Un denominador común, claramente perceptible, recorre las protestas que sacuden las principales plazas y enclaves emblemáticos de Buenos Aires, Rio de Janeiro, San Pablo, El Cairo, Trípoli, Atenas, Madrid, Lisboa, Roma y otras ciudades de los más diversos puntos del planeta.
Las revueltas sociales, una nueva forma de conflictividad que azuza la líbido evocativa y la conciencia perpleja de las izquierdas dogmáticas, expresan  en principio las demandas de amplias capas medias de la sociedad, y están mayoritariamente compuestas por manifestantes jóvenes que exteriorizan su rechazo frente a determinadas medidas o circunstancias que perciben como amenazantes, y que dan cuenta de la impiadosa impronta de un capitalismo cada vez más brutal que es capaz de trasladar las recetas más recesivas de un lugar al otro del planeta, imponiendo incluso a los pueblos de los países centrales los mismos sufrimientos que durante años promovieron en los países del tercer mundo. Paradójicamente, en este último caso, las protestas del capitalismo marginal, en especial las que se llevan a cabo en América Latina, están en muchos casos protagonizadas por los propios beneficiarios de políticas públicas inclusivas que han llevado adelante los gobiernos progresistas de la región. 
Pareciera que, en todos los casos, la furia de la multitud la emprende contra aquellos estados incapaces de satisfacer no ya las demandas básicas a las que como derechos han accedido (vivienda, salud, educación, jubilaciones, etcétera), sino aquellas que todavía permanecen sin saldar. Desde el reclamo de mejores servicios públicos, hasta la demanda de satisfacción de un mayor acceso al consumo. Es curioso, pero estas marchas, no movilizan en general a trabajadores, sectores marginales o campesinos. Y sus tensiones se implican al interior de grupos sociales que han ascendido socialmente, en buena medida como resultado de políticas generadas por los mismos gobiernos a los que impugnan. Entonces, la caracterización de nuevos sujetos sociales, y la previsión de su dinámica, aparecen definitivamente como un secreto cerrado con siete llaves para los analistas políticos.


Slavoj Zizek proporciona los elementos más claros que he encontrado para tratar de entender las nuevas contradicciones, introduciendo al debate la noción resignificada de plusvalía. Y recordando que lo esencial del capitalismo moderno no es tanto el egoísmo como la envidia, concluye que estamos padeciendo un sistema cada vez más autoritario, que, extrañamente, lejos de derivar a su desaparición, funciona "cada vez mejor", recurriendo en su última versión de brutalidad inédita, a valores en principio "extraños" a occidente. Un capitalismo con "valores asiáticos". Donde la nueva burguesía asalariada y los movilizados ascendentes no se "conforman" con las prestaciones welfaristas. Por el contrario, miran a su alrededor y ven un mundo donde fluye mucha más riqueza que en toda la historia humana junta. Y lejos de plantearse utopías revolucionarias, protestan porque la diferencia entre sus mejoradas posibilidades y las de otros managers es cada vez mayor: "Esta nueva burguesía sigue apropiándose de la plusvalía, pero bajo la forma (mistificada) de lo que Milner llama el "plus-salario": en general, sus miembros son remunerados por encima del "salario mínimo" proletario (este imaginario y a menudo mítico punto de referencia cuyo único ejemplo real en la economía global actual es el salario de un trabajador de un taller textil en China o Indonesia), y es esta diferencia de los proletarios comunes, esta distinción, lo que determina su estatus. La burguesía en el sentido clásico, por tanto, tiende a desaparecer, y los capitalistas reaparecen como un subconjunto de los trabajadores asalariados; managers que que ganan más por su especial cualificación (razón por la cual la "evaluación" pseudocientífica que legitima sus salarios es tan crucial hoy en día). La categoría de los trabajadores que ganan un plus-salario, desde luego, no se limita a los managers: se extiende a todo tipo de especialistas, administradores, funcionarios, médicos, abogados, periodistas, intelectuales y artistas. El plusvalor que reciben tiene dos formas: más dinero (para managers y demás), pero también menos trabajo, esto es, más tiempo libre (para algunos intelectuales, pero también para algunos miembros de la administración estatal, etc)".
"El procedimiento de evaluación que cualifica a algunos trabajadores para recibir un plus-salario es, desde luego, un mecanismo arbitrario de poder e ideología, sin vínculo alguno con la competencia real, o en términos de Milner: la necesidad del plus salario no es económica, sino política, es decir, se trata de mantener una "clase media" con el objetivo de la estabilidad social. La arbitrariedad de la jerarquía social no es un error, sino que es su razón de ser, puesto que la arbitrariedad de la evaluación desempeña un papel homólogo al de la arbitrariedad del éxito en el mercado. En otra palabras: la violencia no amenaza con estallar cuando hay demasiada contingencia en la esfera social, sino cuando se intenta eliminar esta contingencia" ("El año que soñamos peligrosamente", Ed. Akal, Madrid, 2013, p. 19). 
La decisión de mantener una clase media con el objetivo de conservar y reproducir el sistema le asigna a la misma un rol de control social. Una suerte de misión de gendarme del capitalismo y de permanente interpelador de los intentos populistas. La razón práctica que esgrimen, aunque variada, puede resumirse en una suerte de deber ser ético, que desideologiza la política y reestrena los valores religiosos en clave republicana. Algo en lo que coincide, extrañamente, con las izquierdas declamativas que intentan, generalmente sin éxito, en su caso, sustituir su falta de ideas por mandatos morales convencionales.