a baja altura, los
soldados que gritaban.
A lo largo de toda
la entrevista se nota una suerte de desagregación entre sus reflexiones sobre
la prisión en sí, a la que naturaliza y hasta subalterniza (“cuando paso por ahí en el auto es como si pasara por
cualquier otro edificio”), y sus sensaciones cuando “humaniza” la
cárcel. Los ruidos nocturnos, las voces de
los internos, los robos a un comerciante cercano, los motines, la presencia de
los familiares de los presos, y sobre todo la represión ilegal durante el
proceso, le resultan datos significativos, que relata espontáneamente.
En síntesis, no es tanto el muro desde lo simbólico cuanto la dinámica
carcelaria, la aproximación a “lo humano” de la misma, lo que la moviliza y le
hace experimentar temor o “impresión”, según el caso.
* A pocos metros de la Unidad 9, sobre la calle
que desemboca en la propia entrada del penal, durante el inicio de nuestra
segunda jornada en el campo nos encontramos con un vecino, al que llamaremos
“N”, ya que no atinamos a preguntar su nombre. Cuando lo vimos, apoyado a media
mañana sobre un tapial de una casa de aspecto humilde y algo antiguo, carente
de rejas u otras barreras protectivas, decidimos aproximarnos a él y de
inmediato presentarnos. Le proporcionamos nuestros nombres, nuestras
respectivas profesiones y el objetivo de nuestra visita. Se trataba de un
hombre robusto, mayor adulto, de actitud melancólica aunque ciertamente amable
y dispuesta. Nos tendió la mano de manera solícita y comenzó a hablar él mismo,
de forma espontánea. Contó que hacía cincuenta y tres años que vivía en la
misma casa. Que cuando llegó al barrio la cárcel todavía no estaba construida.
Que el barrio es muy tranquilo, que la cárcel no le ocasiona ningún problema.
El único episodio en contrario que recuerda es una revuelta “cuando se habían
levantado todos los presos de todas las cárceles”, que no ubica ni precisa en
el tiempo, aunque refiere que pasó “hace mucho”. Que tampoco se siente más
seguro por la presencia de los guardias, porque “quien tiene la función de
darnos seguridad es la policía y no el Servicio Penitenciario”, en una
exhibición de clara delimitación de roles institucionales. Que sabe que a un
comerciante que tiene un quiosco a la vuelta, en la esquina, lo han robado
cuatro veces (se trataba del mismo comercio al que hacía referencia Coca). Que
los días de visita los familiares dejan sus vehículos cerca de su casa, pero
que eso no le ocasiona ningún inconveniente, ni le causa ninguna prevención.
Que los demás robos que conoce por mentas en el barrio - nombra el caso de un
medidor de gas de un vecino- son producto del accionar de jóvenes que ubica
como provenientes de un barrio cadenciado cercano (en rigor, dice inicialmente
“villa”), pero no los vincula con los familiares. No menciona haber sido él
víctima de un delito. Que no escucha ruidos del interior de la cárcel. Que
entró a la cárcel en una sola oportunidad, “cuando era chico”, hasta la oficina
de ingresos, a traer o llevar pan, pero nunca más.
Nos cuenta que
desde hace más de un año está sin trabajo, que no consigue nada. Que durante
mucho tiempo manejó camiones y últimamente taxis. Que en la última oportunidad
en que fue a renovar el carnet no pasó el examen psicofísico y le dijeron que
lo iban a llamar para hacerle una junta médica. Luce muy preocupado, triste,
por esta situación. Dice que en varias oportunidades fue nuevamente a averiguar
sobre su situación y no obtuvo respuestas (“me tuvieron a las vueltas más de un
año”).
* A cincuenta metros de la Unidad tiene su negocio de
venta de productos de limpieza y plásticos varios Jorge, un señor de más de 50
años, que vive fuera del barrio pero hace ya algunos años que ejerce el
comercio en esa zona (conociendo la existencia de la cárcel). Ingresamos al
local, nos presentamos y le dijimos cuál era nuestro objetivo. Desde el inicio,
la conversación fue sumamente amena (tal vez, porque mencionamos que
proveniamos del Ministerio de Justicia; luego nos diría que sus hijos están
vinculados al ámbito judicial), y nuestro entrevistado fue proporcionando una
cantidad de datos que intentaremos consignar.
Nos dice que él
conoce que gente del barrio tiene prevenciones respecto de la cárcel, pero que
no es su caso. Destaca inicialmente la presencia masiva de familiares durante
los días de visitas al penal.
Muchas de esas personas,
a las que califica de “cascarrabias” o “mal llevadas”, por sus modales, pasan a
comprar algún producto de limpieza para llevar a los internos. Dice que se da
cuenta, por el aspecto, que no son gente del ambiente. Que si bien “a estos
tipos dan ganas de agarrarlos del cogote” (la referencia, aunque explícita, no
parece sino figurada), “debe ser muy triste estar ahí”, o “tener un hijo ahí”.
La noción de “hijo” se reitera en varios de sus aportes. Nos cuenta que tiene
dos hijos profesionales, exitosos. Que para él, “la cárcel es un mundo aparte”.
“Que, por supuesto, si pudiera evitar que esa gente pasara por ahí, mucho
mejor”. Hay una circunstancia interesante que relata, que tiene que ver con la
forma que los familiares utilizan para llevarse las tortas que los reclusos les
preparan. “Las llevan en la mano, como un trofeo”. En todos estos años
“solamente dos personas le pidieron cajas para guardar las tortas. El resto,
sube a los micros que los llevan de vuelta con las tortas en la mano”. “Los
micros”, son los ómnibus que, según nos cuenta, llevan a los familiares al
conurbano.
Respecto de la
inseguridad en el barrio, cuenta -también él- que conoce a un comerciante de la
zona, que tiene un kiosco, al que lo robaron varias veces.
* En la tercera oportunidad en que
salimos a caminar las zonas aledañas a la Unidad 9, elegimos a una señora mayor que
transitaba en dirección opuesta a la nuestra, con una bolsa vacía de
mercaderías en la mano, sobre la vereda en la que se encuentra la entrada
principal del penal. Parecía ir de compras por el barrio. Nos aproximamos a
ella, nos presentamos en la misma forma en que lo veníamos haciendo, y le
intentamos explicar nuestro cometido. Ella se ve como incómoda, en ningún
momento sostiene la mirada, balbucea algo así como “yo nunca tuve problemas
acá”, y se tiende a alejar. La saludamos, le agradecemos, y continuamos con la
recorrida.
* A pocos metros de allí, se
encuentra, en una esquina, un quiosco que, intuimos, podría ser el comercio que
aparece recurrentemente en los relatos de los vecinos.
Entramos al local.
Desde atrás de un mostrador, nos atiende Eduardo, un joven de alrededor de
treinta años, que dice ser empleado en el comercio. Se muestra predispuesto al
diálogo, y sus respuestas son pormenorizadas y en muchos momentos remiten a
historias de vida.
Dice que la cárcel
enfrente del local no le significa nada especial, que la tiene incorporada.
Relata que su novia trabaja en el penal. Y comienza a contar detalladamente una
serie de impresiones vinculadas a los cambios que en el paisaje urbano
determina la presencia de los familiares de los reclusos durante los días de
visita. En ese momento, ingresa un guardia penitenciario, toma un agua, se la
muestra y le dice que la anote a su nombre. “Está bien”, responde Eduardo, y lo
saluda. Expresa que “lo conmueve” ver esa cantidad de gente humilde que desde
la noche anterior “acampa” a la intemperie, a la espera de lograr ingresar
rápidamente a la visita el día siguiente. Con frío, con calor, ve que los
visitantes, chicos, bebés, mujeres, vienen con sus viandas, que es lógico que
ese flujo de personas disemine algunos objetos tales como pañales o sobrantes
de alimentos, en las calles y veredas. Que es toda gente que hace un gran
sacrificio. Cuenta que vivió en Córdoba, en Merlo. Y que en Merlo veía a una
señora “con unas várices como mi dedo gordo” que todos los días de visita iba a
encontrarse con un hijo preso alojado en la cárcel de Campana.
Que, efectivamente,
ese quiosco es el comercio al que robaron tres veces, dos mientras estaba el
dueño atendiendo y una tercera en que se encontraba otro empleado detrás del
mostrador.
Que él fue víctima
de dos robos, aunque no en la ciudad de La Plata, pero que superó sin demasiadas
dificultades esos trances. En dos oportunidades dice tener hijos, y piensa que
“los pibes se pueden equivocar”. “Ellos creen que están haciendo las cosas bien
y por ahí se equivocan”, señala para retomar su relato sobre los familiares
que, reitera, lo conmueven.
Salimos del local y cruzamos la calle hasta
la vereda perimetral de la cárcel. Volvimos a pasar por la entrada del penal y
decidimos rodearlo. Frente al muro trasero hay un barrio de monoblocks de dos
pisos, los mismos que habíamos visto días antes con niños jugando y autos con
bidones en el techo, en inequívoca señal de ofrecimiento para la venta. Vimos
un señor de unos 40 o 50 años, pelo corto, jogging, que limpiaba un Peugeot 404
en el verde que hace las veces de parque de los edificios. Nos acercamos. Sin
mirarnos, percibe nuestra presencia, cierra el auto con llave presurosamente y,
mientras intentábamos explicarle el motivo de nuestra presencia, nos contesta
“no quiero saber nada”.
Quiero agradecer a Martín Oyarzun, mi
compañero de trabajo, sin cuya colaboración, experiencia y el salto cualitativo
de su mirada antropológica, esta experiencia embrionaria no habría podido
realizarse.