Por Eduardo Luis Aguirre (*)
El mundo de la transmodernidad exhibe varias peculiaridades. Una de ellas es que nos enteramos en tiempo real de los acontecimientos que suceden en cualquier lugar del planeta. Esos hechos nos atraviesan, nos implican, nos comprometen.
Pero también nos enteramos de lo que sucede muy cerca nuestro, y de la misma manera, esos hechos nos afligen, nos acucian, nos agobian. El estado de excepción que impone el capitalismo mundial va precipitando, en ambos contextos, hechos que no tienen precedentes en materia de degradación de las democracias de baja intensidad que caracterizaron a occidente en los últimos dos siglos.
Esta deriva simultánea de las formas democráticas nos interpela, a los intelectuales y a los académicos, y nos impone la necesidad impostergable de reflexionar sobre este nuevo estado de excepción con la mayor profundidad y rigor.
Los académicos somos, en definitiva, y para decepción de muchos, meros fabricantes de preguntas y humildes proveedores de significados.
Nuestros bagajes epistemológicos lucen débiles frente a los exabruptos de la emergencia y la nueva relación de fuerzas políticas, sociales, económicas, jurídicas y culturales, que imponen en la coyuntura la elaboración y construcción de luchas defensivas frente al asedio permanente que sufren las vulnerables democracias del siglo XXI.
Ese estado de emergencia de las democracias de occidente data al menos de 25 años. Hace unos años, me esforcé en tratar de entender –hasta donde pude- cuándo se produjo ese primer hiato del estado democrático de derecho al menos como lo conocimos en los últimos siglos. Lo hice en el marco de mi libro “Sociología del control global punitivo”, publicado en el año 2013. Allí llegué a la conclusión que existe una nueva forma de colonialismo, que se expresa a través de un conjunto de instrumentos y herramientas que utiliza el capital transnacional: económicos, financieros, militares, culturales, tecnológicos y propagandísticos. Pero además, este nuevo sistema de control comienza a utilizar en muchos casos un nuevo elemento geopolítico extremadamente importante. Durante los ataques de la OTAN sobre la Antigua Yugoslavia, que había sido el cuarto país de Europa en materia de indicadores de desarrollo, se propició una nueva forma de dominación y control basado en el aniquilamiento y más específicamente en el desmembramiento del país. Yugoslavia significó un punto de inflexión en la creación de un nuevo sistema de control global punitivo, no solamente por la originalidad de la estrategia del despedazamiento territorial, sino por la aparición de nuevos poderes fácticos encargados de debilitar a los gobiernos, incendiar la calle, crear olas de descontento generalizada e inaugurar en la práctica lo que Gene Sharp denominara golpes blandos o golpes suaves. La doctrina de los golpes blandos, debe recordárselo, concibe una primera etapa de exacerbación de la conflictividad y las diferencias al interior del país que se propone desestabilizar, para continuar con el “calentamiento de la calle”, la organización de manifestaciones de todo tipo, potenciando posibles fallas y errores de los gobiernos, la necesaria guerra psicológica, los rumores, y la desmoralización colectiva, hasta terminar con la dimisión de los gobernantes. Allí jugó un rol decisivo la organización OTPOR, exportada luego a las distintas "primaveras" y golpes suaves perpetrados en todo el mundo con diversa suerte, incluida América Latina.
El rol de actores análogos, y un capitalismo capaz de colonizar las subjetividades de los votantes han consagrado a gobiernos cuya legitimidad de origen no se discute, pero cuyas formas totalitarias sin precedentes tampoco pueden obviarse.
Una de las peculiaridades que caracterizan a estos gobiernos liberales es la pulsión por causar dolor. Ese plus de dolor se expresa en la degradación de los derechos y garantías, el ejercicio de distintas formas de coerción y castigo, la monopolización de los medios de comunicación y de las burocracias judiciales. Pero esa intención deliberada de causar dolor también se evidencia en los retrocesos sistemáticos en materia social y económica, en una impronta y una concepción clasista y racista, en verdaderas “blitzkriegs” contra los pueblos y en una degradación llamativa del pensamiento crítico, del lenguaje y de la palabra. En poco tiempo, entonces, amplias capas de la población se encuentran extraviadas, abatidas, alienadas, sin sostenes ni apoyaturas de ninguna índole. Entre otras cosas, porque es el propio estado quien las victimiza.
En el siglo XXI, los estados neoliberales entienden la política como el ejercicio de una filosofía de baja intensidad donde el lenguaje juega el rol primario de articular las mistificaciones y los estados pasan a ser un botín de guerra en manos de una lumpenburguesía parapetada detrás la protección mediática más fabulosa que se recuerde.
Esas mistificaciones constituyen la denominada “posverdad”. Es decir, algo que parece obvio y evidente, que se deriva de claras convenciones internacionales, de las constituciones locales y de las leyes internas, que no se respeta. Pero además, cuenta con el favor popular para que no se respete. En la construcción de la posverdad, no solamente juegan un rol fundante los gobiernos y sus comunicadores, sino también una descomunal maquinaria mediática afín encargada de reproducir mentiras frente a la escasa capacidad de refutación con la que cuentan los sectores populares. Casualidad o no, esta escalada de desinformación sistemática de nueva generación también fue advertida por primera vez en el conflicto de los Balcanes, respecto del cual periodistas insospechables como Michel Collon advertían que en esa época se disparaban antes las mentiras que las bombas.
Estas democracias son, en su actual configuración, funcionales a los poderes fácticos mundiales el FMI, el Banco Mundial, el imperialismo. Por eso es posible que se sigan destruyendo países en nombre de Se destruyen países en nombre de la democracia:. Siria, Libia, Irak, Yugoslavia.
Los derechos no son un regalo de las clases dominantes. Son el resultado de luchas que se libraron durante siglos. Por eso es necesario revalorizar estas democracias, dotarla de un nuevo sentido, fortalecerlas, y advertir sobre esta involución del concepto jurídico y filosófico a que la reduce el capital, transformándolas en algo que De Sousa Santos denomina “dictaduras informales”. Cualquiera sea la valoración que hagamos de esta nomenclatura, sí podremos mucho más fácilmente coincidir con el maestro portugués en el sentido de que tenemos sociedades democráticas en lo político y fascistas en lo social. La reflexión final se impone: ¿Qué monstruos son éstos que estamos creando?
Y lo hacemos en un tiempo de transición abismal, de fenómenos mórbidos, de monstruos, como explica Gramsci. Monstruos que configuran amenazas. Amenazas que, por razones de espacio, habremos de recorrer en las próximas entregas.
(*) Extracto de la primera parte de la conferencia dictada el pasado 17 de octubre en el Salón "Rector Leopoldo Rómulo Casal", de la UNLPam.