Es preferible saber a dónde ir y no cómo, que cómo ir y no adónde
Todo parece indicar que –como lo han venido haciendo sus mentores hasta ahora- los evaluadores del sistema penal en la Provincia de La Pampa arrimarán sus conclusiones haciendo fuerte hincapié en las denominadas “reformas de segunda generación” creadas en el marco del ya no tan “nuevo” paradigma de gestión pública (New Public Management), variante cosmética del Consenso de Washington y sus duras políticas neoliberales de reconversión del Estado.
Estas reformas hacen eje, vale recordarlo, fundamentalmente en dos aspectos: la tecnología y la cultura de los operadores. En ambos casos, la vaguedad de los términos apura una aclaración. En la lectura del NPM las reformas de diverso tipo –en este caso, de un sistema de persecución y enjuiciamiento penal- serían ideológicamente neutras.
Nadie, con un mínimo de honestidad intelectual, podría compartir esa interesada y direccionada simplificación.
Por el contrario, la reforma procesal es esencialmente política e ideológica y sólo complementaria y secundariamente amerita una discusión sobre aspectos de gestión concebidos como una prefiguración empresarial de variantes cotidianas. Pondremos como ejemplo una de ellas, por aberrante: la defensa penal pública debe funcionar como un estudio jurídico privado.
La traslación mecánica de las lógicas de mercado no solamente pone al descubierto la connotación indisimulable de aparato ideológico y represivo del Estado de los sistemas procesales (aquellos que, vale recordarlo, a diferencia del código penal, “sí le tocan un pelo al delincuente”), sino que demás consigue cancelar una discusión ideológica y político criminal que nadie parece dispuesto a dar porque lo intrincado de la nueva tecnología de poder pone al descubierto otra consecuencia: la colonización cultural de los operadores.
Hace poco más de un año, muy poco tiempo en términos históricos, el Ministerio Público de la Defensa se había hecho eco de los datos que el Superior Tribunal de Justicia había recolectado, y los había puesto en palabras y en conceptos. Pero esa conceptualidad no pretendía compartir el paraguas de complicidades e invulnerabilidad que establece la neutralidad sino que, justamente, aspiraba a poner en evidencia una suerte de alerta de las conciencias colectivas implicadas.
Tres años atrás, y tal como lo subimos a nuestro sitio de facebook (Defensa Pública La Pampa) habíamos convocado infructuosamente a un profundo debate entre todos los actores del sistema. El objetivo era el mismo que todavía hoy nos asedia: comprender la lógica que precede al funcionamiento del sistema, sus enunciados y sus implicaciones cuidadosamente disimuladas o soterradas.
Mientras ello ocurría, la ardua vacuidad del día a día corroía una oportunidad extraordinaria de reforma política. Recordemos, a esta altura, que un código procesal no es ni más ni menos que la Constitución reglamentada.
Por ende, los problemas de implementación, como parece reproducirse en la mayoría de los lugares en los que se operativizó la reforma (objetivo plausible si los hay, si se ponen en claro las pautas ideológicas que deberían regirlo) no son una anomalía, ni responden a una crisis o un déficit en su instrumentación.
A esta altura, inclusive, es más fácil inferir que la colonización de subjetividades se valió de una cultura pre-existente para hacer que el o los códigos funcionen como lo hacen. Y lo hacen bien, si por ello entendemos la habilitación y consolidación de nuevas formas de dominación y control.
Para entender estas contradicciones principales, solamente hay que indagar quién o quiénes han estado detrás de las reformas, quiénes las financiaron, cuáles fueron sus incidencias previas para con gobiernos democráticos en diveroso lugares del mundo y particularmente en América Latina. Preguntarse, por ahora, qué recorrido tuvieron en países con características políticas particularmente complejas (Colombia, por dar un ejemplo,) o problematizar sobre el tipo de prácticas de criminalización que se operó contra ciertos colectivos (mapuches) con la utilización conjunta de las leyes antiterroristas y la racionalidad gestiva que presume de neutralidad manifiesta.