Por Ignacio Castro Rey
Diga lo que diga la Filosofía instituida, pensar es sólo admitir la existencia. Empujado por una necesidad mortal, la cabaña en Roxe de Sebes encarnó el poder universal del retiro, el secreto, la clandestinidad. Aquel paisaje montañés le dio espacio duradero a algo que en la memoria de la humanidad ha tomado mil formas: el desierto por el que ha de pasar cualquiera antes de un cambio; la crisis desde la que te rehaces; los segundos de ausencia (Theoria en Aristóteles, Augenblick en Kierkegaard, Zona Ártica en Deleuze) donde alguien contempla una escena desde fuera, con una lejanía que permite retomar la vida de otro modo.
La soledad sonora de aquel silencio verde renovó lentamente la vegetación de un presente muerto. Roxe de Sebes significó darle continuidad habitable a ese lapso mítico y crucial que permite recomenzar desde cero. En el fondo, es la historia de Lázaro: renacer desde la ceniza, morir en vida para alcanzar la "inmortalidad" de lo que estaba condenado. Conectar con la memoria de lo que has sido y los espectros de lo desaparecido. Fugándose del imperio espectacular de esta visibilidad perpetua, armarse públicamente con lo invisible.
Quedaban atrás muchas etapas, violentamente distintas, que era necesario destilar. Una sociabilidad mundana, en la biografía y el carácter, exigía irse a un borde para encontrar el hilo de una simplicidad perdida. Atar, desatar, recordar, imaginar. Había que parar el mundo, apearse de su vanidad y poner el pie en un tiempo que prescindiera de cualquier seguridad. Esto permitió ver qué queda de uno cuando sólo se conserva el eco de la tierra. La estancia en tal lugar apartado fue la interrupción radical que permite volver a armar el rompecabezas; le dio una forma amable al desierto que necesita el que ha vivido. Tenemos dos manos, dos hemisferios cerebrales: la existencia y la historia, los afectos y la cabeza, lo interior y lo externo. Y un lado nunca ha entendido muy bien lo que hace y piensa el otro. Roxe de Sebes fue el intento de fijar esa doblez, la hendidura que sostiene a una persona. Significó buscar una existencia mortal que pueda ser a la vez múltiple; "no hay dos sin tres" si se llega a conectar con el silencio que nos habita. Se experimentó por tanto una disciplina de lo potencial. Una ascética, un estoicismo mental que hiciera posible recuperar el epicureísmo corporal, un culto de los sentidos al que no se podía renunciar. Como aquel silencio agreste se prolonga en cada segundo de duda actual, en cada momento de belleza del estruendo urbano, concedió un escenario a la tragedia que permite reiniciar la comedia del día. Encarnó el paisaje de un presente absoluto, sin edad, que se libera de la superstición de la cronología y permite la inocencia de jugar con ella. Roxe de Sebes tuvo poco de retiro romántico y contemplativo, pues el trabajo era ingente: construir un "sistema" de pensamiento que recogiera una vasta diversidad que debía seguir. De ahí el activismo que se mantiene allá arriba: madrugar, afeitarse, escribir, leer, pasear, tomar notas del entorno, hacer fotografías, cocinar, pescar, cortar leña... Todo ello con una paciencia casi oriental y, a la vez, con una precisión poco menos que neoyorquina. Fue como probar a ser viejo siendo todavía joven. Fue también buscar la fórmula que permite ser oriental siendo occidental: ser religioso mientras no se puede dejar de ser materialista. Los rumores de aquel valle escarpado indicaron el límite. En este aspecto, Roxe de Sebes le da cuerpo al fin de la juventud; representa una lucha "contra la salud", esa concepción enfermiza de la realidad que nos encadena a tantas dicotomías negadoras: yo frente a los otros, el hombre sobre la tierra, la actualidad que deja atrás el pasado... Al margen de esta mitología separadora, se intentó poner a prueba un platonismo de lo múltiple, la alianza de solipsismo y realismo a la que con frecuencia se refiere Wittgenstein y que se halla también en Descartes y Berkeley; en Schopenhauer, en Nietzsche. Se trató en resumen de comprobar que no hay salida: no se puede escapar a una vida que lo tiene todo dentro, también el afuera de esa irrealidad que llamamos muerte. De hecho, vas a la montaña para que todo vuelva: también tus tonterías, y unos fantasmas sin los que no eres nada. Derivado de este idealismo radical, se buscó confirmar el poder de una physis cuántica, ni mecánica ni determinista. Una naturaleza omnipresente y cosmopolita porque "ama esconderse", enlazando cada estación con lo desconocido. Tal paisaje agreste sirvió la dulzura del absoluto local que exige el arte como ciencia común y primera: la belleza de la contingencia real, anterior a cualquier matemática o filosofía. Aquel valle abandonado permitió conocer lo espectral en los mismos fenómenos, no solamente pensar lo nouménico fuera de lo sensible, según nuestra cultura de oposiciones. Como esos mil días fundaron la tarea interminable de reconciliarse con la sombra de sí, tal absoluto mortal permite todavía una ironía incesante con lo público y mundial. En realidad, Roxe de Sebes fijó una disciplina de la fluidez, de la potencia de umbral que persiste tras el último acto. Ignacio Castro Rey. Madrid, 24 de junio de 2016 Ignacio Castro Rey es filósofo, crítico de arte y profesor. Aparte de numerosos artículos en distintos medios y conferencias en instituciones españolas y latinoamericanas, es autor de los siguientes libros: Pontes do diaño (Santiago, 2015), Sociedad y barbarie (Barcelona, 2012), La depresión informativa (Buenos Aires, 2011), Votos de riqueza (Madrid, 2007), La sexualidad y su sombra (Buenos Aires, 2004), Crítica de la razón sexual (Barcelona, 2002) y La explotación de los cuerpos (Madrid, 2002). Su producción más breve se concentra en los últimos años enwww.ignaciocastrorey.com y en el blog "Crítica y barbarie" de fronterad.