Por Eduardo Luis Aguirre
Hace más de un siglo que el sentido común hegemónico de este país repite como una letanía que los argentinos descendemos de los barcos. Esa inexactitud deja fuera de esa pretendida identidad a nuestros hermanos los indios, pese a que más del 50% de la población reconoce ancestros originarios.
También a los ricos procesos de movilidad interna y a la migración de países vecinos y hermanos, igualmente multitudinaria. Hay en aquella aseveración mitológica una convicción mayoritaria, asentada en la tradición oral atravesada por prejuicios y mantras de distinto pelaje que se reitera sin matices y con precisión de reaccionaria certidumbre. Casi con alivio. Seríamos algo así como los europeos de América. Lo dijo de manera impudorosa el ex presidente Macri. Lo volvió a insinuar, con mayor recato pero de manera igualmente equívoca su sucesor. Y la construcción se multiplica, avanza, se asienta en un consenso fútil que casi no encuentra demasiada oposición ni debe lidiar con mayores cuestionamientos.
La complejísima trama de los procesos migratorios se asimila en la Argentina a la llegada del progreso, de vidas sacrificiales que contribuyeron decisivamente a una acumulación de capital novedosa que modificó para siempre la estructura social de la antigua factoría oligárquica y el contrabando. El acceso al trabajo urbano, a las feraces tierras argentas produjeron una transformación objetiva y subjetiva que impactó en un proceso de individuación singular en el campo y la ciudad.
En esa épica, que no asienta en una fantasía y que verdaderamente conmovió las bases sociológicas y económicas de aquel país temprano, subyace una causalidad positivista entre esfuerzo, trabajo, orden y progreso. No interesa discutir la precisión de una construcción tan afianzada a lo largo de la historia.
Pero aun así, siempre pensé que, como en todo proceso social aluvional, existieron aquellos que quedaron en el camino, los que transitaron los bordes del desarraigo sin poder concretar, nunca, el ascenso social ni el éxito económico. El capitalismo siempre genera perdedores. En aquella época, tal vez funcionaban esos réprobos como ejército ocupacional de reserva. Pero sus vidas quedaban marcadas por la imposibilidad de acceder a una vida más digna y por las reacciones que generan las frustraciones cuando se desequilibran las coordenadas del esfuerzo y el éxito. No debe asombrarnos. Algo similar aconteció en Chicago y Michigan, cuando millones de trabajadores, campesinos o extranjeros pobres eligieron la ciudad para buscar trabajo en las flamantes terminales automotrices. Uno de los resultados más recordados es la Escuela de Chicago, que durante treinta años debió estudiar las causas de los ilegalismos de esos derrotados. La conclusión fue compleja. Podemos resumirla diciendo que el crecimiento de la conflictividad social se debía a la pobreza y el desorden de aquella verdadera Babel que había crecido en la zona de los grandes lagos. Voy a resistir la compulsión académica de reiterar las categorías sociológicas del funcionalismo estadounidense de esa época. Tengo otras formas, bastante más cercanas, para recorrer el camino de los derrotados en los impresionantes procesos migratorios que transformaron el país promisorio y feraz de principios del siglo pasado. Cuento, al menos, con dos testimonios olvidados que, transformados en libros excelentes son capaces de explicar, con apego a la valoración descriptiva del conflicto, la existencia sacrificial de la frustración inmigrante. Esas formas, sobre las que me han invitado a exponer como profe invitado en “mi” Facultad pampeana, se resumen en dos libros que no solamente cuentan la historia de un bandido rural que, aunque hijo de colonos del norte italiano no pudo hacer pie ni tomar posesión de la tierra, por una parte, y por la otra un tano del sur que, desde niño, sufrió los procesos de inusitada violencia que deparaba el destierro orillero en la reina del plata.
Juan Bautista Vairoletto, acaso nuestro Martín Fierro, como lo describe el autor, enigmático, seductor, irrefrenable en amoríos y en su vocación libertaria, jinete y hombre. Con sus potencialidades y sus miserias. Un caballero errante que conoció tanto la cárcel como a los políticos opacos de los primeros años de la pasada centuria, pero que nunca accedió a la propiedad de la tierra ni al derecho a la herencia, la revelación más categórica y verídica de los procesos de apropiación y enriquecimiento. Se trata, en su caso, de una síntesis de las fuerzas sociales en pugna, de la resultante explícita de una lucha de clases con todas las letras. El libro, sencillamente magnífico, pertenece al intelectual pampeano Hugo Chumbita. Se titula ´"Ultima Frontera: Vairoletto. Vida y Leyenda de un Bandolero, editado en 1999 por Editorial Planeta.
El otro personaje, proveniente de la parte más pobre de la Italia unificada pocas décadas antes, es Cayetano Santos Godino. El niño que vivió junto a su familia numerosa en los ásperos conventillos de la Boca, donde supo de la vida, de la muerte y de las carencias, de los prostíbulos, de la condición disciplinar de la policía y de la escuela, de la discriminación, de la influencia irrebatible de José Ingenieros en la caracterización de los otros diferentes, de los tugurios que frecuentaban afamados músicos como Ángel Villoldo. "Laberintos y Cerrojos" se llama el laureado libro del profesor Carlos Elbert, editado por "De eso no se habla" en 2015. Una semblanza que presume de la meticulosidad y la prosa detallista y metódica del autor y que describe el drama existencial del demonizado "Petiso Orejudo".
Un salteador rural, un sujeto peligroso de la urbanidad, dos almas desnudas, dos productos de la segregación histórica de los extraños, dos formas para entender una inmigración heroica y cruel. Una forma sistemática de iluminar a quellos que también fueron hijos, aunque no dilectos, de los barcos.