El 13 de mayo de 1990, un año antes de que estallara la guerra de los Balcanes, unos pocos miles de hinchas del Estrella Roja de Belgrado, el club con el que simpatizara el Mariscal Tito y uno de los dos más populares de Serbia, se dirigían en tren hacia Zagreb, donde su equipo habría de disputar un clásico especial contra el Dínamo de la capital croata.
Hacía apenas una semana que se habían celebrado las primeras elecciones en Yugoslavia desde su unificación en 1945. En Croacia, una de las repúblicas que componían la Federación, había ganado los comicios con claridad un partido de derecha nacionalista, la Unión Democrática Croata, liderada por Franjo Tudjman, a la postre presidente croata una vez producida la independencia del país.
Aquel día, los incidentes desatados horas después entre barras en las mismas tribunas del estadio Maksimir fueron considerados por muchos analistas como el puntapié inicial de la guerra. que terminaría fragmentando y desangrando a la cuarta nación más poderosa de la Europa de entonces. Un dato histórico que suele soslayarse. Los acontecimientos posteriores, que terminaron con la primera intervención ofensiva de la OTAN y con una verdadera masacre estimulada directamente desde occidente, son por todos conocidos.
Ha escrito Nacho Carretero: "El fútbol yugoslavo fue el laboratorio, el mini-escenario, que recreó todo lo que después iría ocurriendo en el país. Antes que los políticos, los hinchas ya habían enarbolado las banderas del nacionalismo. Antes que los dirigentes, los aficionados ya se habían profesado odio sin tapujos. Antes que los soldados, los ultras ya se habían declarado la guerra; ya habían combatido. El fútbol en Yugoslavia fue por delante, avisó y no se le escuchó. Jonathan Wilson, periodista experto en fútbol europeo, explica que “en Europa el hooliganismo se extiende en los años 70 y 80 como una explosión social ante las desigualdades, pero en Yugoslavia adquiere un cariz político, nacionalista”. Cada estadio, cada jornada de liga, explicaba una realidad social. Cada altercado, representaba un problema político. La Yugoslavia de los 80 se puede entender a través de su fútbol. Los estadios reflejaron en esa década lo que después se trasladó a la dimensión del campo de batalla en la siguiente.
La Prva Liga —primera división yugoslava extinta en 1991— estaba compuesta por 18 equipos. En Bosnia destacaban las dos escuadras de la capital. El FK Sarajevo, campeón en dos ocasiones, es el equipo de los bosnios musulmanes. Sus ultras, los Horde Zla (Hordas del Mal) engrosaron las filas de las milicias bosnias durante la guerra. Son la máxima representación del independentismo bosnio musulmán y así lo demostraron en las gradas durante los 80, enfrentándose a los hinchas cristianos de Serbia y Croacia. El otro equipo de la capital es el FK Željezničar, equipo de la clase trabajadora y de los pocos que nació sin una base étnica, conocido como el equipo de todos. La otra realidad de Bosnia en aquella década estaba contenida en el Zrinjski Mostar, el equipo de los bosniocroatas, y en el Borac Banka Luka, la escuadra de los serbobosnios. Sus enfrentamientos incendiaban estadios y avisaban de la inestabilidad interna del país. Hoy, todos ellos siguen compitiendo en la liga bosnia.
En Croacia dos equipos representaban el ansia independentista de la república: el Hajduk Split y el Dinamo de Zagreb. Los hinchas del primero protagonizaron algunos de los capítulos de violencia más vergonzantes de la historia del fútbol. Sus ultras, la Torcida Split, pasan por ser el grupo organizado de hooligans más antiguo de Europa, fundado en 1950. El lema de sus aficionados es, “si viviera dos veces, las dos te las dedicaría”. Muchos de los miembros de la Torcida se unieron al ejército croata en la guerra de independencia. Hoy, en la entrada de su estadio, hay un mural que recuerda a los hinchas que dieron su vida en la guerra. Grada y trinchera de la mano. El Dinamo, por su parte, es, según Jonathan Wilson, “el núcleo del nacionalismo croata”. Hasta el punto de que el último presidente que tuvieron disputando la liga yugoslava fue el propio Franjo Tudjman, posterior presidente de Croacia y quien llegó a cambiar el nombre del equipo por Croacia Zagreb, enseguida reconvertido en el original Dinamo. Sus aficionados más radicales, los Bad Blue Boys —que ya aguardan en el fondo norte del Maksimir Stadium— fueron la punta de lanza del sentimiento emancipador croata, enfrentándose a los equipos serbios bajo el amparo de las banderas croatas cuando éstas todavía estaban prohibidas en los estadios. De la grada pasaron a la trinchera, y muchos de ellos formaron parte durante la guerra del ejército de su país.
Los equipos y sus seguidores dibujaban a la perfección el paisaje social de Yugoslavia. Pero el gobierno parecía negarse a verlo. Milorad Anjelic, presidente del parlamento de Belgrado, explicaba en 1990, sólo un año antes de la guerra: “Existen conflictos, pero no son serios. No nos cuestionamos la existencia de Yugoslavia. Tenemos cambios políticos y puntos de vista diferentes, pero la gente quiere una Yugoslavia unida”. No lo veía así el diputado croata Mladen Vedris, quien replicaba en una entrevista para la televisión yugoslava: “El fútbol es una forma de expresarse. Durante años hemos estado en condición de inferioridad, ha llegado el momento de la igualdad, sí, pero si no llega, ha llegado el momento de la independencia. Y si no nos la conceden, estamos ante el final de Yugoslavia”. Entre medias, Spiro Vukovic, presidente de la asociación de fútbol de Yugoslavia, trataba de poner cordura: “Confío en que el deporte haga suceder cosas positivas, los estadios no pueden ser fórums políticos, los espectáculos deportivos son para relajarse y divertirse. Esto significa que el fútbol tiene que ser algo secundario en la vida y lo primero tienen que ser la ley y el orden. Ésta es nuestra principal preocupación en los partidos”. Demasiado tarde. Hacía años que la guerra de los Balcanes había estallado en las gradas.
Días antes de la batalla entre los Delije y los Bad Blue Boys en Zagreb, el programa británico Express News Magazine viajaba a Yugoslavia para hacer un reportaje de cómo el fútbol estaba canalizando las tensiones políticas. Entrevistaron a varios hinchas anónimos y sus declaraciones mostraban que todo aquello había dejado de ser (sólo) fútbol. “Soy fan del Estrella Roja, pero también soy serbio, así que lucharé por el Reino de Serbia”, decía un joven, cazadora vaquera y media melena rubia. “Durante años las luchas fueron por el honor del Dinamo. Desde hace tiempo son por Croacia. Lucharemos contra cualquier equipo serbio”, explicaba otro treintañero de Zagreb en el programa. El reportero habla con un miembro de los Bad Blue Boys del Dinamo. “No puedo expresar con palabras lo que me hacen sentir los equipos serbios. En Inglaterra hay equipos que se odian y ultras rivales. Eso nos pasa con Torcida. Pero lo que ocurre con los serbios, eso, no creo que se pueda poner un ejemplo igual”.
Las voces no sólo eran anónimas. El capitán del Dinamo, Zvonimir Boban, también atendía al periodista británico: “El futuro del fútbol parece muy crudo aquí, si las cosas van a peor, habrá una separación, una fractura”. Faltaban sólo unos días para el partido de Maksimir y pocos meses para el inicio de la guerra. El fútbol podía hablar más alto, pero no más claro" (1).
Cuando estalló la guerra, hinchas bosnios, serbios y croatas bajaron de las gradas a las trincheras. Y esto no es un giro metafórico. Las pulsiones preexistentes en el país encontraron en estos grupos radicalizados la mano de obra disponible para llevar a cabo las más horribles masacres, aquellas que quizás no podían perpetrar los ejércitos "regulares". El fútbol se reveló como la antesala de la muerte organizada.
Un dato histórico a tener en cuenta cuando en un país como la Argentina, en el que la mayoría de los analistas consideran a los "barras" únicamente como delincuentes comunes organizados asociados a beneficios económicos de mayor o menor envergadura. A lo sumo, se han establecido interesantes categorías entre "barras" propiamente dichos (aquellos que comparten beneficios económicos de una determinada organización en la que interactúan dirigentes, políticos, las policías, etc) e "hinchas militantes", una suerte de ejército de reserva de los barras. Pero los barras, como terminamos de ver, pueden ser otra cosa. En nuestro país, parecen casi probados los vínculos entre estos sectores duros de las hinchadas con el narcotráfico y otras formas de delincuencia organizada, el clientelismo político, el sindicalismo y hasta expresiones ideológicas racistas y reaccionarias. Ha habido de todo en estas últimas décadas. Como vemos, el fútbol puede encubrir cosas peores. Sobre todo cuando en los países se degrada la democracia, se restauran proyectos conservadores, se crean otros desvalorados y se cancelan derechos y garantías que creíamos hasta hace pocos meses irreversibles. Y cuando se exacerban tensiones de manera intencional. Ahí comienzan a jugar dos categorías que es urgente analizar. Una es la de control global punitivo, respecto de la cual el gobierno derechista argentino comienza a dar pasos inquietantes y seguramente trágicos (TPP, la presumible instalación de bases norteamericanas, el rol ideado respecto de la DEA). La otra, es la de recurrir a las más variadas y preestablecidas formas de violencia (física, verbal, laboral, psicológica, simbólica, económica) cuando las contradicciones sociales inexorablemente se agudicen en la medida que la opresión, la subordinación al capital y los monopolios arrasen con un proceso inacabado, contradictorio y acotado de expansión de derechos e inclusión social.