Por Eduardo Luis Aguirre

El cinismo imperial jugando a la pelota, pegándole con tres dedos, con displicencia, frente a la colonización cultural berreta de una platea de nativos paralizados de admiración, torna más agobiante las imágenes. Esas que con un dejo inocultable de provocación reivindica la estética rediviva de la derecha argentina, reinventada, justamente, a 40 años del golpe.
Los mismos personajes, las mismas corporaciones y los mismos sectores que contribuyeron decisivamente a la masacre, se visibilizan profundizando la arduidad de la hora, que a veces dificulta la ponderación del retroceso, por no decir de la derrota, porque sería demasiado doloroso y porque no será, finalmente, derrota.
Nos mancomuna, sin embargo, la memoria colectiva frente al genocidio, la evocación permanente de las víctimas y el recuerdo de los perpetradores, de adentro, y de afuera. Muchos de ellos, conspicuos representantes del país imperial que preside formalmente el visitante ilustre que nos honra con su presencia.
Sin embargo, así y todo, la Argentina ha señalado, de manera indeleble, un camino que es una referencia cierta en materia de juzgamiento de los crímenes de masa para todos los países del mundo. Eso no lo podrá remover ni retrotraer la claudicación cultural más humillante que pudiéramos imaginar.
Fue la propia justicia argentina, parte de una burocracia que ahora opera como una fuerza de choque funcional a los designios del capital, la que dejó claramente establecida la magnitud de una práctica social genocida.
Cada 24 de marzo tendrá, de aquí en más, un horizonte de proyección ampliado. Un nunca más preventivo contra los golpes blandos y contra cualquier otra forma de intervención imperial.
Ocupémonos ahora de las sentencia. Y de los crímenes. Para rememorar, justamente, su formidable legado ético, político e histórico.



En el análisis de la histórica sentencia dictada por el Tribunal Oral Federal N°. 1 de la ciudad de La Plata en el denominado “Caso Etchecolatz”, hemos de señalar que se trata del primer antecedente que determinaba que los delitos de lesa humanidad cometidos por la última dictadura militar debían incluirse en el marco de un  genocidio[3].
El pronunciamiento habría de coincidir con las expectativas de miles de militantes  y un importante número de organizaciones humanitarias y políticas que, desde hacía muchos años, venían peticionando el acogimiento de esta caracterización para definir el exterminio argentino ocurrido entre 1976 y 1986[4].
Pero más allá de los reclamos y la movilización permanente de los organismos de Derechos Humanos y de gran parte de la sociedad argentina, las causas que permitieron esa instancia procesal en el ámbito genocida siguen siendo materia de permanente y cotidiana discusión.
Toda tragedia se entiende, únicamente, si se analizan las causas subyacentes, la interacción y la relación de distintas fuerzas sociales y políticas, los condicionamientos externos, los intereses económicos y geopolíticos que pugnan por imponer determinadas lógicas discursivas, los diferentes alineamientos y las conductas colectivas como precondición de la instauración de prácticas sociales genocidas.
La recuperación de la memoria colectiva, en mi humilde opinión, excede en mucho los resultados de los distintos procesos judiciales que se llevan a cabo (y que resultan de una importancia incomparable en términos históricos) en la Argentina, e implican una serie de factores y circunstancias muy difíciles de concatenar ordenadamente en un relato causal, justamente porque la historia se compone de complejidades y contradicciones de diversa índole, y es casi siempre  refractaria a las caracterizaciones simplistas o lineales.
El primero de esos grandes reduccionismos de la historia reciente, y acaso uno de los más importantes,  lo constituyó la denominada “teoría de los dos demonios”, esgrimida por los sectores conservadores de la Argentina y recogida en su momento por la Comisión Nacional Sobre la Desaparición de Personas (conadep), un agregado creado por el Presidente Raúl Alfonsín, compuesto por  reconocidas personalidades nacionales, que tenía la obligación de investigar y concluir sobre las graves violaciones a los Derechos Humanos ocurridas durante la dictadura militar.
La Comisión concluyó su cometido en 1984, el que quedó asentado en el libro “Nunca Más”, que sirvió en buena medida como sustento para iniciar el juicio a los integrantes de las juntas militares, en un hecho histórico también sin precedentes.
No obstante, la conadep acuñó (en plena época de recuperación democrática, donde existían -vale recordarlo- factores de poder autoritarios que conservaban todavía una importante cuota de poder, empezando por las propias fuerzas armadas y de seguridad y las grandes corporaciones), tal como también lo hacían la gran prensa y una buena parte de la sociedad, la idea de que en la Argentina había habido “una guerra”[5].
En ella habrían participado “dos bandos” que utilizaban procedimientos diabólicamente reprochables, en la que el accionar del Estado debía considerarse singularmente grave precisamente porque, quien debía cuidar por la vigencia de la legalidad, la había violado sistemáticamente, cometiendo una enorme cantidad de crímenes y violaciones a los Derechos Humanos, a veces llamados “errores” y “excesos”[6].
En el prólogo del Informe “Nunca Más”, el escritor Ernesto Sábato, Presidente de la Comisión, escribía: “Durante la década del 70 la Argentina fue convulsionada por un terror que provenía tanto desde la extrema derecha como de la extrema izquierda (…) a los delitos de los terroristas, las Fuerzas Armadas respondieron con un terrorismo infinitamente peor que el combatido, porque el 24 de marzo de 1976 contaron con el poderío y la impunidad del Estado absoluto, secuestrando, torturando y asesinando a miles de seres humanos”[7].
Es necesario preguntarse entonces, qué factores debieron haberse removido estructuralmente en la sociedad argentina para que aquel nivel de conciencia que expresaban intelectuales notables hace menos de treinta años, se viera fuertemente confrontada y superada por la convicción y la demostración final, de que lo que ocurrió en la Argentina, fue nada más y nada menos que un genocidio.
Mucha agua ha corrido bajo los puentes, evidentemente, durante estos años, pero bastante menos dinámica y sostenida ha sido la discusión sobre el cambio radical acaecido en la conciencia de los argentinos durante estas últimas décadas.
Esta discusión, todavía pendiente, además de un ejercicio de introspección necesario, abre las puertas para develar otra trama no menos simbólica y trascendental: las lógicas y las representaciones de los genocidas que perpetraron el exterminio.
Ese debate, doloroso pero inconcluso, acaso salvado por la función esencialmente simbólica de los juicios en los que afloran datos psicológicos, emocionales, antropológicos, sociológicos e ideológicos, tal vez nos permita explorar las causas últimas del genocidio y las lógicas y racionalidades -todas ellas- que hicieron posible que lo impensado ocurriera.
Estos últimos años han sido particularmente intensos en el país, en lo que concierne a una disputa permanente por el discurso, por la necesidad de articular -aunque sea de manera fugaz y generalmente condicionados por un nihilismo entendible después de tantas frustraciones colectivas- un entramado de continuidades, lógicas y narrativas medianamente consensuales (entendido el consenso como la capacidad para generar tendencias que se arraigan en las masas), respecto de la tragedia ocurrida en el pasado reciente.
Hay, al menos, dos cuestiones en las que intuyo que la mayoría de los argentinos coincide, lo que no es poca cosa: a) que no sólo es imposible, sino retardatario pensar en salidas autoritarias o ajenas al orden institucional, más allá de las pulsiones fascistas de ciertos grupos sociales o factores de poder, y los clamores marginales de aquellos que creen que la “inseguridad” (entendida como los delitos de subsistencia o de calle) “son culpa de la democracia” (el filósofo José Pablo Feinmann denominó ingeniosamente a estas imprecaciones como “el discurso tachero”, refiriéndose al carácter ampulosamente autoritario de las retóricas cotidianas y coloquiales de ciertos sectores de la sociedad argentina, entre los que el autor ubica en un sector preponderante a los taxistas), y que por ende es necesario apelar de nuevo al “orden” de la “mano dura”, a los que se suman los grupúsculos fundamentalistas que catalogan como presos políticos a los perseguidos o condenados penalmente por delitos contra la humanidad y genocidio; y b) que el genocidio empezó antes del golpe de Estado de 1976.
Por todo ello, deberíamos indagar cuáles fueron las condiciones que posibilitaron que en el imaginario colectivo argentino se instalara la idea de que, efectivamente, se estaba ante una guerra iniciada por “bandas” de “delincuentes subversivos”, y que esa conflictiva debía ser leída en clave de una guerra entre Occidente y el “comunismo internacional”, que se prolongaba fronteras adentro de nuestro país y que, por lo tanto y en definitiva, debía saldarse sustituyendo las doctrinas decimonónicas de la “soberanía nacional” por una lógica de emergencia: la doctrina de la “seguridad nacional”[8].
La posibilidad de instalar en gran parte de la sociedad argentina discursos, narrativas, prácticas y lógicas compatibles con la ocupación militarizada, y su aceptación, en sustancia, fue un requisito sine qua non para que se pudiera llevar adelante un plan sistemático de extermino de nacionales en su propio territorio.
Ese logro cultural de los represores fue decisivo para que una parte importante de la sociedad argentina tolerara y participara del léxico y  las gramáticas opresoras y de la imposición forzada de una nueva cultura identitaria.
Pero, en tal caso, importa sobremanera escrutar los elementos fundamentales que coadyuvaron para construir un ideario represivo en los propios encargados de llevar adelante la “guerra sucia”.
En ese sentido, resulta prioritario recordar que el genocidio tuvo ejecutores (efectivos de las fuerzas armadas y de seguridad, bandas armadas, fuerzas de choque en el plano sindical, estudiantil, etcétera), pero también tuvo ideólogos, partícipes, cómplices y sectores fuertemente aliados al capitalismo internacional que confluyeron como soporte funcional y esencial del exterminio, para imponer a sangre y fuego un plan económico de expoliación y entrega[9].
Empresarios, grupos periodísticos, la jerarquía eclesiástica, intelectuales fascistas, militantes de la extrema derecha, partidos políticos tradicionales, progresistas claudicantes y sindicalistas, prestaron un apoyo entusiasta a las “medidas” sanguinarias que se adoptaron para derrotar a la “subversión”.
Aunque pudiera resultar extraño y paradójico, una población aterida por la violencia política, no alcanzó a representarse el cambio regresivo de paradigma securitario ni a advertir que las fuerzas represivas se comportaban como ocupantes en su propio país, y perseguían y masacraban a sus propios nacionales.
Ahora bien, frente a esa realidad inobjetable, resulta ineludible intentar entender las representaciones que los genocidas construyeron como forma de justificación y legitimación de los actos propios, cuya barbarie no reconoce antecedentes en la Argentina desde el genocidio de los pueblos originarios.
Algunos datos conceptuales pueden reconstruirse apelando a las más autorizadas lecturas contemporáneas sobre el tema. “Sin embargo, lo que Lemkin no podía ver aún con claridad en su obra -dado que se trató de un fenómeno posterior- era que el procedimiento de “ocupación” del territorio que había implementado el nazismo y sus “técnicas de ocupación”, que Lemkin calificara como eje de lo que entendía por “genocidio”, pudieran ser sistemáticamente implementadas por un ejército de ocupación integrado por propios nacionales de cada Estado. De esto se trató en verdad la “Doctrina de la Seguridad Nacional”, formulada en la Conferencia de Ejércitos Americanos de 1954 en Caracas, una reformulación de la lógica de los ejércitos americanos que tiende a transformar el concepto de “fronteras territoriales” por el de “fronteras ideológicas” y a levantar la bandera de un nuevo paradigma securitario: la “Doctrina” de la “Seguridad Nacional”[10].
Por eso es que, con referencia al segundo genocidio argentino, fue fundamental el aporte del Informe Whitaker, al poner en claro, refiriéndose al caso de Camboya, que  “la definición (de genocidio) no excluye aquellos casos en que las víctimas son parte del propio grupo transgresor”[11].
La debilidad teórica del argumento central de los represores, que identificaba un enemigo histórico que amenazaba las bases mismas de la nacionalidad, a la que se suponía occidental y cristiana, era en parte advertido por los propios jerarcas del régimen: “Ya en esa época yo hablaba de los errores que cometimos, las muertes y los desaparecidos….Sin duda que los desaparecidos fueron un error porque, si usted los compara con los desaparecidos de Argelia, es muy diferente: ¡eran finalmente los desaparecidos de otra nación, los franceses volvieron a su país y pasaron a otra cosa! Mientras que aquí cada desaparecido tenía un padre, un hermano, un tío, un abuelo, que siguen teniendo resentimiento contra nosotros, y esto es natural…”[12].
Pero con antelación a estos “errores”, hubo un núcleo duro de creencias e intuiciones al que los genocidas adhirieron posteriormente con un dogmatismo acrítico. En rigor, la idea de un choque de civilizaciones, que debería saldarse inexorable con el recurso a la “guerra”, venía gestándose en el país desde muchos años atrás.
Sectores integristas y fanáticos de la iglesia católica se pronunciaban categóricamente y sin eufemismo alguno acerca de la necesidad de utilizar una violencia sin límites para eliminar al enemigo ideológico. Sin duda, la influencia de estos sectores religiosos conservadores debieron haber gravitado decisivamente en quienes debían llevar a cabo la “guerra justa” contra la “subversión apátrida”, que intentaba socavar los valores occidentales, cambiar nuestra bandera por un “sucio trapo rojo”, infiltrar el comunismo ateo y otras monstruosidades por el estilo. Es más, debieron convertirse en el “soporte moral” de la cruzada, que en clave estratégica de “guerra contrainsurgente” extrapolada del modelo francés, conformaron una suerte de cóctel explosivo.
Hay elementos que permiten inferir que la formación militar, la “doctrina” militar que inspiró a las fuerzas de ocupación durante el genocidio, se hallaba fuertemente ligada a una concepción religiosa de la política que registraba antigua data en el país: “El hombre católico no es hombre y, además, católico, como si lo católico fuese algo separado de su cualidad de hombre o de padre de familia, artista, economista, político. El hombre católico es una unidad. Cuanto de hombre y de actividad hay en él, debe ser católico; esto es, adaptado a las exigencias de su fe y caridad cristianas (…) La política es una actividad moral que nace naturalmente de las exigencias humanas en su vida terrestre. De ahí que, tanto la ciencia política que legisla las condiciones esenciales de la ciudad terrestre, como la prudencia política que determina las acciones que convienen a ciertas circunstancias concretas, para el logro de determinados fines políticos, deban ajustarse a la vida sobrenatural”[13].
En plena década del 70, otro religioso integrista, Carlos Alberto Sacheri, salía a la caza de lo que denominaba “La Iglesia clandestina”, una suerte de secta católica “infiltrada” por el marxismo internacional, en la que identificaba en primer término a los curas progresistas del Tercer Mundo o las restantes agrupaciones o religiosos comprometidos con la causa de los más desposeídos y la lucha por la liberación[14]. Sacheri no se andaba con rodeos: “La disyuntiva es total y no admite posturas intermedias: o bien la civilización se edifica en el respeto de los derechos de Dios y del hombre, o., por el contrario, se edifica en la negación de tales derechos. La primera es la civilización del orden natural y cristiano, la segunda, es la de la Revolución Anticristiana: Quien no está conmigo, está contra mí; quien no recoge conmigo, desparrama. Tal es el juicio de Nuestro Señor, tal es el único criterio auténticamente cristiano”[15].
Hasta 1973, época en que transcurrió el efímero gobierno camporista, estos sectores pensaban al peronismo como una prolongación del enemigo, a partir de los cambios y transformaciones de corte nacionalistas y antiimperialistas que había llevado a cabo el primer peronismo, a partir de 1946 y hasta 1952[16].
Ese sesgo mutó profundamente a partir de la última presidencia de Perón -en la que amonestó en su discurso del 1º de mayo de 1974 en la plaza de Mayo a los Montoneros y los sectores más dinámicos de su movimiento, a quienes denigró llamándolos “estúpidos”, “imberbes”, para quienes, advirtió, todavía no había “tronado el escarmiento”- aunque este dato pareció pasarle  inadvertido a estas jerarquías eclesiásticas[17].
Sacheri agregaba, incansable, también en clave de escarmiento: “Sin sangre no hay redención. Yo no creo jugar a la fácil profecía (porque son hechos que ya se están dando en la realidad argentina), en la Argentina de 1973 correrá mucha sangre; y si nosotros, los católicos, no estamos dispuestos a dejar correr nuestra propia sangre en una militancia heroica, la Argentina será marxista y no será católica. En nuestras manos está eso. Sin sangre no hay redención, y lo que vale en el orden estrictamente sobrenatural para el cual hablaba San Pablo de la redención de Cristo, vale también para la redención secular de la Argentina, de una sociedad tradicionalmente cristiana que debe reencontrarse definitivamente a sí misma en el sendero del cual la apartó el liberalismo…” [18].
No fue el de Sacheri el único ni el último caso de exaltación fundamentalista de la violencia reaccionaria por parte del poder eclesiástico. El 23 de septiembre de 1975, cuando el golpe se perfilaba ya en el horizonte político de la Argentina y era alentado sistemáticamente por la prensa derechista, el vicario general castrense de las fuerzas armadas argentinas, monseñor Vitorio Bonamín se ponía al frente del próximo asalto al poder y aclamaba el genocidio por venir: “Saludo a todos los hombres de Armas aquí presentes purificados en el Jordán de la Sangre para ponerse al frente de todo el país. El ejército está expiando las impurezas de nuestro país. ¿No querrá Cristo que algún día las Fuerzas Armadas estén más allá de su función?”.
El arzobispo de la ciudad de Bahía Blanca (bastión cultural de la Armada, con el aporte histórico del diario ultraderechista “La Nueva Provincia”), monseñor Jorge Mayer[19] no tenía nada que envidiarla a la inflamada verba bélica de Bonamín: “La guerrilla subversiva quiere arrebatar la cruz, símbolo de todos los cristianos para aplastar y dividir a todos los argentinos mediante la hoz y el martillo”[20].
La sangre que inspiraba la militancia de estos pastores llegaría fatalmente, y se derramaría a torrentes “expiatorios” por todo el país. La masacre de Ezeiza, ejecutada por bandas armadas del peronismo de ultraderecha, marcaría un punto de inflexión en la violencia política y un anticipo del genocidio durante el gobierno civil.
La muerte de Perón, y sus definiciones previas, en las que reivindicaba al sindicalismo ortodoxo y renegaba de la “juventud maravillosa” a la que años antes había alentado -desde su exilio en Madrid- a constituir las “formaciones especiales”, que convergerían en organizaciones armadas, agudizarían las contradicciones dentro del movimiento peronista y acelerarían la masacre[21].
Ya durante la dictadura, estas retóricas binarias y católicas intransigentes se reiterarían en las proclamas que Jorge Rafael Videla haría al mundo entero, en una equilibrada alquimia de fundamentalismo, autoritarismo y cinismo. “Octubre de 1977. En esos días, el general Videla recibió a un grupo de periodistas ingleses. Uno de ellos afirmó que en (el aeropuerto de) Ezeiza hay un cartel donde dice que la Argentina es occidental y cristiana”, pero que entre los principios europeos estaba la idea de que “ningún hombre o ser humano sufra por sus creencias y que las minorías reciban una justa consideración por parte del Estado”[22]. El general Videla le contestó que “la Argentina es un país occidental y cristiano, no porque esté escrito así en el aeropuerto de Ezeiza; Argentina es occidental y cristiana porque le viene de su historia. Nació cristiana a través de la conducción española, heredó de España la cultura occidental y nunca renunció a esa condición sino que justamente la defendió. Es por defender esa condición occidental y cristiana como estilo de vida que se planteó esta lucha contra quienes no aceptaron ese sistema de vida y quisieron imponer otro distinto. Yo le puedo asegurar que la vocación democrática cristiana y occidental que pueden tener los pueblos de Europa no es superior a la nuestra. Para esto es necesario distinguir lo que puede ser disenso, controversia en el plano de las ideas, y lo que es la subversión terrorista. Nosotros decimos que en la Argentina no hay presos políticos, no hay presos gremiales, hay delincuentes subversivos. Es decir, que por el solo hecho de pensar distinto dentro de nuestro estilo de vida, nadie es privado de su libertad, pero consideramos que es un delito grave atentar contra el estilo de vida occidental y cristiano queriéndolo cambiar por otro que nos es ajeno, y en este tipo de lucha no solamente es considerado como agresor el que arremete a través de la bomba, del disparo o del secuestro, sino también aquel que en el plano de las ideas quiere cambiar nuestro sistema de vida a través de ideas que son justamente subversivas, es decir, subvierten valores, cambian, trastocan valores”[23].
La sentencia intolerante y groseramente antidemocrática de Videla, importa una confesión explícita de las categorías absolutas que impregnaban las lógicas de los represores y un ejemplo emblemático de genocidio reorganizador moderno[24]. Si buscábamos un fundamento del genocidio, esta dura y delirante amalgama entre el integrismo católico y una peculiar visión de los acontecimientos mundiales, tal vez, nos proporcione valiosos elementos para intentar comprender el por qué de esa pesadilla.
Pero también, sin ningún tipo de duda, esa construcción cultural retrógrada es perfectamente compatible con idea de la contraposición de un modelo de autonomía propio de la modernidad, opuesto a las relaciones sociales heterónomas producida por la sociedad feudal, religiosa y estamental de la Edad Media[25].
Si se analizan los discursos de los segmentos más retardatarios de la Iglesia argentina, durante los años previos e inmediatamente posteriores al golpe de Estado, en todos ellos podremos observar una profesión de fe antiliberal, incluso concibiendo al liberalismo como un enemigo irreconciliable, justo con el comunismo, el costado nacionalista popular y antiimperialista del peronismo, el comunismo internacional y el judaísmo.
Más allá de las limitaciones y críticas que un modelo de prácticas y relaciones sociales basado en el contrato como idea fuerza y representante de los intereses de la burguesía en ascenso podría generar, lo cierto es que lo que causaba aquel rechazo clerical era la superación de una sociedad basada en el plano de la diferencia estamental de origen religioso por una basada en formas más equitativas de convivencia entre los hombres y mujeres aregentinas.
El nuevo paradigma liberal de la igualdad formal y la libertad natural del ser humano, ciertamente, implicó un nuevo modelo de poder y una ingeniería social basados en las relaciones autonómicas, entendidas éstas como la posibilidad de auto-determinación, o de “darse la propia ley”, contraponiéndose así a los modelos vigentes del Derecho natural, que planteaban la existencia de un orden previo modelado por Dios, y por ende inamovible[26].
En el discurso de los perpetradores del genocidio argentino, queda claramente explicitado que se está atacando a aquellos que hacen uso de su autonomía. Y, para muestra, valgan algunos ejemplos:
a)    En el año 1977, el Ministro de Educación de la dictadura distribuye un folleto titulado “Subversión en el ámbito educativo”. En dicho folleto, considera como parte de la “acción enemiga” a “la notoria ofensiva en el área de la literatura infantil que se propone emitir un tipo de mensaje que parta del niño y que le permita auto-educarse sobre la base de la libertad y la alternativa”[27]. En el mismo folleto oficial se sostiene “que las editoriales marxistas pretenden ofrecer libros que acompañen al niño en su lucha por penetrar en el mundo de las cosas y de los adultos que lo ayuden a no tener miedo a la libertad, que lo ayuden a querer, a pelear, a afirmar su ser, a defender su yo contra el yo que muchas veces le quieren imponer padres e instituciones, consciente o inconscientemente víctimas a su vez de un sistema que los plasmó o los trató de hacer a su imagen y semejanza”[28].
b)   En otro nivel educativo, valen las declaraciones de un miembro de la Facultad de Ciencias Sociales, Horacio García Belsunce, para definir el concepto de “subversivo”: “subversivos no son solamente aquellos que asesinan con las armas o privan de libertad individual o medran a través de esos procedimientos, sino también los que desde otras posiciones infiltran en la sociedad ideas contrarias a la filosofía política que el Proceso de Reorganización Nacional ha definido como pautas o juicio de valor para su acción”[29].
Ahora bien, esta prédica de reacción heterónoma en materia de construcción de prácticas sociales, antiliberal, quizás “predecimonónica”, no es fácil de conciliar con un plan económico ultra neoliberal del gobierno militar.
Justamente, una de las características más salientes de la dictadura fue la puesta en práctica de un plan que impulsó las importaciones, destruyó la industria nacional, redistribuyó regresivamente la riqueza, multiplicó la deuda externa, disminuyó el gasto social, “achicó el Estado”, alentó los monopolios y comenzó una tarea de aniquilamiento social que continuó al aniquilamiento físico o se complementó con él.
Es más, algunas de las grandes violaciones a los Derechos Humanos durante la última dictadura militar están fuertemente vinculadas a las continuidades y quiebres del sistema capitalista. Por eso, uno de los sectores más victimizados durante el genocidio fue aquel que los represores identificaban como “guerrilla fabril”.
Fue necesario exterminar este segmento específico de la “subversión -el obrero industrial comprometido- como mecanismo previo a la instauración del ajuste neoliberal de fines de los 70 y principios de los 80. La consecuencia fue la dramática cifra de 15.000 detenidos desaparecidos, algo así como la mitad de las víctimas fatales del aniquilamiento, entre cuyas víctimas se contaban los dirigentes sindicales más comprometidos y menos proclives a estrategias transaccionales con el regimen de turno.
Pareciera que el ideario de la dictadura encarnó, en consecuencia, el sistema de creencias de toda la derecha argentina, y de una buena parte de la sociedad nacional, a la que reorganiza, en principio, detrás de dogmas morales religiosos leídos en clave ultramontana, la disciplina detrás de dispositivos geopolíticos de las “fronteras ideológicas” y del “enemigo interno”, y le garantiza el poder a través de un plan que lleva a cabo uno de los representantes más conspicuos del poder oligárquico: el poderoso Ministro de Economía José Martínez de Hoz, actualmente perseguido penalmente por delitos de lesa humanidad, cuyos antecesores aparecen vinculados a la “conquista del desierto” que significó el primer genocidio argentino, ya por entonces como conspicuos representantes del ruralismo vernáculo, que conserva hasta hoy día intacta su vocación destituyente y sus representaciones antidemocráticas[30].
Todo el arco conservador argentino, por acción u omisión, comprendió que la autonomía ponía en riesgo un orden estamental oligárquico que, salvo contados lapsos históricos, gobernó a la Argentina.
Gran parte de la clase media de entonces, históricamente timorata por su propia condición y ubicación de clase, temerosa de perder lo conseguido durante una existencia sacrificial, adormecida culturalmente en la imitación de hábitos, gustos y escala de valores de los sectores dominantes a los que añora parecerse, incapaz de comprender en buena medida los cambios liberadores y los grandes relatos sociales y políticos de la época, refractaria a los procesos de transformación y permeable a la gigantesca propaganda conservadora, termina incorporando -y consintiendo- esta visión conglobante que legitima el golpe y el genocidio.
Cuando hacemos referencia a la inédita campaña de penetración cultural e ideológica ocurrida en la Argentina, no solamente aludimos a los grandes medios escritos, televisivos o radiales, que con sus matices diferenciales adhirieron al gobierno militar y sus políticas públicas (ya sea por convicción., porque la dictadura les permitió hacer fabulosos y nunca aclarados negociados y obtener ganancias exorbitantes, o porque pudieron incluso haber tenido algún grado de participación en crímenes de lesa humanidad, cosa que se investiga en la Argentina mientras esta tesis se encuentra en pleno proceso de elaboración). Tampoco a los programas “políticos” de periodistas que actuaban como virtuales teóricos del golpe y el genocidio[31].
Incluso la revista infantil “Billiken”, la de mayor tirada y una existencia continua de más de 90 años en la Argentina, cumplió el rol de producto cultural hegemónico para restaurar los valores tradicionales (familia, símbolos, imágenes), simplificando una historia sacralizada y fundamentalmente bélica, y afirmando la idea de una soberanía nacional siempre acechada, en clara concordancia con los discursos de la dictadura. Billiken es una revista que prácticamente no ha dejado de leer ningún argentino, pertenecía  a una editorial afín al regimen, y por eso no llamaban la atención, por ejemplo,  las prédicas de sus fundadores en  editoriales evangelizadoras incrustadas en un medio que era el material escolar preferido de los niños[32].
La sensación abrumadora era que nada podía leerse en la Argentina, porque la mayoría de las publicaciones (al igual que los programas radiales y televisivos) tendían a convalidar y legitimar al gobierno militar, a través de impostaciones, falacias y una subliminalidad de las prédicas no siempre fáciles de detectar para los consumidores poco avisados, que no eran pocos, por cierto.
La formidable campaña de penetración cultural e ideológica, sumada a la pérdida de los mejores cuadros de una generación comprometida, militante, esclarecida, produjo un retroceso indudable en la conciencia colectiva de los argentinos, de la que todavía no nos hemos recuperado.
Solamente así podría completarse una explicación acerca de la prédica sistemática de los grandes medios de comunicación respecto de un nuevo enemigo social: el “delincuente” de calle o de subsistencia, el agresor salvaje, el que ocasiona la “inseguridad” que se transforma en la primera preocupación de los argentinos, a pesar que el índice de homicidios cada 100.000 sea uno de los más bajos de todo el continente americano[33].
Hago esta breve disquisición sobre las relaciones de la propaganda y el genocidio   absolutamente comprobadas en la Argentina, y que ha producido en Ruanda el primer episodio que se recuerde de participación comprobada judicialmente de “periodistas” y empresarios de  medios de comunicación en el aniquilamiento[34]. Más allá de la mayor o menor sutileza en el manejo del lenguaje, las metáforas o los mensajes, los niveles de participación y complicidad no parecen diferenciarse en lo sustancial.



[1]  Fragmento de un “discurso” de María Estela Martínez de Perón, en Tucumán, 1975.
[2] Relatos del arrepentido Adolfo Scilingo, que se pueden encontrar disponibles en http://www.rodolfowalsh.org/spip.php?article2917.
[3] Dictada por el Tribunal Oral en lo Criminal Federal N 1 de La Plata, en la causa N 2251/06 procedente del Juzgado Federal N 3 de la ciudad de La Plata, seguida a Miguel Osvaldo Etchecolatz, disponible en http://www.rodolfowalsh.org/spip.php?article2378
[4] Aguirre, Eduardo Luis: “El delito de genocidio en la jurisprudencia argentina”, disponible en http://derecho-a-replica.blogspot.com/2010/11/el-delito-de-genocidio-en-la.html
[5] Feierstein, Daniel: “El genocidio como práctica social”, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires,  2008, p. 333
[6] Feierstein, Daniel: “El genocidio como práctica social”, Fondo de Cultura Económiva, Buenos Aires,  2008, p. 333 y 334.
[7] Informe “Nunca Más”, Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (conadep), también conocido como “Informe Sábato”, 1984.
[8] Feierstein, Daniel: “El genocidio como práctica social”, Fondo de Cultura Económiva, Buenos Aires,  2008, p. 308.
[9] Aguirre, Eduardo Luis: “Hay que completar la gesta de memoria, verdad y justicia”, disponible en http://derecho-a-replica.blogspot.com/2010/11/hay-que-completar-la-gesta-democratica.html
[10] Feierstein, Daniel: Estudio Preliminar a la edición argentina de Raphael Lemkin: “El dominio el eje en la Europa ocupada”, Ed. Prometeo, Buenos Aires, 2009, p. 29.
[11]  Feierstein, Daniel: Estudio Preliminar a la edición argentina de Raphael Lemkin: “El dominio el eje en la Europa ocupada”, Ed. Prometeo, Buenos Aires, 2009, p. 31.
[12], Declaraciones del ex Ministro del Interior Albano Harguindeguy, en Robin, Marie-Monique: “Escuadrones de la muerte. La escuela francesa”, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 2005, p. 447, citado por Daniel Feierstein: Estudio Preliminar a la edición argentina de Raphael Lemkin: “El dominio el eje en la Europa ocupada”, Ed. Prometeo, Buenos Aires, 2009 p. 29.
[13]  Esto escribía el sacerdote del catolicismo intransigente Ramón Meinvielle, en la publicación “Concepción Católica de la política”, Buenos Aires, Dictio, 1974, p. 4., citado por Ranalletti, Mario: “Contrainsurgencia, catolicismo intransigente y extremismo de derecha en la formación militar argentina. Influencias francesas en el terrorismo de Estado (1955-1976), en Feierstein, Daniel (compilador): “Terrorismo de Estado y Genocidio en América latina, Editorial Prometeo, Buenos Aires,  2009, p. 254.
[14] Sacheri, Carlos Alberto: “La Iglesia Clandestina”, Ediciones del Cruzamante, Buenos Aires,  1977, p. 15, citado por Ranalletti, Mario: “Contrainsurgencia, catolicismo intransigente y extremismo de derecha en la formación militar argentina. Influencias francesas en el terrorismo de Estado (1955-1976), en Feierstein, Daniel (compilador): “Terrorismo de Estado y Genocidio en América latina, Editorial Prometeo, Buenos Aires,  2009, p. 270.
[15]  Sacheri, Carlos Alberto: “La Iglesia Clandestina”, Ediciones del Cruzamante, Buenos Aires,  1977, p. 15, citado por Ranalletti, Mario: “Contrainsurgencia, catolicismo intransigente y extremismo de derecha en la formación militar argentina. Influencias francesas en el terrorismo de Estado (1955-1976), en  Feierstein, Daniel (compilador): “Terrorismo de Estado y Genocidio en América latina, Editorial Prometeo, Buenos Aires,  2009, p. 270.
[16] Bonasso, Miguel: “El Presidente que no fue”, Editorial Planeta, 2002, p. 626.
[17] Bonasso, Miguel: “El Presidente que no fue”, Editorial Planeta, 2002, p. 626: Anguita, Eduardo -Caparrós, Martín: “La Voluntad. Una historia de la militancia revolucionaria en la Argentina, 1973-1976, Tomo II”, Editorial Norma, p. 311 y 312. Puede escucharse también el discurso pronunciado por Perón desde los balcones de la Casa Rosada el 1° de Mayo de 1974 en www.youtube.com/watch?v=U1NmQslv8oU.
[18]  Intervención de Carlos Sacheri en la “Jornada de Estudios sobre el Marxismo”, que organizaron el Círculo de Acción Universitaria y la Agrupación Misión en la Universidad Católica Argentina, el 9 de junio de 1973, en momentos en que la derecha se relamía con la retirada de los sectores más progresistas del gobierno nacional, con la renuncia de Cámpora y el triunfo ulterior de la fórmula Perón-Perón, citado por Ranalletti, Mario: “Contrainsurgencia, catolicismo intransigente y extremismo de derecha en la formación militar argentina. Influencias francesas en el terrorismo de Estado (1955-1976), en Feierstein, Daniel (compilador): “Terrorismo de Estado y Genocidio en América latina, Editorial Prometeo, Buenos Aires,  2009, p. 271.
[19]  Quien anteriormente se había desempeñado como Obispo Diocesano de La Pampa, en nuestra propia ciudad de Santa Rosa.
[20]  Manifestaciones hechas el 27 de junio de 1976, tres meses después de producido el golpe.
[21] “Apuntes de Historia”, disponible en http://marcosmarinoni.blogspot.com/2011/01/peron-y-las-formaciones-especiales.html
[22] Anguita, Eduardo - Caparrós, Martín: “La voluntad. Una historia de la militancia revolucionaria en la Argentina”, Editorial Norma, Tomo III,  1998, pp. 357 y 358.
[23]  Anguita, Eduardo - Caparrós, Martín: “La voluntad. Una historia de la militancia revolucionaria en la Argentina”, Editorial Norma, Tomo III,  1998, pp. 357 y 358.
[24] Feierstein, Daniel: “El Genocidio como práctica social”, Fondo de Cultura Económica, 2008, p. 310.
[25] Montera, Carolina: “¿Derecho a la Verdad o Verdad del Derecho? El juicio a las juntas militares y la realización simbólica del genocidio en la Argentina”, que se encuentra disponible en www.catedras.fsoc.uba.ar/feierstein/escritosalumnos/Derecho.pdf
[26]  Feierstein, Daniel: “El genocidio como práctica social”,  Fondo de Cultura Económica,  2008, p. 120.
[27] Feierstein, Daniel: “Genocidio. La administración de la muerte en la modernidad”, Editorial Eduntref, Buenos Aires, 2005, p. 61. En realidad, la supuesta prédica marxista que se cree ver en esa literatura infantil, al menos como se la plantea, no constituye sino una mirada liberal destinada a valorar positivamente el sentido de la libertad de pensamiento por parte de los lectores.
[28] Feierstein, Daniel: “Genocidio. La administración de la muerte en la modernidad”, Editorial Eduntref, Buenos Aires, 2005, p. 61.
[29]  Feierstein, Daniel: “Genocidio. La administración de la muerte en la modernidad”, Editorial Eduntref, Buenos Aires, 2005, p. 61. La afirmación de este personaje resume la “ideología” de la dictadura militar: el subversivo es el distinto. Él es el “enemigo” que atenta contra una supuesta prosapia y una concepción del mundo en cuyo nombre estaba permitido secuestrar,  torturar, asesinar, hacer desaparecer a miles de personas, apropiarse de sus hijos y de sus bienes.
[30] http://www.elortiba.org/guedes.html
[31]  La propaganda llegaba a introducirse subliminalmente hasta en las telenovelas. Un programa de televisión -todavía en blanco y negro- titulado “Lo mejor de nuestra vida: nuestros hijos”, que se emitía semanalmente, relataba situaciones familiares donde una madre abnegada -la actriz Susana Campos- debía soportar y socorrer las ingratitudes, la petulancia, el desagradecimiento, el desamor y la violencia….de sus propios hijos. Este metamensaje, inocuo en apariencia, adquiría una importancia trascendental en un contexto nacional (y mundial) caracterizado por las diferencias generacionales, en las que “todo era política”, y en un contexto en el que la juventud, en todo el mundo, intentaba transformar las estructuras arcaicas del capitalismo mundial, que le venían dadas por generaciones anteriores.
[32] Guitelman, Paula: “La infancia en dictadura. Modernidad y conservadurismo en el mundo de Billiken”, Editorial Prometeo, Buenos Aires, 2006.
[34] Dadrian, Vahakn N.: “Configuración de los genocidios del siglo veinte. Los casos armenios, judío y ruandés”, en Feierstein, Daniel (compilador): “Genocidio. La administración de la muerte en la modernidad”, Editorial Eduntref, Buenos Aires, 2005, p. 115.