La Presidenta Cristina Fernández, en un tramo de su exposición en la
reciente Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas, ha
afirmado que no existen las guerras justas, y que lo único justo es la paz.
La formulación parece encerrar una enunciación simplista, y de hecho, la
frase pasa inadvertida frente a otros hallazgos de singular conceptualidad que caracterizaron esa intervención. Tal vez por eso, la referencia no ha trascendido el marco acotado de los titulares
de los diarios argentinos. Es una lástima. La relación entre la guerra y
el derecho a hacerla encierra algunas cuestiones
históricas, geopolíticas y jurídicas, que merecen algún nivel de
profundización, sobre todo porque implican o aluden a las formalidades legales
que deben cumplirse para acceder a la decisión estatal de recurrir a las hostilidades. Y que, en definitiva,
parecen sugerir la existencia de una
guerra justa.
Por eso es necesario recapitular, aunque sea brevemente, sobre la guerra y
su evolución durante la modernidad.
Históricamente, el sistema capitalista ha recurrido a la guerra para
superar o sortear sus crisis cíclicas. Los períodos de paz, en esta lógica,
deben entenderse como intervalos excepcionales, compatibles con distintas
etapas de reconversión de las economías a escala global.
La guerra ha servido también, en el capitalismo temprano, para unificar las
intuiciones, los sentidos de pertenencia y el encubrimiento de las
contradicciones sociales fundamentales en los Estados nacionales, exacerbando
el patriotismo y los intereses de las burguesías, profundizando inexorablemente
las pulsiones de violencia colectiva contra un otro (estatal) desvalorado.
La guerra así concebida, concernía únicamente a los Estados beligerantes y
a sus ejércitos regulares en pugna. Esas fuerzas dirimentes se reconocían mutuamente
como enemigos, esto es, como iustus hostis (es decir, se
acuñaba la categoría de enemigo justo en el sentido, no
de ‘bueno’, sino de igual).
El caso testigo de esta nueva impronta de la guerra lo configura la
política exterior de los Estados Unidos, que pese al cambio de su
administración y el padecimiento de una fenomenal crisis financiera y política
interna, no ha cambiado. Salvo que entendamos por cambio el abrupto freno
impuesto recientemente a la decisión del presidente Obama de lanzar un ataque
militar contra Siria y los explícitos discursos antiimperialistas que ha debido
soportar en la reciente Asamblea de la ONU.
Sin perjuicio que una mayoría excluyente de normas del derecho son “leyes
de paz”, es necesario poner de relieve que, efectivamente, existen normas
legales internacionales “de guerra”.
Algunas de ellas, como lo han señalado reconocidos autores, se relacionan
con la forma de conducción de las guerras. Dicho de otra
manera, regulan las formas aceptables y permitidas de comportamientos
gubernamentales durante un conflicto armado.
Otras, en cambio, que son las que en este caso interesan, atañen a la iniciación de
las guerras; o sea, regulan aquellas circunstancias que autorizan legalmente a un
Estado a emprender la fuerza contra un par.
Se trata de Convenciones internacionales que, en algunos casos, datan de
más de un siglo (vgr, La Haya, 1907), y que han tenido como propósito
fundamental “humanizar” la guerra, objetivo éste paradójico si los hay.
En esa misma línea, se han consagrado numerosas normas legales tendientes a
regular los requisitos para iniciar la guerra, y el primer intento de prohibir
los enfrentamientos armados como forma de resolución de los conflictos armados
(Pacto Kellog- Briand), fracasó estrepitosamente frente al estallido de la II
Guerra Mundial.
La Carta de las Naciones Unidas de 1945, se plantea un genérico objetivo
prohibicionista, que obliga a los Estados parte a abstenerse de recurrir al uso
de la fuerza armada contra sus pares, lo que daría la idea inicial de que la
guerra podría ser considerada, en principio, contraria al derecho
internacional.
Pero, por otra parte, el mismo instrumento admite la utilización de la
fuerza armada en tres supuestos específicos: a) en ejercicio del legítimo
derecho a la defensa propia, en caso de un ataque de Estado o coalición de
Estados; b) cuando los Estados actúan como parte de una misión de paz o
securitaria (o “humanitaria”, deberíamos agregar no sin remordimientos) llevada
a cabo por la ONU; y c) cuando la utilización de la fuerza se hace sirviendo a
una organización regional cuya misión es el mantenimiento de la paz. Con estas
excepciones y su exagerada amplitud, no es fácil limitar las guerras. Por el
contrario, pareciera que la propia Carta facilita los pretextos para acudir a
la guerra. Con sólo recordar el comportamiento imperialista a lo largo de la
historia, observaremos que sus intervenciones armadas pretendieron siempre ser
incluidas dentro de estos laxos permisos. Con los cuales, la evolución del
derecho internacional en punto a esta cuestión es compleja e impredecible.
Sin embargo, la guerra clásica ha experimentado importantes
transformaciones conceptuales y categoriales.
Ya en la Primera Guerra imperialista, se advirtió una modificación
cualitativa y cuantitativa en las formas de concebir y llevar a cabo los
enfrentamientos armados. Los cambios en la táctica y la estrategia bélica
acompañaban la evolución tecnológica y los progresos científicos, que eran a su
vez los emergentes de nuevas formas de articulación y ordenamiento del poder
mundial, el derecho internacional, la soberanía y los Estados.
Si bien la contienda quedaba ahora limitada a los ejércitos, las nuevas
tecnologías de la muerte y las formas masivas de eliminación del enemigo,
constituyeron el prólogo de la masacre que durante la Segunda Guerra enlutó al
planeta, con la devastación sin precedentes de la población civil, ciudades
arrasadas, la utilización de armas atómicas, y el juzgamiento final de los
vencidos por parte de los primeros tribunales competentes para entender
respecto de la comisión de crímenes contra la Humanidad. Esa fue la última gran
confrontación entre naciones, entendido el concepto con arreglo a las pautas
tradicionales mediante las que hemos incorporado culturalmente el concepto de
guerra.
Las guerras actuales, en cambio, ya no son cruzadas expansionistas
tendientes a anexar territorios, ni a imponer una determinada voluntad o ganar
espacios en la disputa por mercados internacionales.
Por el contrario, representan hoy en día una disputa cultural y eonómica,
se llevan a cabo con la pretensión de imponer valores, formas de gobierno y
estilos de vida, que coinciden con un sistema económico y político determinado:
la democracia capitalista impulsada por el Imperio, una novedosa figura
supranacional de poder político1 .
Por lo tanto, a partir del desmembramiento de la ex Unión Soviética y la
caída del Muro de Berlín, el Imperio fue el encargado de administrar el
aniquilamiento de los enemigos, en una confrontación que debe acabar
necesariamente con la colonización cultural, territorial y económica de los
“distintos” -generalmente
estigmatizados como “terroristas”- en un mundo unipolar en el que crece de manera
exponencial la influencia política del complejo militar industrial.
Estas características se exacerbaron, indudablemente, a partir del 11-S y
el incremento del riesgo que surge del primer ataque sufrido por los Estados
Unidos en su propio territorio.
La inmediata decisión de enfrentar al terrorismo apelando a cualquier tipo
de medios, adquirió una renovada significación de “guerra justa”, en la que no era
valorada positivamente la condición pacífica de la neutralidad que caracterizó
al derecho de gentes hasta el siglo XIX.
En cambio, la participación en este tipo de conflictos pasa a ser exhibida
como una obligación moral, asumida para contrarrestar o neutralizar los riesgos
que supone la supervivencia de los enemigos. Cualquier medio, entonces, es
válido para eliminar a los enemigos, incluso antes de que éstos hayan llevado a
cabo conducta de agresión u ofensa alguna2.
Todo es legítimo, si lo que quiere preservarse es un determinado orden
global, liderado de manera unilateral. Precisamente, para que ese poder único
alcance los fines proclamados de la paz y la democracia, “se le concede la fuerza indispensable a los efectos de
librar -cuando sea necesario- guerras justas en las fronteras,
contra los bárbaros y, en el interior, contra los rebeldes”3.
La censurable noción de “guerra justa” -vale señalarlo- estuvo vinculada a las
representaciones políticas de los antiguos órdenes imperiales, y había
intentado ser erradicada, al parecer infructuosamente, de la tradición medieval
por el secularismo moderno.
Entonces -y también ahora- supuso
una banalización de la guerra y una banalización y absolutización del enemigo
en cuanto sujeto político. A este último se le banaliza como objeto de
represión, y se lo absolutiza como una amenaza al orden ético que intenta
restaurar o reproducir la guerra, a través de la legitimidad del aparato
militar y la efectividad de las operaciones bélicas para lograr los objetivos
explícitos de la paz, el orden y la democracia4.
En definitiva, y como lo ha puesto de manifiesto hace pocas horas el
canciller ruso Serguéi Lavrov, en la misma 63ª Asamblea de la ONU, lo que se exterioriza como un derecho a
iniciar una guerra justa en Siria, no hace sino encubrir, en realidad, la
pretensión de usar la fuerza militar para defender intereses propios.
1 Hardt, Michael- Negri, Antonio: “Multitud. Guerra y
democracia en la era del Imperio”, Ed. Debate, Buenos Aires, 2004, p 41.
2 Hardt, Michael - Negri, Antonio: “Multitud.
Guerra y democracia en la era del Imperio”, Ed. Debate, Buenos Aires, 2004, p
30.
3 Hardt, Michael - Negri, Antonio: “Imperio”,
Editorial Paidós, Buenos Aires, 2002, p. 27. En este caso, lo ocurrido en Irak
importa un ejemplo por demás elocuente. Los invasores (la denominada “Autoridad
Provisional de Coalición Iraquí”) fueron habilitados para “colaborar” en la
creación de un Consejo de Gobierno, compuesto fundamentalmente por “notables”
afines a los intereses norteamericanos, durante cuya “administración” entraría
en vigencia originariamente, desde el 10 de diciembre de 2003, el Alto Tribunal
Penal Iraquí, que debería juzgar (ratione materiae) las graves
violaciones a los derechos humanos (crímenes de guerra, delitos de lesa
humanidad y demás delitos considerados en la legislación interna
iraquí),cometidas entre el 17 de julio de 1968 y el 1° de mayo de 2003 (ratione
temporis, según artículos 1 y 10 del Estatuto),
abarcando los crímenes cometidos en Irak, pero también en la guerra contra Irán
y la Invasión de Kuwait (ratione loci). El Tribunal de Irak, en cuyas
conformación y decisiones tvieron activa participación juristas estadounidenses
e igleses, debió ser constituido con la participación de la ONU, por tratarse
de la persecución de crímenes contra el derecho internacional, que no hubieran
sido juzgados libremente por las autoridades iraquíes (al menos de esta manera)
si no hubiera mediado la invasión; contó con jueces de “identidad reservada”,
con la excepción de su presidente, que dimitió a los 4 meses de comenzada su
gestión denunciando presiones del gobierno provisional; violó las garantías
básicas del debido proceso, y fue un ejemplo de conversión ex post facto de la
guerra en “derecho”.
4 Hardt, Michael - Negri, Antonio: “Imperio”,
Editorial Paidós, Buenos Aires, 2002, p. 29.