La noción de castigo se ha vuelto indudablemente polisémica en el tercer milenio. Si bien es posible establecer analogías conceptuales en las lógicas legitimantes que respecto del mismo se acuñan desde la más remota antigüedad, nunca como ahora el castigo ha derivado en un fetiche disciplinar aceptado en claves diversas, que en todos los casos cancela cualquier tipo de cuestionamiento a una práctica violenta a la que se le adjudica “ontología" propia.
De esa manera, se castiga a los díscolos, a los insumisos, a los diferentes, a los que son portadores de identidades concebidas como negativas, a los que no comparten los modos de vida hegemónicos ni la axiología sustentada en un unidimensionalismo cultural que galvaniza esa gigantesca aporía a la que denominamos “occidente”.
Los castigos saldan las conflictividades en los núcleos más íntimos y cotidianos (la familia, la escuela, la empresa, la fábrica), en los espacios emblemáticos de reproducción del poder de los estados nacionales (cárceles, hospicios, fuerzas de seguridad, espacios públicos donde se ejercita el derecho a la protesta social, etc) e incluso en las relaciones globales (guerras de baja intensidad, intervenciones policiales de alta intensidad, relegitimación del crimen de agresión, intervenciones armadas, desmembramiento territorial de naciones enteras, crímenes contra la humanidad sin precedentes, ejercicios de justicia por mano propia, violaciones sistemáticas de Derechos Humanos, etc).
Explorar cómo una institución basada exclusivamente en la fuerza y en la capacidad de dominar la voluntad de los más débiles a través de la violencia conserva su prestigio en las lógicas y retóricas mayoritarias constituiría un trabajo que excedería holgadamente los objetivos de esta investigación. Que, por otra parte, se plantea únicamente establecer las visiones de tres de los pensadores más influyentes del siglo XX respecto del castigo.
En algunos casos, las producciones de algunos de ellos facilitan la tarea del pesquisante, por cuanto la inferencia de esas percepciones sobre el castigo alcanzan niveles de explicitación que no dejan demasiado lugar para la duda, aunque fomentan y potencian la curiosidad filosófica en la búsqueda.
En otros, en cambio, debemos desplegar al máximo nuestras posibilidades inferenciales y realizar verdaderos ejercicios de derivación lógica, a veces indirectos, siempre trabajosos, para entender qué es lo que pensaron –o pudieron pensar- sobre el castigo.
En cualquier supuesto, la tarea es mucho menos ardua que apasionante. Heidegger, Sartre y Foucault han atravesado como pocos la dinámica del pensamiento no complaciente a lo largo de casi un siglo. Han dejado huellas indelebles y han marcado tendencias todavía no superadas.
Construyeron impresionantes narrativas, deconstruyeron lecturas y conclusiones previas, abjuraron de la funcionalidad acrítica de muchas tendencias filosóficas en boga e, incluso en sus biografías espléndidamente ricas, es posible encontrar hallazgos que dan cuenta de aportes gigantescos.
Más difícil es explicar por qué elegimos poner nuestra atención respecto de estos tres pensadores justamente respecto del castigo.
La elección –al menos así lo hemos pensado- no es casual ni arbitraria. Los filósofos elegidos han surcado el horizonte de este saber a lo largo del siglo pasado, y extendido su influencia gravitante hasta la contemporaneidad. Expresan, en gran medida, desde sus singularidades ideológicas y sus respectivas representaciones del mundo, los dilemas alrededor de los cuales es posible reconstruir las grandes narrativas modernas del poder, la autoridad, el ser y el pensar. También, como intentaremos demostrar, del castigo. En sus formas más desnudas, pero también en sus expresiones menos abiertas, metafóricas, indirectas, acaso intersticiales.
La cuestión de la legitimidad, la razón de ser, la naturaleza, las motivaciones y el objeto del castigo han ocupado durante siglos a los pensadores de las más variadas disciplinas. Estos interrogantes, hasta ahora no saldados, se multiplicaron desde la aparición del estado burgués, al que podríamos identificar como la primera formación institucional del capitalismo temprano. Que, en un rasgo que lo inviste de indiscutible singularidad, construye la idea del contrato social y reserva el castigo formal a los infractores de ese acuerdo, pretendidamente consensual.
Sin embargo, antes de que el estado representara formalmente los intereses de la burguesía como nueva clase dominante europea, las especulaciones sobre el castigo trascendieron el acotado marco jurídico o criminológico a que lo ha ceñido la Ilustración.
Antiguamente, el derecho a castigar se sustentaba en la autoridad de un gobernante que, como representante de Dios en la tierra, administraba las penas con un sesgo filosófico expiatorio, como una única forma de restituir el orden social quebrantado por la infracción.
Esta afirmación equivale a admitir que en la mayoría abrumadora de las sociedades organizadas, a lo largo de la historia de la humanidad, se han utilizado distintas formas de castigo con objetivos, justificaciones y racionalidades diferentes. Una holgada mayoría, empero, no equivale a una totalidad. Hay casos de agregados sociales donde la resolución de los conflictos colectivos no se saldaba mediante la violencia sino con apego a pautas reparatorias y/o formas de justicia transicional de diferentes modalidades. Los pueblos precolombios de América Latina constituyen un ejemplo acabado de estas formas alternativas a la pulsión de inferir sufrimiento a los semejantes.
En cualquier caso, en los albores del siglo XXI, el indudable prestigio, en tanto acatamiento y favor social mayoritario, que exhibe la penalidad, una de las incógnitas sobrevivientes es la que concierne al derecho del príncipe a castigar. La pregunta no tendría sentido si no fuera porque, como expresara Pavarini, la penalidad del Príncipe termina siendo únicamente la legal, fundamentalmente a partir de la absorción monopólica del estado de la potentia puniendi (Pavarini, Massimo: “Un arte abyecto”, Ed. Ad-Hoc, Buenos Aires, 2006, p.19).
De hecho, a lo largo de la historia han sido los juristas quienes se han debatido en una polarización drástica en lo que concierne a la razón de ser del castigo. Las teorías absolutas y relativas del castigo dan cuenta de una refriega que está lejos de haberse agotado. En ambas trincheras, el rol del estado es fundamental para tratar de entender o racionalizar la reacción social e institucional frente a las conductas transgresoras.
Ninguna de estas posturas meramente jurídicas ha despejado las incógnitas históricas, e incluso modernamente se ha llegado a afirmar, no sin razón, que no es posible seguir buscando en el derecho positivo la racionalidad y legitimidad del castigo estatal, sobre todo a partir de la aparición de la teoría pura de Kelsen en el firmamento de la filosofía jurídica: “Necesariamente ha de fluir de todo esto que un pretendido «derecho de castigar», que permite introducir toda una rama jurídica destinada a sancionar severamente a las conductas injustas que producen mayor perturbación social, no es un concepto nacido del Derecho sino algo que corresponde a ciertas ideologías políticas dominantes.
La idea de un Derecho meramente formal, sin contenido de fondo y puro conjunto de reglas , de conducta, empieza a ganar campo dentro del ámbito jurídico. Pensadores poco sospechososde querer revolucionar el mundo occidental y cristiano le prestan adhesión. Podría mencionarse entre ellos a Jean Dabin, que enseñó en la vieja Universidad de Lovaina. En conclusión, un Derecho sin contenidos absolutos y con carácter puramente instrumental, que es el único que me parece científicamente aceptable, no puede fundamentar un derecho de castigar que equivocadamente se presenta como atributo jurídico inherente al Estado o como una categoría jurídica destinada a restablecer el Derecho vulnerado por el delito. Esto conduce a examinar otras fundamentaciones, sean ellas pre o metajurídicas, que para él puedan invocarse”. (Novoa Monreal, Eduardo: Algunas reflexiones sobre el derecho de castigar del Estado, disponible en https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=1984755). Vale decir, que el derecho de castigar solamente tiene sentido si se apoya en el derecho natural –absolutamente incompatible con las connotaciones seculares del estado moderno en su formato europeo- o recurre, lisa y llanamente, a otros saberes laterales de la transmodernidad que desbordan el acotado plano jurídico.
Uno de esas alternativas epistemológicas es, justamente, la filosofía. Que, además, nos interpela desde el vamos con una perplejidad no menor. Si el iusnaturalismo es una concepción del todo incompatible con el estado moderno europeo, qué deberiamos pensar desde nuestro margen latinoamericano si la advertencia de Dussel respecto del feudalismo fuerse cierta? Debemos recordar, en efectos, que el profesor argentino-mexicano destaca que esa etapa de la historia convencional marca solamente un periodo de aislamiento europeo, cercado por la presencia de las culturas semitas, en especial del mundo árabe, cuya asfixia cesa en 1492, época en que también se produce la conquista de América. De acuerdo a esta tesis, el feudalismo como tal no existió en ninguna otra parte del mundo y la modernidad comienza con la llegada de los españoles a nuestro Continente.
Por ende, la explicación del castigo en base a categorías teocéntricas tomistas sería también de dudosa aplicación en América Latina. Y aquí aparecería otra disciplina con pretensión científica, capaz de dotar de un nuevo sentido la razón de ser del castigo. Me refiero a la sociología clásica.
También a los cientistas sociales modernos. Que además de ubicar al castigo con arreglo a fines y reparar en su función instrumental, advierten sobre la cristalización histórica de una razón cultural y social que lo explica: "En cierto sentido esta propuesta resulta liberadora para cualquiera que desee reflexionar sobre el castigo, ya que elimina la necesidad de considerarlo en términos "penitenciaristas" y abre la interrogante sobre sus otras funciones sociales. Sin embargo, por atractiva que parezca, esta posición
presenta ciertos problemas. Por una parte, sigue considerando el castigo
como medio para lograr un fin: si ahora ya no es "controlar el delito", entonces
debe haber alguna otra intención, como la solidaridad social (Durkheim)
o la dominación política (Foucault). Pero atribuirle esta noción de
"propósito" o teleológica a una institución social conduce a una sociología
deficiente. No sólo es muy posible. como señala Nietzsche, que una institución
históricamente desarrollada condense una serie de fines y propósitos
aislados dentro de su esfera de funcionamiento; también sucede que las
instituciones no pueden explicarse tan sólo por sus "propósitos". Instituciones
como la cárcel, la multa o la guillotina son artefactos sociales que
encarnan y reproducen categorías culturales más amplias, a la vez que funcionan
como un medio para lograr fines penitenciaristas particulares. El
castigo no puede explicarse únicamente por sus propósitos porque ningún
artefacto social puede hacerlo. Al igual que la arquitectura, la alimentación,
el atuendo o los modales, el castigo cumple un propósito instrumental,
pero también es un estilo cultural y una tradición histórica que depende
de las "condiciones institucionales, técnicas y discursivas" Para entender
tales artefactos, debemos concebirlos como entidades culturales y sociales
cuyo significado sólo puede aclararse mediante un análisis cuidadoso.
Como ocurre en todas las esferas de la vida. posiblemente una necesidad
específica exija una respuesta técnica. pero esta "técnica" es moldeada por
todo un proceso de pi-oducción histórica y cultural.
Por consiguiente, la necesidad de controlar el delito" (Garland, David: “Castigo y sociedad moderna, siglo XXI Editores, México, 1999, p.35).
"Conforme a lo anterior, el castigo es un procedimiento legal delimitado,
cuya existencia y funcionamiento dependen de un extenso conjunto de
fuerzas y condiciones sociales. Estas circunstancias condicionantes adoptan
diversas formas, algunas de las cuales son expIicadas en trabajos históricos
y sociológicos en este campo. Por ejemplo, las cárceles modernas
presuponen formas arquitectónicas definidas, medidas de seguridad, técnicas
disciplinarias y regímenes desarrollados que organizan el tiempo y el
espacio, así como los medios sociales para financiar, construir y administrar esas complejas organizaciones, como .como lo demuestra un trabajo reciente, mantener las formas específicas de castigo también depende de circunstancias sociales e históricas menos evidentes, que incluyen el discurso político y formas específicas de conocimiento, las categorías legal, moral y cultural,y patrones específicos de sensibilidad y organización emotiva.
Tal vez el castigo sea una institución legal administrada por funcionarios
del Estado, pero necesariamente está cimentada en patrones más
amplios de conocimiento, sensibilidad y manera de actuar, y su legitimación y operación constantes dependen de estas bases y apoyos sociales. Tambi{en se fundamenta en la historia,porque, al igual que todas las instituciones sociales, es una consecuencia histórica mal adaptada a su condición actual".
Así planteada la cuestión, es posible analizar el castigo a partir del consenso histórico adquirido, sobre todo a partir de la crisis del correccionalismo y el estado welfarista, el debilitamiento de los paradigmas "re" y la visión masificada de que la cárcel no sirve para nada, o en todo caso se justifica para inocuizar a los delincuentes o erradicar a los indeseables o peligrosos del paisaje urbano, de acuerdo a las nuevas intuiciones, percepciones y emociones de grandes sectores sociales.