Por Pablo Guadarrama González (*).
Con
anterioridad ya ha sido cuestionado el planteamiento comúnmente aceptado, según
el cual la democracia y los derechos humanos constituyen un producto exclusivo
de la cultura occidental.[1] Al aceptar este último criterio se ignoran no
solo las conquistas y aportes que al respecto lograron algunas civilizaciones
del Oriente Antiguo, sino también las experiencias y concepciones de otros pueblos
posteriores que se desarrollaron antes de la conformación de la cultura occidental o simultáneamente, pero
sin contactos con ella, como el caso de los originarios del continente
americano.[2]
Ante
tal situación emergen las siguientes interrogantes: ¿Acaso las culturas ancestrales de América, especialmente las más
avanzadas, no desarrollaron criterios y prácticas que hoy podrían dignamente
ocupar algún lugar entre los antecedentes universales de los derechos humanos y
la vida democrática? ¿Prevalecía o no entre estos pueblos una autoconciencia de
su respectiva condición humana?
¿En qué medida han sido justipreciadas las ideas y
experiencias sobre la democracia y los derechos humanos en algunos de los
pueblos ancestrales más desarrollados de América o en los mestizos emergentes
durante el proceso de conquista y colonización europea?
¿De qué forma la producción filosófica generada por
los llamados «pueblos periféricos», como en el caso de los latinoamericanos, debe
considerarse valiosa en la construcción y desarrollo de concepciones y
prácticas democráticas y de respeto a los derechos humanos?
¿Acaso la elaboración y promoción de ideas de corte
humanista constituye patrimonio exclusivo de la llamada cultura occidental,
independientemente de una mayor o menor divulgación de las elaboradas en otras latitudes y
épocas?
Ha constituido una nota muy común que en la
historia universal se destaque el papel de declaraciones, filósofos, juristas,
políticos, misioneros, etc., en la elaboración y conquistas democráticas,
especialmente en cuanto a los derechos humanos, en tanto se subestima el
protagonismo de aquellas clases y grupos sociales –esto es, esclavos, siervos,
campesinos, indígenas, criollos, súbditos, artesanos, obreros, mujeres, etc.–
que han sido los verdaderos promotores de tales logros, como puede apreciarse
también en la historia latinoamericana.
Este
hecho no debe inducir a ignorar o subestimar los significativos aportes de los
pueblos y pensadores europeos, especialmente a partir del despliegue de la
modernidad, al desarrollo de las concepciones y prácticas democráticas y de los
derechos humanos. Pero, ¿qué razones hay para ignorar o subestimar las
contribuciones de los pueblos y pensadores latinoamericanos al respecto en las
distintas etapas de su evolución histórica desde el proceso de la conquista y
colonización hasta nuestros días?
Sobre
el pionero protagonismo de Occidente en relación
con los derechos humanos, el filósofo mexicano Leopoldo Zea argumentaba: «El
hecho de que haya sido el mundo occidental el que haya tomado, posiblemente por
primera vez, conciencia de los mismos, no implica que ha de ser él el único
mundo con capacidad para disfrutarlos. Pues este mundo, al reclamar para sí el
respeto a tales derechos, ha hecho, también, conscientes de los mismos a otros
pueblos. Una conciencia que, desde su aparición en la historia, tuvo el
iberoamericano; conciencia que también encontraba su apoyo en aquellos valores,
aparentemente desquiciados por la modernidad, que le permitieron, a su vez
tener una conciencia más amplia de la dignidad, la individualidad y la libertad
humana».[3]
Se hace
necesario pensar qué posibles consecuencias puede tener en la formación de las
actuales y futuras generaciones intelectuales que prevalezca el criterio de que
solo autores europeos o norteamericanos han sido los exclusivos cultivadores de
ideas originales y valiosas sobre los derechos humanos y las diversas formas de
democracia.
Una
investigación con objetivos de revalorización de los posibles aportes de la
proyección humanista en relación con el derecho y la democracia puede resultar
muy pertinente si, de algún modo, contribuye ─sin subestimar las contribuciones
de Occidente ni de los pueblos y pensadores de otras latitudes, como los de
América─ a revelar, destacar y valorar en particular los
de los pueblos, desde los originarios hasta los surgidos
posteriormente por el proceso de mestizaje y transculturación latinoamericanos.
Un
estudio de esta naturaleza puede estimular la confianza epistemológica e
ideológica en las actuales y futuras generaciones intelectuales para generar
nuevos conceptos, teorías, reflexiones políticas, jurídicas, filosóficas, etc.,
sobre cómo orientar mejor la vida democrática de los pueblos de esta región y,
a la vez, proponer ideas y experiencias de valor para otras latitudes del cada
vez más globalizado mundo contemporáneo.
Cuestión
aparte es el surgimiento del derecho internacional, el cual lógicamente solo
podría comenzar a tomar mayor cuerpo con el desarrollo moderno del
Estado-nación ─si bien algunos investigadores consideran que este ya existió en
varias civilizaciones antiguas[4]─,
en la que España sin duda desempeñó un papel protagónico con la unión de los
reinos de Castilla y Aragón. De ahí que resulte válido ir a buscar sus
antecedentes en aquellos sacerdotes dominicos que, como Francisco de Vitoria o Bartolomé de las Casas, motivaron tan
significativas polémicas en defensa de los derechos de los aborígenes
americanos.
Lo
cierto es, como plantea el costarricense Arnoldo Mora, que «América se
incorporaba a la historia universal pero no como sujeto sino como objeto, como
tema, como asunto de controversia, pero nunca con voz propia ni con sus hombres
y mujeres nativos hablando sobre cuál era su destino histórico como pueblos y
cultura, que pensaban de sí mismos después de lo que para ellos fue una
verdadera catástrofe, una hecatombe de la cual no se sobrepondrían nunca, qué
conciencia tendrían de todo eso y cómo lo expresaron a través de sus escritos y
tradiciones».[5]
Un
elemento a tomar en consideración es el profundo impacto que produjo la
conquista[6] al
interrumpir de forma abrupta el ritmo tradicional de desarrollo de los pueblos
aborígenes, acontecimiento que no significó simplemente una derrota militar,
sino también cosmovisiva e intelectual para algunos,[7] mientras
que para Enrique Dusell la resistencia durante cinco siglos no debe calificarse
como derrota.[8] Ciertamente, con
independencia de cómo se definan las expectativas de desarrollo histórico de
aquellos pueblos, de pronto se vieron sacudidas por una catástrofe axiológica
que les hizo perder la direccionalidad del rumbo que tenían previsto de acuerdo
con la experiencia de su anterior evolución histórica.[9]
Otras y
muy diferentes eran las demandas y escalas de valores del naciente capitalismo
en Europa, que, por una parte, trataba de distanciarse –aunque no siempre lo
lograra– del oscurantismo y el dogmatismo mediante la reivindicación del
humanismo grecolatino para convertirlo en buque insignia del Renacimiento,
mientras que, por otro lado, restablecía la oprobiosa esclavitud, tan distante
de un humanismo real.
Algunos
que pretenden minimizar la culpabilidad de los conquistadores respecto a la
cuestión de la inhumana esclavitud de indios y africanos, argumentan que esta institución
ya existía entre algunos de los pueblos originarios, pero pasan por alto que
generalmente esta no siempre tenía un carácter individual, con la excepción de
algunos sirvientes de reyes, ni era tan despiadada[10], sino
que era una forma de esclavitud generalizada, especie de servidumbre, que Marx
caracterizó como modo de producción
asiático.[11]
De
manera que aquellos que enarbolaban las banderas del humanismo lo hacían desde
aparentes posturas filantrópicas enaltecedoras del pensamiento grecolatino,
pero en verdad muy confluyentes con el humanismo abstracto que se quedaba en la formulación de vanas intenciones y
distante de un humanismo real y práctico que propusiese y realizase
transformaciones efectivas en favor de los sectores más humildes de la
población.
También
se debe tener presente que, independientemente de la existencia de sustanciales
diferencias de clases, con algunas particularidades en relación con las
existentes en otras latitudes,[12] las
formas de vida colectivas de los pueblos americanos inspiraron el humanismo de las ideas socialistas utópicas
de Tomás Moro[13] y Tomás Campanella,[14]
entre otros, además de las ideas de otros humanistas no solo españoles, como
Miguel Montaigne.
No faltaron interpretaciones modernas sobre las formas de vida
comunitaria de estos pueblos,
y algunos investigadores llegaron a
caracterizarlas como comunistas[15] por el simple hecho de que realizaran
trabajo colectivo y tuvieran formas de distribución de las cosechas de la misma
forma[16] ─criterio
este muy cuestionable, pues de aceptarse, habría que considerar numerosas
formas de trabajo cooperativo como comunistas─, e incluso plantearon que esta había
sido la causa de la destrucción del imperio incaico.[17] Identificación
que por supuesto resultaría nefasta tanto para una adecuada comprensión de las
relaciones socioeconómicas de los pueblos originarios de este continente, como
para la caracterización de las ideas modernas sobre el socialismo y el comunismo,
al menos para lo que por tal entendieron Marx y Engels, no como un tipo de
Estado a implantar, sino como un movimiento crítico de superación de un estado
de cosas, esto es, las relaciones capitalistas de producción, distribución y
consumo.[18]
Algunos
cronistas, como Fernández de Quirós, describieron a los indios americanos con
múltiples cualidades propiamente humanas.[19] Otros,
como José de Acosta, quedaron sorprendidos por la organización política de los
incas ─a diferencia de la forma político-administrativa de los aztecas, quienes
algunos consideran no conformaron propiamente un imperio[20], dada
la autonomía de los pueblos que dominaban y las formas democráticas de elección
y participación política que prevalecía entre ellos[21]─,
lo que lleva a los investigadores a
plantear que poseían una organización política y jurídica[22]
bien estructurada en consejos[23] y
jerarquizada[24], que a su vez se
correspondía con sus concepciones religiosas.[25] De
ahí que sea muy cuestionable el criterio que pone en duda la existencia de
unidad política, aun reconociendo la existencia de una ciudad-Estado con
consejos y estructuras de gobierno bien establecidas.[26]
También
impresionaron gratamente a los cronistas la existencia de centros de enseñanza
y la alta estimación de las heroicidades de sus ancestros, que rememoraban
frecuentemente.[27]
La
mayor parte de los investigadores prestan mayor atención a la polémica sobre la
condición humana[28] de los aborígenes
americanos, a quienes erróneamente desde un inicio denominaron indios, al creer
Colón y sus seguidores que habían topado con las Indias Occidentales. Resulta de interés la visión que por su parte
tuvieron algunos de los pueblos aborígenes sobre los conquistadores, que
llegó como en las tribus amazónicas al observar su velluda piel, a
identificarlos con los monos. Sin embargo, menos atención se le brinda a la concepción
que de sí mismos tenían estos pueblos ancestrales, en su diferenciada
perspectiva del reino animal y en general de la naturaleza.
Una de
las primeras cuestiones a tener en consideración es el diferente nivel de
desarrollo socioeconómico y jurídico-político, además de sus avances
tecnológicos, constructivos, cosmovisivos, artístico-literarios, alcanzados por
las culturas ancestrales, algunas de las cuales incluso declinaron mucho antes
de la llegada de los europeos, como la caral[29] y
la maya, entre otras, en las que los valores morales tenían generalmente una
mayor estimación que los políticos y jurídicos. [30]
¿Acaso
hubiera sido posible un imperio tan amplio, fuerte y bien organizado como el de
los incas si no hubiesen elaborado un pensamiento político y jurídico bien
estructurado y apoyado inteligentemente en ancestrales formas de organización
socioeconómica, política y jurídica como el ayllu?
No en balde el ecuatoriano Benjamín Carrión sostiene que solo pudieron lograr
la conformación de tal imperio sobre la base de aquella célula social
indispensable.[31]
Ahora
bien, ¿un imperio preocupado porque cada uno de sus nuevos súbditos tuviese al
menos un pedazo de tierra para sobrevivir y asegurar la supervivencia de sus
hijos acaso no ponía en práctica el elemental derecho humano de la alimentación?[32] ¿Por
qué resultan siempre más promotores de los derechos humanos los «civilizados»
países occidentales, como en Inglaterra durante el reinado de Enrique VIII, donde
desposeían a los campesinos y expandían el latifundio, como lo continúan
haciendo hasta nuestros días?
No
resulta difícil demostrar que la mayoría de los pueblos ancestrales de América,
por lo menos los más desarrollados –como lo demuestran sus leyendas
transmitidas en forma oral, códices, estelas, jeroglíficos–, poseían una rica
perspectiva antropológica de sí mismos. En especial tenían una alta autoestima,
así como un gran orgullo de la historia de sus antepasados.
Algunos
como los aztecas tenían tan alta estimación de su condición humana, al punto que
llegaron a discriminar a otros pueblos, a los cuales consideraban de inferior
grado de desarrollo por ser nómadas y recolectores, y denominaban como chichimecas, que proviene del término
perro sucio. De manera que, como sostiene Arizpe, «cada grupo lingüístico
prehispánico, como en el resto del mundo, tenía tendencia a llamarse a sí mismos
“los seres humanos”, “los hombres” y a referirse a los demás como “los bárbaros”,
“los desconocidos” o, incluso, “los salvajes”. Es cierto que los europeos no
son los únicos culpables del etnocentrismo. Los mexicas, por ejemplo, además de
llamar popolocas (i.e. “bárbaros”) a
los pueblos que ellos consideraban más atrasados se dieron también a la
práctica ─egipcia, entre otras─ de reescribir la historia para enaltecer su
propio pasado».[33]
La
mayoría de estos pueblos de consideraban a sí mismos no solo superiores y
radicalmente diferentes a los animales, sino también a otras tribus o pueblos circundantes.
Una muestra de tales diferenciaciones se observaron cuando algunos de estos
pueblos, como los tlaxcaltecas, apoyaron a los conquistadores europeos frente a
los aztecas. Otros, como los taínos, caracterizaron a los caribes como salvajes
por practicar la antropofagia, por lo que apoyaron la lucha contra ellos al
considerarlos fieras.
Tenían
plena conciencia de que, aun cuando tuviesen una concepción totémica de sus
génesis ancestral, su condición humana era plenamente diferenciable de la de
los animales. De ahí sus frecuentes quejas sobre el trato inhumano que les
daban los conquistadores europeos.[34]
En tal
sentido, sus formas de organización social y política regida por determinados
valores éticos ─como la reciprocidad no solo entre los hombres, sino también
entre estos y la naturaleza[35]─
que cultivaban y respetaban, constituían una muestra de que sabían la gran
importancia del cuidado del hábitat, de la madre tierra (pachamama), de la interdependencia social, no obstante la plena conciencia
de las diferencias de clases sociales[36] o
de elites[37] como condición
indispensable para cada individuo humano, de ahí que uno de los principales
castigos fuese la expulsión de la comunidad.
En la
actualidad se cuestiona la validez de los «derechos de la naturaleza», algo que
ya era muy común en los pueblos originarios de este continente. No por casualidad
la primera constitución que reconoce tales derechos es la de Bolivia, país este
con tanta fuerza del componente indígena.
La
existencia de determinadas normas de convivencia en las culturas precolombinas
se expresaría con un nivel mayor de desarrollo en las más avanzadas, tomando
lógicamente formas jurídicas y políticas cada vez mejor conformadas.
Aún hoy en día sorprenden a antropólogos las
exigentes reglamentaciones democráticas que se conservan en múltiples
comunidades indígenas, en las cuales las decisiones solo se toman después de un
demorado análisis consensuado y por elección, en el que participan
prácticamente todos individuos aptos, con independencia de género y edad.[38]
Llamaría
poderosamente la atención de muchos cronistas la existencia de Estado, de
cierta forma de constitución,[39]
consejos y la toma de decisiones para la elección de nuevos gobernantes
territoriales o incluso de reyes. En algunos de ellos prevalecían criterios de parentesco como
es el caso de los aztecas,[40] incas
y chibchas,[41] pero no siempre esta era
una exigencia.
El
hecho de que el término democracia provenga de la antigüedad griega no le
confiere exclusividad alguna para considerar que antes de dicha civilización o
con independencia de ella –del mismo modo que otros términos, como el de
filosofía– no existiera ya en otros pueblos que no tuvieron el menor contacto
con la civilización grecolatina. Una lógica de tal naturaleza podría conducir equivocadamente
a la conclusión de que como los términos cultura (cultus, cultivado)[42] o
derecho (directum, lo que es conforme
a la ley, las reglas o las normas establecidas)
son de origen latino, entonces no existieron tales conceptos antes entre los
griegos, babilonios, persas, chinos, etc.
Existen
innumerables pruebas que demuestran que muchos de los conquistadores europeos y
misioneros reconocieron la racionalidad y condición humana de aquellos pueblos
ancestrales. Esto les hacía aptos y dignos para recibir la fe cristiana,[43] especialmente
por su criterio de tolerancia ante las concepciones religiosas de otros pueblos.
[44] También
apreciaron también la existencia entre ellos de prácticas democráticas y
jurídicas, con independencia de que estas no estuvieran escritas,[45]
pero se enseñaban en las escuelas por los propios legisladores, como reconoce
Garcilaso de la Vega.[46]
Algunas de ellas hoy podrían considerarse superiores a las entonces existentes
en Europa, como el respeto a las normas y leyes,[47]
la tolerancia religiosa,[48]
el ascenso de algunos plebeyos a altos cargos,[49]
la toma de decisiones importantes, como en caso de guerra,[50]
así como la participación de las mujeres,[51]
la elección de los reyes[52] o
de otros tipo de jefes,[53]
etc. Por ello con razón Armando Suescún sostiene que cultivan muchos de los
postulados considerados inherentes a los derechos humanos.[54]
A
aquellos que se cuestionan la existencia de concepciones e instituciones
jurídicas en los pueblos originarios, habría que preguntarles por qué el
derecho indiano elaborado por los españoles asumió tantas figuras de las
concepciones y prácticas jurídicas de las culturas indígenas.[55]
Algo
característico de las concepciones antropológicas de los pueblos aborígenes fue su perspectiva terrenal de la actuación humana,
según la cual se evaluaba a los hombres no tanto por lo que los dioses esperarían
de ellos, sino por lo que les demandaría la comunidad en la que se desarrollaban.[56]
De tal manera tendrían dificultades para
comprender la razón por la cual eran pecadores.
Su
perspectiva ética era mucho más realista que la de sus conquistadores y estaría
movida por impulsos que emanaban de sus propias decisiones, dispuestas a
corregirse en la vida inmediata y no en una presunta existencia celestial y
eterna. Por tal razón fueron considerados escépticos e infieles que debían ser evangelizados a
cualquier precio.
Por tanto,
cabe entonces preguntarse hasta qué punto eran
consecuentemente humanistas las ideas de
algunos de los pensadores renacentistas o escolásticos europeos que llegaron incluso
a justificar la esclavitud, al menos de los africanos, aunque defendiesen a los
indígenas americanos, como es el caso, por ejemplo, de Las Casas, apoyándose
dogmáticamente en el principi autoritatis
que les hacía adoptar como verdades absolutas y eternas las concepciones de
Aristóteles. Ya en plena época de la conquista algunos mestizos, como Garcilaso
de la Vega y Guamán Poma de Ayala,[57]
a pesar de la ambivalencia de su progenie denunciaron las contradicciones y la hipocresía
que intentaba justificar aquel genocidio.
En las culturas precolombinas, donde no prevalecía el
derecho formalizado en códigos y leyes escritas, las concepciones morales
poseían por lo general una mayor significación que las prácticas jurídicas[58]
en estos pueblos originarios. Este hecho aún se conserva en las que
sobrevivieron a aquella hecatombe de todo tipo,
también axiológica.
En ocasiones no se toma en debida atención que si bien
podría resultar incomprensible para la escala de valores de los aborígenes no
solo la imagen corpórea de los conquistadores, sus armaduras, caballos, armas,
etc., sino también su cruel e inhumano comportamiento ─que fue tempranamente
enjuiciado de manera crítica por el hijo de Colón cuando acompañó a su padre en su cuarto viaje[59]─, subordinado a la obtención de oro, plata,
perlas, esmeraldas, etc., del mismo modo la perspectiva antropológica de estos
últimos no les permitía apreciar debidamente muchas de las concepciones y
prácticas de vida sociopolíticas y jurídicas de aquellos pueblos
ancestrales.
De manera que este choque de civilizaciones, como
consideraría Huntington, produciría un impacto en ambas culturas, aunque por
supuesto en diverso grado. Muchas veces se valora únicamente la indudable
trascendencia de aquel impacto cultural, que produjo no solo el mestizaje que
hoy se aprecia y la aceleración en el ritmo de desarrollo socioeconómico,
tecnológico, ideológico, etc., y se subestima el efecto recíproco de tal
proceso de transculturación, que cambió no solo la imagen del mundo que tenían
hasta ese momento los europeos, sino que también incidió ontológicamente en
serias transformaciones de la cultura occidental. Europa ya no sería la misma a
partir de aquel 12 de octubre de 1492.
La huella de España en América no se debe valorar si no se justiprecia a la vez la de esta
última sobre la primera[60]
y sobre el mundo en general. Por supuesto que la incidencia de aquel
encontronazo no sería la misma para unos pueblos que para otros. Si en algunos casos, como sucedió en el Caribe, la población
aborigen fue prácticamente exterminada ─pues desde el
primer viaje de Colón hubo resistencia y sublevaciones,[61]
y la importación de esclavos desde el África cambiaría sustancialmente el
componente de nuevos tipos de mestizaje─, no fue
así en el continente, donde desde un inicio se opusieron al poder colonial
ibérico[62]
y supervivieron en lucha y resistencia hasta
nuestros días innumerables pueblos,[63]
como prueba de que preferían mantener sus condiciones y formas de vida a las de
las encomiendas y la esclavitud abierta o solapada que imponían los
conquistadores.
Todo parece indicar que la idea que tenían los pueblos
aborígenes que se enfrentaron a los europeos en cuanto a lo que debía ser considerado
como humano, no coincidía en absoluto con lo que le trataban de imponer estos
últimos por la fuerza; de ahí que prefiriesen luchar por tratar de mantener
vivas sus respectivas culturas, estructuras sociopolíticas y concepciones sobre
lo humano.[64] Otra
cuestión es la historia y los reveses que trajo la conquista para dichas
culturas originarias.
Algunos de los testimonios que se conservan de los
pueblos ya colonizados en relación con su apreciación de la conquista evidencian
sus lamentaciones respecto a la destrucción de sus instituciones, religiones,[65]
valores y relaciones humanas.[66]
Desafortunadamente, la historia no solo la escriben
los vencedores, con independencia de su justificación o no y las lamentaciones
de los vencidos, sino que también le imponen sus derroteros posteriores. Lo más
triste es que luego algunos de los herederos de aquel mestizaje, del cual todos
los latinoamericanos somos producto, reniegan de su estirpe, como Domingo
Faustino Sarmiento,[67]
e incluso llegan a justificar tal genocidio, como es el caso de Germán Arciniegas[68].
Por supuesto, es necesario diferenciar la perspectiva
humanista cristiana que inspiraba la
consagración evangelizadora de numerosos sacerdotes en relación con las
misantrópicas posturas de la mayoría de los encomenderos, militares y otros
funcionarios de la corona. De ahí que el filósofo argentino Alejandro Korn
plantee: «La
leyenda que presenta la espada y la cruz unidas en la obra común, es una ficción.
La cruz con frecuencia hubo de oponerse a las violencias de la espada. La
interpretación de los misioneros en favor de los indios, sin duda contra la
opresión de éstos, son críticas constantes del sistema de encomiendas, hacia
los intereses de soldados y mercaderes y las resistencias y enemistades de la
capa gobernante>>.[69]
Y aun en ese caso se produjo un serio conflicto entre
lo que debía ser considerado humano por aquellos pueblos originarios y lo que
por tal entendían en su raigambre grecolatina, pero sobre todo marcada por el
teocentrismo escolástico que le
diferenciaba.
No cabe duda de que hubo recíprocos intentos de
comprensión de sus respectivas alteridades culturales, incluso por elementales
exigencias de supervivencia; sin embargo, no fue precisamente la cordura y el
entendimiento lo que caracterizó el proceso de colonización, que en definitiva
formaba parte del proceso del «secreto de la acumulación primitiva»[70]
del capitalismo.
Con independiencia de las posibles filantrópicas intenciones
de algunos de aquellos osados aventureros ─que intentaban justificar sus
actuaciones con el hecho de acabar con las salvajes prácticas del canibalismo,
que, como es sabido, era realmente muy reducido[71]─
que se precipitaron sobre estas ricas tierras tras la hazaña de Colón, lo
cierto es que no fue precisamente el humanismo el que se impuso en tal época
renacentista en que tanto se proclamaba. Por supuesto, tal postura no fue exclusiva de los conquistadores
provenientes de España y Portugal, consideradas por Hegel y muchos otros, al
igual que en Rusia, al margen de la modernidad, sino que fue común a todos los
rapaces invasores europeos que se lanzaron voraces sobre el Nuevo Mundo, que
luego se descubriría no era ni tan nuevo, ni tan inferior en sus concepciones y
prácticas de vida sociopolítica y jurídica.[72]
Al margen de la complicidad de muchos de los que
devendrían cronistas de aquel genocidio, lo cierto es que tuvieron al menos la
honestidad de reconocer ante el rey aquel latrocinio y ante la Iglesia sus
pecados.
Entre ellos se destaca Fernández de Quirós, quien denunciaba: «Y también podría
yo asegurar que los indios no hacen mal y hacen bien a quien no les hace mal, y
también con razón podría decir que los injustos daños que se les hacen que los
toma Dios muy al cargo suyo y los castiga con las veras que todos fuimos
castigados».[73] Y a la vez justificaba
las violentas naturales reacciones de los aborígenes al maltrato que sufrían.[74]
En verdad existió una incongruencia total entre la
legalidad concebida por la corona y la realidad de la esclavitud de los indios,[75]
que posibilitaba el desmesurado enriquecimiento de encomenderos,[76]
lo cual no solo ponía en peligro el mantenimiento de los tributos al rey, sino
hasta la supervivencia de aquellos pueblos,
como lo denunciaría Diego de Torres desde Tunja,[77]
quizás no tanto por filantrópica motivación, sino por la amenaza que se cernía
sobre la corona y los propios conquistadores de quedar sin fuentes de ingresos.[78]
Por otra parte, la vehemente argumentación de la
condición humana de los aborígenes americanos, como puede apreciarse en Acosta,[79]
tendría una extraordinaria significación en aras del reconocimiento de los
derechos humanos de esta población, hasta ese momento desconocida tanto por la
cultura occidental como por la oriental. Tal vez su mayor trascendencia
humanista radicaba en contribuir a ensanchar el concepto de seres humanos a
otras etnias del orbe, y así aportar elementos al infinito proceso de universalización
de la cultura,[80] el cual
parecía que ya desde esa época, gracias a esos
misioneros, trataba de emanciparse de enfoques segregacionistas o racistas, que
conducirían a nuevos genocidios, como los sufridos por la humanidad hasta el
presente.
Basándose en el consuetudinario derecho natural, sobradas
razones tuvieron Las Casas[81]
y Vitoria,[82] desde
una perspectiva cosmopolita de los derechos humanos,[83]
para cuestionarse la legitimidad de aquella empresa de conquista y colonización
forzosa que desconocía la condición humana y la capacidad racional de aquellos
pueblos para autogobernarse,[84]
tal como lo demostraba la existencia de instituciones políticas y jurídicas
dignas de consideración,[85].
Aunque estas dos grandes personalidades sean las más
conocidas en la defensa de los derechos de los aborígenes americanos, no fueron
las únicas. Con anterioridad, Antonio de Montesinos había sido uno de los
precursores de esta actitud que le llevó a enfrentarse tanto a las más
recalcitrantes y misantrópicas posturas de los auspiciadores del esclavismo –tal
es el caso de Ginés de Sepúlveda–, como a los presuntamente «neutrales»
representantes de la corona española caracterizados por una consciente miopía
política. Esta resultaba en cierto modo comprensible dada la lejanía, que
justificaba el desconocimiento de las atrocidades cometidas en el «descubierto»
continente. Al parecer, este sufriría
inicialmente un visceral encubrimiento,[86]
que luego sería develado de forma gradual por los criollos y de manera
acelerada a partir del proceso independentista.
Nunca se sabrá con exactitud el número de misioneros y
funcionarios ─representantes de un humanismo práctico en lugar de la
filantropía abstracta que el Renacimiento y posteriormente la modernidad
propugnarían─ que sustentaron el debido reconocimiento de la condición humana
de los aborígenes americanos, e incluso algunos de ellos fueron perseguidos y
hasta asesinados.[87]
Así, los latinoamericanos tenemos una deuda de
gratitud eterna con aquellos mártires del humanismo occidental ─como
debidamente reconoce el guatemalteco Luis Cardoza y Aragón[88]─, ibero, hispano o latinoamericano, no importa cómo denominarlo
entonces, pues la cuestión no se debe reducir a un debate filológico, sino que
pertenece al terreno de la filosofía política. De manera que esta última, desde
sus primeras expresiones en Latinoamérica ha estado estrechamente articulada
con el debate sobre las posibilidades de un humanismo práctico. Por supuesto este
iría incrementado sus dimensiones en la misma medida en que lo exigiría primero
el proceso independentista[89]
y luego las luchas de mayor dimensión por la justicia social. Desde esa
disciplina se inicia en estas tierras un proceso de lucha por la dignidad
humana que parece dar pasos significativos en este siglo xxi, pero aún tiene mucho que lograr en
esa tarea.
Por tal motivo, con justa razón múltiples representantes
de la filosofía en esta región –entre quienes se encuentran el mexicano
Mauricio Beuchot[90] y el
argentino Enrique Dusell, entre otros– les reconocen su condición de
precursores de las luchas por la realización de los derechos humanos.[91]
Tal vez uno de los factores que haya propiciado ese
encontronazo axiológico entre las concepciones de los europeos y los aborígenes
americanos haya sido que mientras los primeros provenían de sociedades en
tránsito de relaciones socioeconómicas y políticas medievales decadentes ─en
las que el individuo no ocupaba un lugar especial– hacia aquellas emergentes
propulsoras de la modernidad burguesa –en las que la gestión individual y
empresarial se iba convirtiendo en efectiva polea de transmisión del progreso
capitalista─, los segundos procedían de sociedades recién surgidas de relaciones de gran interdependencia del
colectivo humano. Ese factor incidiría en las respectivas cosmovisiones de
conquistadores y conquistados. En estos últimos prevalecería una concepción,
como plantea el mexicano Miguel Hernández Díaz, mucho más nosótrica[92] y veladora de la supervivencia y el bienestar de la colectividad de
su pueblo, mientras que a los primeros, más que los intereses de la corona o el
proceso de evangelización, les interesaba el acelerado incremento del bolsillo
propio, como reconocería el mismo Hernán Cortés.[93]
En definitiva, mientras en los indígenas americanos
prevalecía regularmente una filosofía y una ética en las que se priorizaba la
alteridad y la reciprocidad ─también cierta consideración especial por el
visitante que llegase con buena actitud, como en algunas situaciones se produjo
y reconocieron algunos cronistas, tal es el caso en el río La Plata de Ruy Díaz de Guzmán[94]─, como sugiere Joseph Eastermann,[95]
en los conquistadores por el contrario se acrecentaba el individualismo más
apropiado para los tiempos venideros.
El afán de ganancia a toda costa que estimularon las
entonces nacientes relaciones capitalistas, o aún precapitalistas[96]
para algunos autores, inducía a una actuación individualista que tendría su
expresión en el iusnaturalismo,[97]
sin preocuparse demasiado por la justificación ética de las actuaciones
pragmáticas. Por esa razón, lo mismo se despojaba a los campesinos ingleses de
sus tierras de cultivo, aunque murieran de hambre en los realengos, con el afán
de cuidar ovejas para la naciente industria textil británica, que se
restablecía con fuerza la esclavitud de los pueblos colonizados. El debate
sobre el derecho de conquista y colonización quedó en definitiva relegado a un
segundo plano, detrás del antropológico, pues se consideraba justificado por el
derecho natural desde la antigüedad a la fagocitosis de un pueblo sobre otro.
No hacían falta entonces teorías socialdarwinistas
para justificar aquellos actos imperiales, pues como sugiere el filósofo
colombiano Santiago Castro-Gómez: «El colonialismo no es un fenómeno puramente aditivo sino que es constitutivo de la modernidad».[98]
Europa sabía muy bien que para llegar a realizarse como sociedad moderna
necesitaba que otros pueblos mantuviesen, como hasta nuestros días, la
condición de premodernos, y por tanto, habitados por hombres y mujeres semisalvajes,
que justificasen la «benefactora» mano del civilizador.
El debate antropológico renacentista se ampliaría,
pues se trataba no solo de la cuestión de la condición humana de los aborígenes
americanos, sino también de los africanos y asiáticos. Sin duda, el humanismo renacentista se
enriqueció considerablemente tras aquellas polémicas y obligó a innumerables
pensadores, políticos, clérigos, juristas, a definirse. En cierta medida, lo
que somos hoy se lo debemos también a ese humanismo occidental, pero a la vez,
a telúricas fuerzas endógenas del continente americano que no desaparecerían
del todo.
El emergente pensamiento filosófico, teológico, político
y jurídico en tierras americanas se vería obligado a analizar el tema de la
esclavitud de los indígenas el de los negros
importados. Un nuevo eje temático del debate escindiría las posiciones
humanistas de las alienantes misantrópicas. Y hasta bien avanzado el siglo xix se mantendrían vigorosas disputas
ideológicas en las que prevalecería más el peso de los talegos de monedas que
el peso de los argumentos.
No solo Bartolomé de las Casas confesaría su actitud
pecaminosa, pues al tratar de salvaguardar a los indios de la esclavitud mantuvo
una postura, si no justificativa, al menos indiferente en cuanto a la de los
africanos. Aun así resulta extraordinariamente encomiástica
la labor de este sacerdote y de tantos otros por argumentar por todos los
medios posibles en esa época la condición humana y los derechos de los
aborígenes.
Fueron los genuinos abogados defensores no solo de
aquellos pueblos,[99]
sino de la dignidad del género humano, como reclamaba el humanismo moderno. Pero
como plantea Rafael Sánchez Ferlosio: «Lo paradójico y pintoresco del caso fue que
las únicas reservas de humanidad (cosa que no hay que confundir con
“humanismo”) y de conciencia capaces de encarar la novedad con un mínimo de
responsabilidad, de prudencia y de respeto, y, sobre todo, el único caudal de
sentimientos universalistas que se requería, no estaban en el tan cacareado
espíritu renacentista, sino en la tradición medieval de la escolástica tardía;
los únicos que hicieron saltar la chispa del escándalo ante la barbarie
desencadenada del renacimiento fueron los anticuados continuadores de Tomás de
Aquino».[100] Todo indica que Las
Casas y Vitoria partieron de la concepción de este último sobre la naturaleza
humana[101] para reconocerla en los
aborígenes americanos.
A todos los debates anteriores sobre el proceso de
transculturación y mestizaje del cual surgiría el hombre latinoamericano, se le
añadiría un nuevo componente: los esclavos africanos. Si bien los primeros años no pareció
ser este un tema de gran debate,[102]
pues ya en los primeros barcos de Colón trajeron algunos de ellos, paulatinamente
irían tomando fuerza los debates al respecto ─en la misma medida en que se
producían insurrecciones de esclavos negros, que en ocasiones se entremezclaban
con las de indígenas─, aunque no con la
misma intensidad y ritmo que los de la esclavitud de los indios.
A manera
de conclusiones preliminares puede sostenerse que las concepciones democráticas y jurídicas, y en especial sus
formas de realización en las culturas originarias de América, no han sido
debidamente valoradas por los investigadores debido al eurocentrismo
predominante por lo general en las ciencias sociales.
Un
conocimiento profundo y pormenorizado de
estas, especialmente en las culturas más desarrolladas, como la maya, inca y
azteca, puede revelar logros inimaginables que bien podrían ser considerados,
al igual que los de otras civilizaciones antiguas, entre los antecedentes universales de los derechos
humanos y la vida democrática.
De la
misma manera que ha sido tradicionalmente subestimada o incluso negada la
existencia de pensamiento filosófico en las culturas originarias de este
continente, igual ha sucedido con el pensamiento político y jurídico. Sin
embargo, las investigaciones más recientes desde la arqueología, la
antropología, la lingüística, la historia, etc. –basadas en informes de cronistas,
misioneros, funcionarios y otras fuentes de archivos, junto a la memorial oral
conservada por pueblos testimonios de aquellas culturas ancestrales, como los
clasifica Darcy Ribeiro–, han revelado una extraordinaria riqueza de
manifestaciones en la vida jurídica y política de dichos pueblos.
El
estudio de tales expresiones, y en particular la lucha por los derechos humanos
y las conquistas democráticas, por lo general se reduce a analizar sus formas
escritas a través de discursos de filósofos, juristas, políticos, misioneros, etc.,
y no se justiprecia el protagonismo de aquellos sectores sociales que han sido los
verdaderos promotores de tales logros, esto es, esclavos, siervos, campesinos,
indígenas, criollos, súbditos, artesanos, obreros, mujeres, etc. Tal
subestimación del papel de los agentes sociales en el alcance de tales logros
se produce a nivel mundial, y de ello América no escapa.
Tan
erróneo puede resultar desconocer los valiosos aportes de los pueblos y
pensadores europeos, especialmente a partir del despliegue de la modernidad, al
desarrollo de las concepciones humanistas, prácticas democráticas y de los
derechos humanos, como ignorar por completo las contribuciones de otras
culturas del orbe que se desarrollaron al margen de la occidental, como es el
caso de las amerindias.
No debe
sorprender que algunos humanistas del Renacimiento, como los socialistas
utópicos, así como otros ilustrados posteriormente se inspirasen en algunas formas
colectivas de vida e instituciones políticas y jurídicas encontradas en América
y que no se habían observado tal vez en otras culturas ya en ese momento
conocidas, como las asiáticas y africanas. Algunas razones deben explicar los
móviles de tales fuentes de inspiración.
Tal vez
el hecho de que se le asegurase una parcela de tierra para la subsistencia de
la familia, además de las formas de distribución de las cosechas y la
participación colectiva en el trabajo, les haría pensar que constituían
prácticas algo más humanistas que las predominantes en esos momentos en Europa.
Se
conoce que algunas de las culturas aborígenes, al menos las más desarrolladas,
llegaron a cultivar una alta estimación de sus antepasados, su historia y su
respectivo presente, por lo que llegaron sentir orgullo de sus culturas, sus
relaciones familiares, jerarquías e instituciones sociales, políticas,
religiosas, jurídicas, así como de sus producciones arquitectónicas,
artísticas, literarias, etc., a través de las cuales se expresaban sus
cosmogonías, cosmologías, antropologías, axiologías, etc. Entonces, ¿qué
fundamento real puede tener la tesis que pretende ignorar la existencia de
formas políticas, y en particular democráticas, así como de derechos de hombres
y mujeres, niños y ancianos en aquellos pueblos originarios de América?
Las
formas de organización social y política de las culturas más avanzadas se
basaban principalmente en valores éticos, algunos de los cuales adquirían
dimensión jurídica, como la reciprocidad integral con la totalidad del cosmos,
con la naturaleza en su conjunto, en la que quedaban subsumidas las relaciones
humanas, si bien diferenciaban debidamente el estatus del hombre y el del resto
de los seres vivos, aun en el caso de creencias totémicas.
Si los
mayas, incas, aztecas y chibchas, que fueron los que lograron formas de organización
estatal más avanzadas, no hubiesen desarrollado un correspondiente pensamiento
político y jurídico, con un nivel adecuado a las exigencias de control,
subordinación y fiscalización, difícilmente hubiesen podido lograr los grados
de administración sobre las poblaciones y bienes que alcanzaron.
Si bien
algunos de los más recalcitrantes defensores de la corona española trataron de
buscar argumentos antropológicos que cuestionaban incluso la condición humana
de los aborígenes americanos, debe tenerse presente que por lo general no
sucedió lo contrario, es decir, estos últimos no subestimaron o consideraron
inferiores a los conquistadores, porque aunque los más aguerridos se
enorgullecían de su superioridad bélica, generalmente consideraban a los
pueblos dominados por ellos como integrantes también del género humano. De
manera que el conflicto axiológico producido por la conquista puso en discusión
las diversas perspectivas sobre quiénes debían considerarse propiamente seres
humanos y por tanto acreedores de algún tipo de derecho.
La supervivencia de estructuras democráticas en las
comunidades indígenas ─con la activa participación de la mujer, de los jóvenes
y no solo de los ancianos, e incluso la concesión de algunos derechos a los
esclavos en aquellas culturas donde existía esta institución con modalidades
muy diferentes a la de procedencia grecolatina─ que han sobrevivido constituyen
pruebas evidentes refrendadas por los investigadores de formas de convivencia
social, de respeto por las decisiones colegiadas, por las autoridades y normas
elegidas, algunas de las cuales se incorporaron después de la conquista al
derecho indiano.
Estos
hechos demuestran que el proceso de transculturación no se limitó al
intercambio recíproco de especies animales, vegetales, alimentos, vestidos,
utensilios, técnicas agrícolas, etc.,
entre Europa y América, sino que también se produjo una recíproca transmutación
axiológica que abarcó el plano político y jurídico, en particular en relación
con experiencias democráticas y el respeto de algunos derechos humanos.
El
hecho de que no estuviesen escritas las normas éticas y jurídicas en aquellos
pueblos originarios no demerita en modo alguno su valor y trascendencia, pues
la historia posterior de la conquista y colonización demostró que resultaron mucho más vulnerables e incumplidas
las ordenanzas de la corona española y portuguesa que las consuetudinarias
reglamentaciones indígenas.
Impresionó
a muchos cronistas el respeto que sentían los indígenas por sus
ancestrales leyes, la rigurosidad en su
aplicación a los infractores, la tolerancia religiosa, el ascenso de algunos
plebeyos a altos cargos independientemente de los nexos de parentesco, la toma de
decisiones colegiadas en algunos asuntos importantes como la guerra, el voto femenino en la elección de reyes y otros funcionarios, etc.
La existencia de centros de enseñanza en los cuales los sabios
transmitían a las nuevas generaciones de futuros gobernantes el cultivo del
orgullo de sus antepasados y el valor de sus concepciones cosmológicas, normas
éticas, jurídicas, políticas, etc., revela el alto grado de autoestima de
aquellos pueblos.
No es
difícil poner de acuerdo a investigadores respecto a la aceptación de formas de
Estado en las culturas más desarrolladas con normas, leyes, jerarquías
políticas, jurídicas y religiosas, sistemas tributarios y de comunicación,
etc., bien establecidos, lo mismo que en
el Antiguo Oriente, sin que hayan sido tomadas tales instituciones de la
cultura occidental. Esto pone de manifiesto que en los procesos civilizatorios
se producen formas algo similares en distintas culturas que han llegado al
menos a la conformación de monarquías, lo cual pudo haber posibilitado incluso
una mejor comprensión entre conquistadores y conquistados, como pudo apreciarse
en las actitudes de Moctezuma, Atahualpa y otros reyes. Pero
desafortunadamente, la historia no siempre se caracteriza por conducir al triunfo
de la racionalidad.
Parece
que en ningún momento los pueblos vencidos se cuestionaron o subestimaron la
condición humana de los conquistadores, incluso en algunos casos los
consideraron superiores, especie de semidioses o enviados por ellos, y en correspondencia
con tal criterio se comportaron. En otras ocasiones estos pueblos, tal es el
caso de los aztecas e incas, habían desempeñado el papel de conquistadores
sobre sus vecinos, pero independientemente de que esclavizaran y en algunos
casos sacrificaran determinados prisioneros, por lo general no aniquilaban a
toda la población derrotada, pues podrían privarse de fuentes tributarias.
Tampoco prevalecía el criterio de considerarlos animales, sino seres humanos
también, aunque sí de pueblos inferiores, dada la vanagloria que regularmente
caracteriza a los vencedores.
El
hecho de que se generase una resistencia y luchas que perduraron, e incluso
algunas aún perduran, de los indígenas frente a los patrones de sociedad
impuestos por los conquistadores, significaba que preferían la conservación de
sus instituciones y relaciones socioeconómicas y culturales que las que les
imponían. En modo alguno puede entenderse
que considerasen más humanas las emanadas de los arcabuces que las
propias.
Las lamentaciones
de los indígenas por la agresión a sus formas de vida, instituciones,
religiones, valores y relaciones humanas evidencian que no siempre aceptaron
como beneficiosas las «conquistas» del humanismo occidental. Fue y sigue siendo
un profundo conflicto entre divergentes concepciones de lo que debía ser
considerado humano y de las actitudes prácticas que se derivaban de ellas.
Aun
cuando estas culturas desarrollaron ideas religiosas bien estructuradas, con
la correspondiente cosmovisión
escatológica, no prevalecía por lo general el criterio de que las actuaciones
individuales tendrían su recompensa o sanción tras el umbral de la muerte, la
cual generalmente consideraban como una forma nueva de vida. De ahí que su
perspectiva penal haya sido eminentemente realista, caracterizada por castigar
de manera inmediata y ejemplarizante aquellas actitudes consideradas
delictivas, como el homicidio, el robo, el adulterio, la falsificación, etc.
El
humanismo desde la antigüedad siempre ha estado en juego en la historia, pero
mucho más en momentos de guerras de conquista, la mayoría de las veces basadas
en fundamentalismos ideológicos. No obstante las intenciones de los más
recalcitrantes justificadores de la esclavitud de los aborígenes, que
analizaremos con posterioridad, fundamentada en criterios generalmente
misantrópicos, por fortuna a la larga prevaleció el ancestral humanismo
cristiano de algunos sacerdotes que ante todo argumentaron la racionalidad y la
condición humana de aquellos pueblos ancestrales, lo cual les hacía aptos y
dignos para recibir la fe cristiana. Una vez más se evidenció que a pesar de
los serios obstáculos que siempre se le presentan al humanismo práctico, o a la
práctica del humanismo, este a la larga se impone sobre las fuerzas alienantes.
Sin
duda, si la imagen del hombre plasmada en el célebre dibujo de Da Vinci
indicaba que con sus extremidades extendidas en múltiples direcciones pretendía
alcanzar todas y cada una de las áreas no solo del globo terráqueo, sino del
universo mismo, las argumentaciones de los defensores de que los indígenas
americanos pertenecían también al género humano contribuirían notablemente a la
lucha al respecto de africanos y asiáticos esclavizados, aun en la época en que
las consignas o tal vez paradogmas (falacias)
de igualdad, libertad y fraternidad resonarían en tan ilustrados tiempos.
El
denominado «descubrimiento de América» produjo un conflicto axiológico de gran
envergadura porque muchos de los valores de los pueblos originarios de este
continente no coincidían y ni siquiera confluían con los del conquistador
europeo. No solo distintos criterios sobre la riqueza, el atesoramiento, el
trabajo ─se debe tener presente que hasta los reyes trabajaban simbólicamente
en labores agrícolas─, la tolerancia religiosa, la reciprocidad ética, la alta
estimación de la colectividad en la que la individualidad quedaba muy
marginada, el respeto a la naturaleza, etc.
Las conquistas
de quienes, ─basándose en el consuetudinario derecho natural, como Montesinos,
Las Casas, Vitoria, etc.─, emprendieron las
luchas por los derechos humanos y el respeto por algunas de las formas de vida
sociopolítica y jurídica de la población aborigen en tierras americanas recién
«descubiertas», al ser auténticas y
corresponderse con las exigencias de su época, resultan de validez universal.
El
cultivo de la filosofía política en
América desde sus inicios se vinculó a la urgencia de
lograr formas prácticas de humanismo y de justicia social distantes de
filantropías abstractas, que abarcaran cada vez a nuevos sectores de la
población, pues si al inicio solo se trató de la nefasta situación de los
indígenas, de inmediato se le sumaría el de los africanos eslavizados y luego
el de mestizos y criollos discriminados. Este proceso se aceleró durante las
luchas independentistas y se radicalizaría durante la vida republicana hasta
nuestros días.
El
choque transcultural iniciado en una mañana de octubre de 1492 aún no ha
terminado. Con frecuencia se observan
recíprocos reconocimientos de valores asimilables, del mismo modo que
antivalores repudiables, en las distintas latitudes que comenzaron a imbricarse.
Por supuesto que no era la primera vez en la historia que tal proceso de
producía, pues ya Occidente lo había experimentado con el Antiguo Oriente. No
en balde Alejandro Magno le tuvo que recordar a sus generales lo aprendido con
Aristóteles en relación con lo mucho que debían aprender los griegos de los
persas, cuando aquellos le recriminaban su matrimonio con la princesa «bárbara».
Entre esos valores han estado las experiencias democráticas y las perspectivas
sobre los derechos humanos. Cada día las ciencias sociales contribuyen a revelar
nuevas fuentes demostrativas de que el humanismo no constituye una prerrogativa
exclusiva ni de los occidentales ni de ningún pueblo en particular, sino que ha
tenido diversas expresiones en las distintas culturas de la historia.
El
estudio de las concepciones y prácticas jurídicas y políticas de los pueblos
que habitaron este continente antes de la llegada de los conquistadores
europeos, no constituye una simple cuestión académica, pues tiene implicaciones
axiológicas e ideológicas de gran envergadura.
Estimular
el desprecio o la subestimación de las culturas aborígenes en las actuales y
nuevas generaciones puede contribuir aún más a la nordomanía denunciada por el uruguayo José Enrique Rodó, especie de
xenofilia que conduce a no confiar en la posibilidad de gestar ideas y
experiencias propias de vida democrática y de cultivo adecuado de los derechos
humanos. Con tales actitudes se fomenta la ilusión de que nunca el pensamiento vernáculo
y la práctica político-jurídica criolla han sido, o serán, capaces de generar
propuestas apropiadas y dignificadoras de los pueblos latinoamericanos.
Cuando
José Martí insistía en su célebre ensayo Nuestra
América que con una frase de Sieyés o Montesquieu no se gobierna en estas
tierras –y por ello recomendaba estudiar la historia de los arcontes americanos
desde los incas hasta nuestros días–, no lo hacía por chauvinismo infundado, ni
subestimaba la valiosa herencia grecolatina que supo exaltar. Su arraigado
fervor latinoamericanista se articulaba con un humanismo cosmopolita
identificado con todos los oprimidos del mundo, por lo que, al igual que
Bolívar, reclamaba un nuevo equilibrio.
Es
indudable que un mejor conocimiento de las concepciones y experiencias
políticas y jurídicas de los pueblos originarios, así como de las luchas
posteriores de criollos por su dignificación, puede ser fuente nutritiva de
utilidad para las nuevas generaciones encargadas de conducirlas hacia niveles superiores de conquistas
democráticas y de los derechos humanos.
[1] Véase Pablo Guadarrama: «Democracia y derechos humanos: ¿“Conquistas” exclusivas de la cultura
occidental?» Nova et Vetera, Escuela
Superior de Administración Pública,
Bogotá, II semestre 2009, pp. 79-96; Revista Espacio Crítico, no. 13, junio-diciembre 2010, pp. 3-26.
http://es.scribd.com/doc/73843874/Revista-Espacio-Critico-
13-julio-diciembre-2010#outer_page_3
[2] «Aunado
a los planteamientos de ciertas teorías antropológicas y sociológicas respecto
a la idea de que los derechos fundamentales son producto de cultura occidental,
y que se han tratado de imponer a otras culturas distintas presuponiendo la
preponderancia del pensamiento occidental, cuando en realidad se deberían
superar los prejuicios y el “analfabetismo cultural” para aprender a conocer
otras culturas». L. Arizpe: «El indio: mito, profecía, prisión», en L. Zea
(coordinación): América latina en sus
ideas, Siglo XXI Editores, México, 1986, p. 335.
[3] L.
Zea: América en la historia, Fondo de
Cultura Económica, México, 1957, p. 34.
[4] «Primero:
la nación es un fenómeno social que puede aparecer en todas las etapas de la
historia: la nación no es necesaria ni exclusivamente un fenómeno correlativo
al modo de producción capitalista. Segundo: la nación aparece si, además de
reunir condiciones elementales de contigüidad geográfica, reforzadas por el uso
de una lengua común (lo que no excluye variantes dialectales) conformados en su
expresión cultural, existe en el seno de la formación social una clase que controle
el aparato central del Estado y asegure una unidad económica a la vida de la
comunidad. Esa clase no necesariamente ha de ser la burguesía capitalista
nacional». S. Amir: La nation arabe. Nationalisme et lutte de clases, Minuit,
París, 1976, p. 108.
[5] A.
Mora: La filosofía latinoamericana.
Introducción histórica, EUNED, San José C.R., 2006, p. 194.
[6] «En el umbral de la
historia americana la conquista europea cortó a filo de espada la evolución de
las sociedades nativas. Cae sobre los aborígenes como el alud de un mundo más
desarrollado en todos los órdenes y, por ende, más poderoso. Esta invasión, a
diferencia de otras que como ellas dieron origen a nuevas naciones, no opera
sino débilmente con efecto asimilativo. Su resultado es el aniquilamiento de
las formas de vida propias del vencido». V. Teitelboim: El amanecer del capitalismo y
la conquista de América, [s.e.],
1977, p. 105.
[7] «Es
indudable que la caída de los pueblos americanos frente al poder español se
suscitó a raíz de una violenta derrota intelectual, además de otros tantos
factores. Al parecer, los gobernantes de los dos imperios americanos más
poderosos de aquel tiempo –el inca en la región andina y el mexica en
Mesoamérica– creyeron que los españoles eran dioses que venían a cumplir un
destino ya anunciado». L. Arizpe: «El indio: mito, profecía, prisión», en L.
Zea (coordinación): América Latina en sus
ideas, Siglo XXI Editores, México, 1986, p. 333.
[8]«La
primera que no hay que olvidar es que los tales vencidos no fueron derrotados,
perdieron la batalla de la conquista pero no la guerra de la historia. Los
primitivos habitantes de estas tierras resistieron. La categoría de
“resistencia” quiere indicar una manera de “estar” siendo, subsistiendo, en el
silencio mimético del vencido a la espera». E. Dussel: «Del descubrimiento al
des encubrimiento (hacia un desagravio histórico)», en M. Benedetti, M.
Bonasso, L. Cardoza, A. Carpentier, H. Dieterich, E. Dussel, R. Fernández, R. (et al.): Nuestra América frente al V centenario, El Búho, Bogotá, 1991, p. 84.
[9] «Cuando
el proceso de formación de nuevas sociedades era ya un problema americano,
todavía seguía siendo, desde otro punto de vista, un problema europeo. Fue la
sociedad europea la que condicionó la invasión, la que imprimió sus caracteres
a los protagonistas, la que fijó los objetivos de la empresa, la que proyectó
hacia América sus viejos problemas. El mundo americano y sus sociedades nativas
vieron llegar a los invasores sin entender qué sucedía, porque su llegada y su
comportamiento no tenían lógica dentro del proceso americano: era una fuerza
que llegaba de fuera y operaba según su propia ley. Para las sociedades
europeas, en cambio, la invasión de un mundo ajeno estaba dentro de la lógica,
de su propia transformación». J. L. Romero: Latinoamérica,
las ciudades y las ideas, Siglo XXI Editores, Argentina, 2001, p. 21.
[10] «La
esclavitud, con excepción del caso de los prisioneros de guerra, no era
excesivamente dura: un esclavo podía tener su familia, poseer bienes y aun
tener esclavos propios; sus hijos siempre nacían libres. Lo que perdía el
esclavo era su derecho a ser elegido para los puestos de la tribu, que
dependía, como hemos visto, del servicio público, y le era negado por estar
atenido a la generosidad de otros o por haber cometido actos antisociales». G.
Vaillant: La civilización azteca, Fondo de Cultura Económica, México,
1960, p. 107.
[11]
«Modo de producción precolombino», en Diccionario
histórico-crítico del marxismo, traducido por José F. Pacheco, director F.
Haug, Instituto de Teoría Crítica de Berlín - Berliner Institut für Kritische
Theorie (InkriT e.V.)
http://dhcm.inkrit.org/wp-content/data/DHCM-modo-de-produccion-precolombino.pdf
[12] «Por
eso esa clase social merece más bien el nombre de elite que el de nobleza,
porque nadie podía formar parte de ella si no sobresalía entre los indios del
pueblo por la inteligencia, el saber y la virtud». L. Baudin: El imperio socialista de los incas, Editorial
Zig-Zag, Chile, 1978, p. 152.
[13] La Utopía, de Tomás Moro, se inspira en narraciones de un marino que
había estado en América y le comentó algunas de las formas de vida e
instituciones de los pueblos originarios de este continente.
[14] Campanella conoció la obra de
Garcilaso de la Vega, por lo que parece haberse inspirado en algunas de sus
descripciones sobre las formas de vida e
instituciones de los incas.
[15] «El
comunismo guaraní, como la organización política, es completamente democrático.
Solamente que los guaraníes han sabido hacer de esta bella teoría una
realidad». B. Meliá: «La filosofía guaraní», en E. Dussel, E. Mendieta, C.
Bohórquez: El pensamiento filosófico
latinoamericano, del caribe y «latino» (1300-2000), Siglo XXI Editores,
México, 2009, p. 47.
[16] «El
ciclo de la vida agrícola se fundamentaba en la ayuda mutua (ayni), o sea, en intercambios de trabajo
entre las familias para la siembra y la cosecha, y también para otros fines
(construcción de casas para las nuevas parejas, por ejemplo). La divinidad
tutelar del ayllu (waka) y el jefe o kuraka beneficiándose de prestaciones de trabajo de la comunidad:
no existía, sin embargo, ninguna forma de tributos in natura además de prestaciones de trabajo». C. Flamarion, H.
Pérez: Historia económica de América
Latina. Sistemas agrarios e historia colonial, Editorial Crítica,
Barcelona, 1979, t. I, p. 133.
[17] «Fue
el régimen socialista el que causó la pérdida del imperio, mucho más que los
golpes de los conquistadores». L. Baudin: El
imperio socialista de los incas, Editorial Zig-Zag, Chile, 1978, p.
411.
[18]
Véase K. Marx y F. Engels: La ideología
alemana, Ed. Revolucionaria, La Habana, 1965.
http://pensaryhacer.files.wordpress.com/2008/06/la-ideologia-alemana1.pdf
[19] «Quiero
decir que son hombres en quienes cupieran bien toda buena disciplina, como
saben ser soldados y marineros a su modo, y juntamente escultores, pintores,
plateros, escribanos, músicos, ministriles y todos los otros oficios que les
mostraron». P. Fernández de Quirós: Memoriales
de las indias australes, Dastin Historia, Madrid, 2002, p. 213.
[20] «A diferencia de lo que
sucedía en el área andina, la Mesoamérica prehispánica carecía de un poder
centralizado. Los últimos señores autónomos del Anahuac, los Mexica de
Tenochtitlan, regían un conglomerado de señoríos autónomos y semilibres, que
eufemísticamente se ha dado en llamar imperio
azteca. Los estudiosos afirman que
este carácter proto-imperial se debió a la rapidez con que se efectuó el
proceso de expansión. En mi opinión, los tlatoque
de Tenochtitlan no se decidieron a acabar con la independencia política de los
restantes Estados del México Central, porque económicamente hablando, les
resultaba menos costoso mantener una estructura tributaria del corte
neo-imperial –similar a la que hoy día padecen muchos pueblos del planeta–, que
el típico, costoso y poco funcional imperio clásico. Sea por las razones que
fuere, lo cierto del caso es que los aztecas no solo permitieron a los pueblos
vencidos mantener sus formas tradicionales de gobierno, sino que –fenómeno casi
único en la historia de la humanidad– fueron incapaces de someter todos los
territorios del México Central, ya que diversos estados de cultura náhuatl escaparon al control económico
tenochca. Uno de ellos, el más famoso, se llamó Tlaxcallan». D. Muñoz: Historia de Tlaxcala, Información y
Revistas S.A., Madrid, 1986, p. 7.
[21] D.
Muñoz: Historia de Tlaxcala, ob. cit.,
p. 129.
[22] «El
rey era la autoridad superior en el gobierno de su ciudad, donde ejercía
funciones tanto administrativas como militares y religiosas. Recibía atributos
y servicios de la gente común, así como los productos de ciertas tierras
adscritas a su cargo. El rey era noble de nacimiento como descendiente de reyes
anteriores y gobernaba por vida». P. Carrasco, G. Céspedes: Historia de América Latina I. La conquista, Alianza
Editorial, Madrid, 1985, p. 60.
[23] «Sabemos
que en algunas tribus había especies de consejos de ancianos y de sacerdotes;
sabemos también que en otros casos varias tribus se confederaban o aliaban
durante un tiempo; que las mujeres podían ser cacicas, como sucedía en ciertas
regiones de La Española y de Venezuela en los días de la conquista». J. Bosch: De Cristóbal Colón a Fidel Castro. El
Caribe, frontera imperial, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2003,
p. 47.
[24] «El
segundo grado de la nobleza era de los señores (teuctli, plural teteuctin).
Cada señor tenía un título que indicaba su participación en la organización
política o ceremonial, o bien el grupo étnico al que gobernaba». P. Carrasco,
G. Céspedes: Historia de América Latina I
La conquista, ob. cit., p. 60.
[25] «El
sentimiento de la jerarquía era llevado a tal extremo, que lo descubrimos hasta
en materia de religión. Al lado de las creencias populares existían las
creencias de la elite, y si los autores han vacilado a menudo en calificar la
religión de los quichuas, es tal vez porque no han hecho siempre esta
distinción». L. Baudin: El imperio
socialista de los incas, Editorial Zig-Zag, Chile, 1978, p. 141.
[26] «No
había imperio en el sentido occidental de la palabra, ni unidad política
alguna. La única entidad política existente era la de la ciudad-Estado, a cuyo
frente estaba el halach uinic, rey o
jefe supremo. La administración de los asuntos urbanos la llevaba un batab con múltiples atributos, y un
consejo formado por los regidores (ah
cuch cab) o jefes de hol pop. La
justicia era muy severa y cuidaban del orden unos alguaciles». F. Morales: Manual de historia universal. Historia
general de América, Espasa-Calpe,
Madrid, 1982, t. I, p. 64.
[27] «En los centros de
educación sobre todo en los calmecac,
tiene lugar importante la memorización de los ye uebcaub tlahtolli, relatos sobre lo que sucedió en tiempos
antiguos. En ellos se fijaba a modo de ihtoloca,
lo que permanentemente se dice de alguien o de algo, el gran conjunto de los tlahtollol, la esencia de la palabra,
recordación del pasado. Y como hasta hoy se conservan algunos códices nahuas de
contenido histórico, lo mismo puede decirse de varios textos que, memorizados
en la antigüedad prehispánica, se transcribieron más tarde con el alfabeto
latino». M. León Portilla (edición): Cantos
y crónicas del México antiguo, Historia 16, Información y revistas, S.A., Madrid, 1986, p. 41.
[28] «Partir para su análisis del carácter conflictivo, contradictorio
e histórico de la condición humana, por lo que un adecuado análisis de su
especificidad se distancia de cualquier tipo de fatalismo en cuanto a la misma,
tanto de una biologicista y
determinista naturaleza humana, heredada
del enfoque positivista, como de una metafísica o romántica y trascendental
esencia humana». P. Guadarrama: Pensamiento
Filosófico Latinoamericano. Humanismo, método e historia, Universitá degli Studi di
Salerno-Universidad Católica-Planeta, Bogotá, 2013, t. III, p. 432.
[29] «La
agrupación de ayllus vecinos conformaron el centro poblado o pachaca; cada margen del río tenía un
grupo de pachacas con sus respectivas
autoridades, pero una era la principal, la autoridad de la saya; y sobre las dos sayas
se encontraba el hunu o autoridad
general de la cuenca». R. Shady: «La
civilización caral y la producción de conocimientos en ciencia y tecnología», Nuevo Repertorio Americano, Caracas, 00
Mayo, 2013, p. 94.
[30] «En
conclusión, el maya busca liberar su existencia a través del desarrollo de sus
conocimientos. Las raíces comunes y culturales tienen la finalidad de alcanzar
el respeto de sus saberes, así como la igualdad de raza y sexo. El anhelo
cultural es el valor de la civilización, que da derecho a la autodeterminación
sustentada en normas morales». M. León-Portilla: «La filosofía náhuatl»: E.
Dussel, E. Mendieta y C. Bohórquez: El
pensamiento filosófico latinoamericano, del caribe y «latino» (1300-2000),
Siglo XXI Editores, México, 2009, p. 31.
[31] «No
creo en la obra taumatúrgica de los incas. Juzgo evidente su capacidad
política; pero juzgo no menos evidente que su obra consistió en construir el imperio
con los materiales humanos y los elementos morales allegados por los siglos. El
ayllu –la comunidad– fue la célula
del Imperio. Y los incas hicieron la unidad, inventaron el imperio, pero no
crearon la célula». B. Carrión: «El mestizaje y lo mestizo», en L. Zea
(coordinación): América Latina en sus
ideas, Siglo XXI Editores, México, 1986, p. 382.
[32] «Daban a cada indio tupu que es una hanega de tierra para
sembrar maíz, empero, tiene por hanega y media de las de España. Era bastante
un tupu de tierra para el sustento de
un plebeyo casado y sin hijos. Lugo que los tenia le daban para cada hijo varon
otro tupu y para las hijas a medio. Cuando el hijo varon
se casaba le daba el padre la hanega de tierra que para su alimento había
recebido, porque echándolo de su casa no podía quedarse con ella. Las hijas no
sacaban sus partes cuando se casaban, porque no les habian dado para dote, sino
para alimentos, que habiendo de dar tierras a sus maridos no las podían ellas
llevar, porque no hacían cuenta de las mujeres después de casadas sino mientras
no tenían quien las sustentase, como era antes de casadas y después de viudas.
Los padres se quedaban con las tierras si las habían menester y sino, las
volvían al consejo, porque nadie las podía vender ni comprar». J. Vega: Garcilaso el cronista, Instituto Cambio
y Desarrollo (CIDES), Lima, 1994, p. 60.
[33] L.
Arizpe: «El indio: mito, profecía, prisión», en L Zea (coordinación): América Latina en sus ideas, Siglo XXI
Editores, México, 1986, p. 337.
[34] «Nos cristianizaron, pero
nos hacen pasar de unos a otro como animales. Y Dios está ofendido de los
“chupadores”». M. León-Portilla: El
reverso de la conquista. Relaciones aztecas, mayas e incas, Editorial
Joaquín Mortiz, México, 1964, p. 84.
[35] «Los
principios de correspondencia y complementariedad se expresan a nivel
pragmático y ético como principio de reciprocidad: a cada acto corresponde,
como contribución complementaria, un acto recíproco. Este principio no solo
rige en las interrelaciones humanas (entre persona o grupos), sino en cada tipo
de interacción, sea esta intrahumana, entre el ser humano y la naturaleza, o sea
entre el ser humano y lo divino. El principio de reciprocidad es universalmente
válido y revela un rasgo muy importante de la filosofía andina. La ética no es
un asunto limitado al ser humano y su actuar, sino que tiene dimensiones
cósmicas». J. Estermann: «La filosofía quechua», en E. Dussel, E. Mendieta y C.
Bohórquez: El pensamiento filosófico
latinoamericano, del Caribe y “latino” (1300-2000), Siglo XXI Editores,
México, 2009, p. 39.
[36] Incluso entre los pueblos con menos
estratificación social, como en el caso de los caribeños, existía plena
conciencia de las diferencias de estratos o clases sociales, lo que por
supuesto se acrecentaría mucho más en aquellas culturas como la maya, azteca o
inca que llegarían a niveles más altos de diferenciación social en dependencia
de su mayor desarrollo socioeconómico, cultural y sobre todo militar. En la
Española «Bajo los caciques de provincias y distritos había un grupo de nobles
llamados nitaínos que ayudaban al
cacique en sus tareas. La mayor parte de la población eran naturalmente los
plebeyos. Como dependientes personales de caciques y nitaínos había un nivel
social inferior de siervos que recibían el nombre de naboríos». P. Carrasco, G. Céspedes: Historia de América Latina I. La conquista, Alianza Editorial,
Madrid, 1985, p. 219.
[37] «Por
eso esa clase social merece más bien el nombre de elite que el de nobleza,
porque nadie podía formar parte de ella si no sobresalía entre los indios del
pueblo por la inteligencia, el saber y la virtud». L. Baudin: El imperio socialista de los incas, Editorial
Zig-Zag, Chile, 1978, p. 152.
[38] «Sabemos
que en algunas tribus había especies de consejos de ancianos y de sacerdotes;
sabemos también que en otros casos varias tribus se confederaban o aliaban
durante un tiempo; que las mujeres podían ser cacicas, como sucedía en ciertas
regiones de La Española y de Venezuela en los días de la conquista».
J. Bosch: De Cristóbal Colón a Fidel Castro.
El Caribe, frontera imperial, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana,
2003, p. 47.
[39] «Existía
por tanto, una Constitución Política, no en el sentido formal, por supuesto,
sino en el material y sociológico, en cuanto existían unas normas jurídicas no
escritas que organizaban la estructura del Estado, reglamentaban su
funcionamiento y establecían el status de las personas que integraban la
sociedad. En efecto, aunque el concepto filosófico-jurídico de Constitución es
relativamente reciente, pues solo se planteó por primera vez por Montesquieu y
los enciclopedistas franceses del siglo xviii,
se puede decir que todos los pueblos del mundo que han tenido Estado, aun sin
saberlo ellos mismos, han tenido su propia Constitución». A. Suescún: Derecho y sociedad en la historia de
Colombia, Editorial Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia,
Tunja, 1998, p. 206.
[40] «La
organización política azteca tenía como base la federación de calpullis o clanes patrilineales. En los
inicios, la organización fue democrática, pero con el tiempo se convirtió en un
régimen autocrático y monárquico. Cada clan tenía un delegado o tlatoani en el Consejo Supremo de
Tenochtitlán, que atendía las funciones administrativas, políticas y jurídicas.
El Consejo nombraba a los cuatro oficiales que dirigían las fuerzas militares y
donde salía el jefe supremo, llamado Tlacatecuhtli
o «jefe de guerreros». A principios del siglo xvi la elección del soberano la hacía una oligarquía formada
por sacerdotes dignatarios supremos, funcionarios de rasgo secundario y
militares retirados y en activo. Mediante discusión –sin votación–, se ponían
de acuerdo sobre quién debía suceder». F. Morales: Manual de historia universal. Historia general de América, Espasa-Calpe,
Madrid, 1982, t. I, p. 62.
[41] «El
uzaque o cacique era el jefe porque era el que más sabía, o porque había sido
elegido democráticamente, o porque había sido escogido por el soberano, en
función de sus méritos y condiciones excepcionales, pero no por una designación
arbitraria y caprichosa o por un favoritismo del príncipe; detrás de su acceso
al mando, como en el caso de los príncipes, había toda una normatividad
jurídica, sin cuya observancia estricta, carecía de legitimidad». A. Suescún: Derecho y sociedad en la historia de
Colombia, Editorial Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, Tunja,
1998, pp. 233-234.
[42] «Resulta evidente que en su
concepción latina originaria esta palabra se refería a una actividad
eminentemente humana, no extensiva al mundo animal, y además circunscripta
también a determinados requisitos conceptuales dentro de la sociedad (societas), la cual concebían de igual
modo como una comunidad conformada estrictamente por el exclusivo animal social
(sociale animal) que es el hombre. Es
decir, no toda la actividad del hombre era considerada propiamente culta, pues
frente al concepto de cultus también
manejaban el de incultus refiriéndose
no sólo a un lugar sin cultivar, sino también a lo desaliñado, tosco,
ignorante, grosero, descuidado, sin arte, así como a todo lo que evidenciara
ignorancia, descuido, abandono, negligencia, etcétera». P. Guadarrama: Cultura y educación en tiempos de
globalización posmoderna, Editorial Magisterio, Bogotá, 2006, p. 16.
[43] «Las
gentes que descubrí son por la mayor parte dispuestos, de buenos talles y
facciones, y las blancas, muchas dellas, muy hermosas; son briosos y valientes,
y vasta serlo para entenderse que han de ser hombres de bien y piadosos. A
todos lo que comunique y traje los halle de mucha razón, tratables,
reconocidos, gratos y, sobre todo, de verdad y de vergüenza, y con otros de
buenos respetos; por donde se ha de esperar que han de recibir bien la fe y
perpetuarse en ella, si se hace de nuestra parte el deber» P. Fernández de
Quirós: Memoriales de las indias
australes, Dastin Historia, Madrid, 2002, p. 313.
[44] «Oido negocio tan duro
por los de la República, volvieron los rostros al cielo en señal de gran dolor
y sentimiento, y muy llorosos, que era vellos cosa de espanto y lastima, de tal
manera decían algunos a sus señores: “Decid al capitán y respondedle que ¿por
qué nos quiere quitar los dioses que tenemos y que tantos tiempos servimos
nosotros y nuestros antepasados? Que sin quitallos ni mudallos de lugares
sagrados pueden poder a su dios entre los nuestros, a quien también serviremos,
le adoraremos, haremos casas y templos a parte y de por sí, y será también el
Dios nuestro y le guardaremos el decoro y respeto que su deidad y santidad
merece, guardando sus leyes y mandamientos, como lo hemos hecho con otros
dioses que nos han traído de otras partes”. A las cuales palabras, torpes y sin
fundamento, respondieron sus señores y caciques que ya no había remedio a cosa
ninguna de las que pedían, sino que precisamente había de hacerse lo que el
capitán quería y que no se tratase más de ello. Y ansi fue que luego callaron y
comenzaron a ocultar y esconder secretamente muchos ídolos y estatuas, como
después adelante andando el tiempo se vio y se ha visto, donde secretamente
muchos de ellos los servían y adoraban
como de antes». D. Muñoz: Historia de
Tlaxcala, Información y Revistas S.A., Madrid, 1986, p. 206.
[45] «La
administración de la justicia carecía de un cuerpo especial de funcionarios.
Los mismos gobernadores y curacas
encargados de la administración local actuaban como jueces, y la importancia de
los casos dependía del rango que ostentaban en la jerarquía decimal. Los casos
graves iban directamente al gobernador provincial o al mismo emperador, quienes
eran los únicos que podían imponer la pena de muerte. El juicio tenía lugar en
presencia de todos los testigos y del acusado. La sentencia se dictaba y
ejecutaba sin dilación y sin derecho de apelación. Los castigos eran distintos
según se tratara de un noble o de un plebeyo, desde la muerte, reprimenda
pública, la pérdida del puesto (para los funcionarios), el destierro a los
cocales, hasta los castigos físicos». P. Carrasco y G. Céspedes: Historia de América Latina I. La conquista, Alianza
Editorial, Madrid, 1985, p. 141.
[46] «Eran casas del gran Inca
Pachacutec, bisnieto del Inca Roca que, por favorecer las escuelas que su
bisabuelo fundó, mandó labrar su casa cerca dellas. Aquellas dos casas reales
tenían a sus espaldas las escuelas. Estaban las unas y las otras todas juntas,
sin división. Las escuelas tenían sus puertas principales a la calle y al
arroyo; los reyes pasaban por los postigos a oír las liciones de sus filósofos,
y el Inca Pachacutec las leía muchas veces, declarando sus leyes y estatutos,
que fue gran legislador». J. Vega: Garcilaso
el cronista, Instituto Cambio y Desarrollo (CIDES), Lima, 1994, p. 81.
[47] «Es
de naturaleza inteligente sociable y alegre. La limpieza personal del yucateco
es impresionante aunque el país carece de agua superficial y la extracción de
agua de pozo representa un problema a veces trágico. Su fatalismo secular
explica su espíritu tradicionalista y su respecto a las leyes y costumbres; sin
embargo, no es sumiso. Su concepto de la justicia, de la honradez, del respeto
a la vida y bienes ajenos es notable». A. Ruz: La civilización de los antiguos mayas, Editorial de Ciencias
Sociales, La Habana, 1974, p. 66.
[48] «La
tolerancia religiosa de los incas ha sido una consecuencia de este principio.
Los dioses de los vencedores no remplazaban a los dioses locales, sino que se
superponían a ellos. Los ídolos de las provincias conquistadas eran enviados al
Cuzco, al Templo del Sol, especie de “panteón romano”, donde al mismo tiempo
servían de rehenes y sus doradores quedaban en libertad de continuar
venerándolos, a condición de venerar también al sol». L. Baudin: El imperio socialista de los incas, Editorial
Zig-Zag, Chile, 1978, p. 143.
[49] «A
pesar de la distinción tan marcada entre la nobleza de abolengo y la gente
común, era posible que hombres del común alcanzaran posición privilegiada,
constituyendo un sector especial de la nobleza. De hecho algunos puestos en la
organización política estaban reservados a gente de origen plebeyo. Como
veremos, la manera principal de ascender a la nobleza era mediante méritos en
la guerra». P. Carrasco y G. Céspedes: Historia
de América Latina I. La conquista, Alianza Editorial, Madrid, 1985, p. 61.
[50] «Los
nitaínos participaban en las juntas en que se decidía la guerra y formaban la
guardia del cacique, pero también peleaban los plebeyos». P. Carrasco y G. Céspedes: Historia de América Latina I. La conquista, Alianza Editorial,
Madrid, 1985, p. 219.
[51] «Las
mujeres podían liberarse del marido si eran maltratadas, si veían que sus hijos
no recibían educación o si no eran debidamente mantenidas. Un divorciado o una
divorciada por estas causas podían casarse con cualquiera, pero una viuda solo
podía casarse con un hermano del difunto. La justicia era severa; el robo se
castigaba con la esclavitud o pena de muerte». F. Morales: Manual de historia universal. Historia general de América, Espasa-Calpe,
Madrid, 1982, t. I, p. 61.
[52] «Era
Motezuma, de suyo muy grave y muy
reposado; por maravilla se oía hablar, y cuando hablaba en el supremo consejo,
de que él era, ponía admiración su aviso y consideración, por donde aun antes
de ser rey, era temido y respetado. Estaba de ordinario recogido en una gran
pieza que tenía para sí diputada en el gran templo de Vitzilipuztli, donde decían le comunicaba mucho su ídolo, hablando
con él, y así presumía de muy religioso y devoto. Con estas partes y con ser
nobilísimo y de grande ánimo, fue su elección muy fácil y breve, como en
persona en quien todo tenían puestos los ojos para tal cargo». J. Acosta: Historia natural y moral de las indias,
Fondo de Cultura Económica, México,
1940, p. 565.
[53] «La
tribu era autónoma para designar su uzaque
o cacique, designación que se hacía
de diversas maneras: en una, las más, el cacicazgo se transmitía por sucesión
hereditaria, siempre por línea materna, de tío a sobrino, hijo de hermana; en
otras, por elección popular directa o por selección de más capaz, prudente y
hábil, conforme a exigentes requisitos. El príncipe aprobaba la designación del
cacique y le daba posesión formal del cacicazgo». A. Suescún: Derecho y sociedad en la historia de
Colombia, Editorial Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia,
Tunja, 1998, p. 221.
[54] «Dentro
de su ordenamiento jurídico, en la medida en que existían y se cumplían los
derechos de la comunidad en general, se encontraban realizados de manera
efectiva los postulados que hoy integran la esencia de los derechos humanos,
tales como: el respeto a la vida humana, de los animales, las plantas y la
naturaleza en general; la igualdad económica; la libertad de las personas; el
derecho al trabajo; el derecho a ser juzgados por las autoridades competentes y
defenderse de los cargos formulados; los derechos de opinión, de reunión y
participación política; el derecho a formar una familia; el derecho a la
intimidad y a la inviolabilidad del domicilio; el derecho a la educación; el
derecho a la seguridad; el derecho a la dignidad; el derecho a la participación
en el producto social; el derecho a la nacionalidad y a defender a la patria».
Ibídem, p. 262.
[55] «El
derecho indiano se integra también con el indígena, lo cual fue siempre
mantenido por los reyes de España. Matienso, oidor de la Audiencia de Lima,
manifestaba a la corona que antes de dar una ley, convenía no variar las
costumbres, ni hacer nuevas leyes sin previamente conocer las costumbres,
condiciones de la tierra y de los hombres sobre los cuales se iba a legislar. Muchas
instituciones indígenas pasaron al derecho indiano, según muestran algunos
ejemplos tales como la institución de cacique
o cacicazgo. Si examinamos la Recopilación,
vemos que en el libro IV, capítulo VII, está incluida la institución del cacicazgo y la herencia de padres a hijos. El ayllu, institución socioeconómica andina, formaba parte también del
derecho indiano. El sistema de tributo
es una costumbre indígena mantenida. La mita
minera no es nada nuevo; en el sistema de trabajo
existía en el Incario, y luego fue incorporada la legislación indiana
por la corona de Castilla. Lo referente a la propiedad de la tierra fue
recogido por el derecho indiano, el cual respetó siempre aquellas zonas que
pertenecían a los indígenas». F. Morales: Manual
de historia universal. Historia general de América, Espasa-Calpe, Madrid,
1982, t. II, pp. 429-430.
[56] «La
moral estaba básicamente vinculada al comportamiento del hombre en la tierra y
a su perfeccionamiento o su propia destrucción. Así, más que creer que el
destino después de la muerte depende de la actuación de los seres humanos en la
tierra, se pensaba, con criterio inmanente, que quienes obraban con arreglo a
sus principios morales, enunciados en los huehuehtlahtolli,
“la antigua palabra”, vivirían en paz en la tierra; los que no atendían a esos
principios, en cambio, estropearían su propio rostro y corazón». M.
León-Portilla: «La filosofía náhuatl», en E. Dussel, E. Mendieta y C.
Bohórquez: El pensamiento filosófico
latinoamericano, del caribe y “latino” (1300-2000), Siglo XXI Editores,
México, 2009, pp. 22-23.
[57] «La
obra de Felipe Guamán es una crítica a la civilización europea en su conjunto,
a su cinismo permanente en cuanto cae en una contradicción pre formativa a partir
de sus propios principios». R. F. González, O. Sierra, U. Chávez, R. N.
Betanzos: «La reacción crítica de los oprimidos», en E. Dussel, E. Mendieta y
C. Bohórquez: El pensamiento filosófico
latinoamericano, del Caribe y “latino” (1300-2000), Siglo XXI Editores,
México, 2009, p. 70.
[58] «Siempre de un modo u otro, las reflexiones antropológicas de
estas culturas giraban hacia el logro de un hombre superior que encarnara todas
las virtudes. En lugar de una enajenada deidad a la que se atribuyeran las
mejores cualidades humanas, se buscaba y se deseaba cultivar en el hombre
concreto de su tiempo aquellas virtudes que contribuyeran a su
perfeccionamiento». P. Guadarrama, P. «Humanismo y desalienación en el pensamiento amerindio», en Islas. Revista de la Universidad Central
«Marta Abreu» de Las Villas, Santa Clara, no. 104, enero-abril, 1993, p. 157; Señales Abiertas, no.
5, Bogotá, marzo-mayo, 1994, p. 28.
[59] «Al
mismo tiempo se veía que, aunque no pensaban en sí mismos viéndose sacar presos
de su canoa a nave de gente tan extraña y
feroz como somos nosotros respecto de ellos, como la avaricia de los hombres es tanta [la cursiva es del autor,
P.G.G.] no debemos maravillarnos de que los indios la antepusieran al miedo y
al peligro en que estaban. Así mismo, digo que también debemos apreciar mucho
su honestidad y vergüenza, porque si al entrar en las naves, le quitaban a un
indio los pañizuelos con que cubren sus partes vergonzosas, muy luego, para
ocultarlas, poníanse delante las manos y no las levantaban nunca, y las mujeres
se tapaban el cuerpo y la cara, según hemos dicho que hacen las moras de
Granada. Esto movió al Almirante a tratarlos bien, restituirles la canoa, y
darles algunas cosas en trueque de aquellas que los nuestros les habían tomado
para muestra». H. Colón: Cuarto viaje
colombino. La ruta de los huracanes 1502-1504, Editorial Dastin Historia,
España, 2002, p. 58.
[60] Véase P. Guadarrama: «La huella de España en América y de América
en España», en Politeia. Revista de la Facultad de Derecho,
Ciencias Políticas y Sociales, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, 1997, no.
20, p. 135-148.
[61] «La
qual tierra poseía un hermano suyo, a quien el avia dado aquella provincia; é
alli avian quedado los treynta e ocho hombres que dexó el almirante en el
primero viaje, quando descubrió esta tierra e isla; a los quales todos avian
muerto los indios no pudiendo sufrir sus excesos, porque les tomaban las
mugeres e usaban dellas a su voluntad, e les hacían otras fuercas y enojos,
como gente sin caudillo e desordenada». G. Fernández de Oviedo y Valdés: Historia general y natural de las indias.
Islas y tierra firme del mar océano, Editorial Guarania, Asunción de
Paraguay, 1944, pp. 81-82.
[62] «De
como los primeros alcaldes no fueron obedecidos i respetados por los yndios y
le llamauan a alcalde, michoc quillis cachi (juez de Killis Kach)». G.
F. Poma de Ayala: Nueva crónica y buen
gobierno II, Editorial Historia 16, Madrid, 1987, p. 457.
[63] «Los
indios chichimecos de Nueva España se mostraron tan briosos y valientes, que
nunca jamás los nuestros con armas de mucha ventaja, y caballos, los pudieron
conquistar, a cuya causa se apaciguaron a partido hecho bien a su salvo. Los
indios guajiros de las sabanas de Orino del rio de la Hacha e defendieron tan valerosamente de los
nuestros, que nunca fue fuerza concederles la paz con la libertad que pidieron.
Los indios araucanos o chilenos, por redimir un mal trato se han de defender y
defienden con raros esfuerzos y daño nuestro, como se está experimentando; y lo
mesmo se puede decir de los pijaos, cumana, goros y los de Nirgua, que no los
pueden pacificar, siendo todos ellos pocos y faltas de armas de fuego y hierro,
y de la disciplina militar, y de otras muchas cosas que convienen en estos
tiempos de agora para defender y ofender. Quiero decir que son hombres en
quienes cupieran bien toda buena disciplina, como saben ser soldados y
marineros a su modo, y juntamente escultores, pintores, plateros, escribanos,
músicos, ministriles y todos los otros oficios que les mostraron». P. Fernández
de Quirós: Memoriales de las indias
australes, Dastin Historia, Madrid, 2002, p. 213.
[64] «Cuando
se conoce el tipo de organización social y política de esos pueblos y las ideas
que les correspondían, no puede uno sorprenderse de que fueran capaces de
luchar con tanta fiereza contra un poder occidental. Se pensara que lo hicieron
debido a su ignorancia. Sin embargo, sucede que esos pueblos lucharon, unos
hasta la extinción, y otros como los caribes de las islas de Barlovento,
durante tres siglos; es decir, que combatieron mucho tiempo después de conocer
en carne propia el poderío occidental, cuando ya tenían experiencias, y muy
costosas, de lo que eran las lanzas, las espadas, los falconetes, los
arcabuces, los perros, los caballos europeos, pero siguieron luchando. Los
indios del Caribe combatían hasta la muerte porque no podían concebir la vida
fuera de su contexto social». J. Bosch: De
Cristóbal Colón a Fidel Castro. El Caribe, frontera imperial, Editorial de
Ciencias Sociales, La Habana, 2003, p. 48.
[65] «Tomando, pues, la mano
en esto los cuatro señores, hicieron grandes juntas en sus pueblos, barrios y
cabeceras, donde dieron entera noticia de lo que el capitán quería y pretendía
hacer en destruir y derribar sus dioses, y que no tan solamente venía a
castigar a los injustos hombres sino que también quería tomar venganza de los
dioses inmortales, porque “nos ha dicho que nos quiere dar otra nueva ley,
limpia y loable, y que para eso tengamos por bien que recibamos otro dios”.
Este modo de hablar y decir, que les quería dar otro dios, es, a saber, que
cuando estas gentes tenían noticias de algún dios de buenas propiedades y
costumbres, le recibían, admitiéndole por tal, porque otras gentes advenedizas trujeron
otros ídolos que tuvieron por dioses, y a este fin y propósito decían que
Cortes les traían otro dios. Y ansi, decían “de manera que en este hemos de
adorar y servir, porque él lo servía y adoraba en muy diferente modo y manera
que nosotros servimos a nuestros dioses. Pues no le sacrifican corazones de
hombres humanos, ni menos con sangre viva como nosotros lo hacemos con nuestros
dioses sino solamente con oraciones y bautismo de agua». D. Muñoz: Historia de Tlaxcala, Información y
Revistas S.A., Madrid, 1986, pp. 205-206.
[66] «Solamente
por el tiempo loco, por los locos sacerdotes, fue que entró a nosotros la
tristeza, que entró a nosotros el –Cristianismo–. Porque los muy cristianos llegaron aquí como
el verdadero Dios; pero ese fue el principio de la miseria nuestra, el
principio del tributo, el principio de la limosna, la causa de que saliera la
discordia oculta, el principio de la peleas con armas de fuego, el principio de
los atropellos, el principio de los despojos de todo, el principio de la
esclavitud por las deudas, el principio de las deudas pegadas a las espaldas,
el principio de la continua reyerta, el principio del padecimiento. Fue el
principio de la obra de los españoles y de los padres, el principio de los
caciques, los maestros de escuela y los fiscales». Chilam Balam de Chumayel, edición de Miguel Rivera, Crónicas de
América, Historia 16, Información y Revistas, S.A., Madrid, 1986, p. 68.
[67] «Porque
es preciso que seamos justos con los
españoles; al exterminar a un pueblo salvaje cuyo territorio iban a ocupar
hacían simplemente lo que todos los pueblos civilizados hacen con los salvajes,
lo que la colonia efectúa deliberada o indeliberadamente con los indígenas:
absorbe, destruye, extermina. Si este procedimiento terrible de la civilización
es bárbaro y cruel a los ojos de la justicia y de la razón es, como la guerra
misma, como la conquista, uno de los medios de que la providencia ha armado a
las diversas razas humanas, y entre estas a las más poderosas, y adelantadas,
para sustituirse en lugar de aquellas que por su debilidad orgánica o su atraso
en la carrera de la civilización no pueden alcanzar los grandes destinos del
hombre en la tierra. Puede ser muy injusto exterminar salvajes, sofocar
civilizaciones nacientes, conquistar pueblos que estén en posesión de un
terreno privilegiado; pero gracias a esta injusticia la América, en lugar de
permanecer abandonada a los salvajes, incapaces de progreso, está ocupada hoy
por la raza caucásica, la más perfecta, la más inteligente, la más progresiva
de las que pueblan la tierra. […] las razas fuertes exterminan a las débiles,
los pueblos civilizados suplantan en la posesión de la tierra a los salvajes.
Esto es providencial y útil, sublime y grande. […] creemos, pues, que no
debieran ya nuestros escritores insistir sobre la crueldad de los españoles
para con los salvajes de la América, ahora como entonces nuestros enemigos de
raza, de color, de tendencias, de civilización; ni principiar la historia de
nuestra existencia por la historia de los indígenas, que nada tienen de común
con nosotros. […] No hay amalgama posible entre un pueblo salvaje y uno
civilizado. […] No es nuestro ánimo abogar por las inútiles crueldades
cometidas por los indios, pero no podemos menos que reconocer en los pueblos
civilizados cierto odio y desprecio por los salvajes. […] Sobre todo
quisiéramos aportar de toda cuestión social americana a los salvajes, por
quienes sentimos, sin poderlo remediar, una invencible repugnancia, y para
nosotros Colocolo, Lautaro y Caupolicán, no obstante los ropajes civilizados y
nobles que los revistiera Ercilla, no son más que unos indios asquerosos a
quienes habríamos hecho colgar y mandaríamos colgar ahora si reapareciesen en
una guerra de los araucanos contra Chile, que nada tiene que ver con ese
canalla. […]» D. F. Sarmiento: Obras
completas, Editorial Universitaria de Buenos Aires, Buenos Aires, 1967, t. II, p. 38
[68] German
Arciniegas en su valoración de la significación para la independencia
latinoamericana de la Constitución de Filadelfia no tiene presente que esta
mantuvo la esclavitud. Pero lo más lamentable es su criterio sobre el magnicidio cometido por los
conquistadores españoles durante la conquista de América. “La primera vez que
en forma escrita y concreta se hace una constitución es cuando América proclama
su independencia. Así lo vieron los precursores de la independencia
hispanoamericana con toda claridad, y por eso el punto de partida en la
formación de nuestras republicas tenía que ser el estudio de la Constitución de
Filadelfia, remate de la revolución reduciendo a ley escrita la organización
del estado. Esa constitución iba a ser fatal, o felizmente, democrática. No
tuvimos alternativa. Los reyes mantenían el prestigio, la aureola, el colorido
que les damos en las cartas de naipe, pero estado con rey solo era posible
donde la monarquía venia de siglos. Entre
nosotros, la única posibilidad de
monarquía fue en tiempos de Montezuma o Atahualpa, a quienes, por fortuna, los
españoles despacharon de este mundo de mala manera.(la cursiva es nuestra
P.G.G.) ”[68] Arciniegas, G. “Constitución
y democracia en el Nuevo Mundo,” en
Fix-Zamudio, H. Hinestrosa, F. Da Silva, A. Arciniegas, G. Uribe, Diego (et. all). Constitución y democracia en el Nuevo Mundo.
Una visión panorámica de las instituciones políticas en el continente americano,
Universidad Externado de Colombia, 1988, p. 66.
[69] A.
Korn: «Influencias filosóficas en la evolución nacional», en Obras completas, Editorial Claridad,
Buenos Aires, 1949, p. 156.
[70] Véase C. Marx: El capital, EDAF, Madrid, 1970, cap. XXVI, pp. 755-759.
[71] «Yo soy testigo de haber oído vez y veces a
mi padre y a sus contemporáneos, cotejando las dos repúblicas, México y
Perú hablando en ese particular de los sacrificios de hombres y del comer carne
humana, que loaban tanto a los Incas del Perú porque no lo tuvieron ni consintieron».
J. Vega: Garcilaso el cronista,
Instituto Cambio y Desarrollo (CIDES), Lima, 1994, p. 37.
[72] «Esta tan perjudicial opinión no veo medio con que
pueda mejor deshacerse, que con dar a entender el orden y modo de proceder que
estos tenían cuando vivían en su ley; en la cual, aunque tenían muchas cosas de
bárbaros y sin fundamento, pero había también otras muchas dignas de
admiración, por las cuales se deja bien comprender que tienen natural capacidad
para ser bien enseñados, y aun en gran parte hacen ventaja a muchas de nuestras
repúblicas. Y no es de maravillar que se mezclasen yerros graves, pues en los
más estirados de los legisladores y filósofos, se hallan, aunque entre Licurgo y
Platón en ellos. Y en las más sabias repúblicas, como fueron la romana y la
ateniense, vemos ignorancias dignas de risa, que ciertos si las repúblicas de
los mexicanos y de los ingas se refieran en tiempo de romanos o griegos, fueran
sus leyes y gobierno, estimado. Mas como sin saber nada de esto entramos por la
espada sin oílles ni entendelles, no nos parece que merecen reputación las
cosas de los indios, sino como de caza habida en el monte y traída para nuestro
servicio y antojo. Los hombres más curiosos y sabios que han penetrado y
alcanzado sus secretos, su estilo y gobierno antiguo, muy de otra suerte lo
juzgan, maravillándose que hubiese tanto orden y razón entre ellos». J. Acosta:
Historia natural y moral de las indias,
Fondo de Cultura Económica, México,
1940, pp. 447-448.
[73] P.
Fernández de Quirós: Memoriales de las
indias australes, Dastin Historia, Madrid, 2002, p. 53.
[74] «Si
para esto dijeron que los indios saltean, flechan y matan, yo digo que, si
pican a un hombre, que no es mucho que salte, y que un oso, un toro y todas las
fieras con el uso del cazar, hombre se sujeta al prudente hombre, y que si aún
domado y buen caballo apuran mucho de espuela, que no dará paso adelante, mas
antes lo dará atrás, y sus otras diligencias por liberarse; y también digo que,
conforme la intención del hombre, así le sucede al hombre que de todo pudiera
decir, más que digo porque lo he visto y notado, cuanto y más que ni ellos se
ponen a tiro ni se tiene por seguros del arcabuz en parte alguna, ni el
ejercicio de la milicia los tiene práticos,
diestros ni cautelosos como a otros, ni yo los vi de rigorosos, bravos ni
arrogantes, sino muy humildes y domésticos, después que corrieron de las
primeras ocasiones, lo poco que ganaron en ellas, y siempre fueron liberales y
dadivosos, y sobre todo muy cumplidores de su palabra». Ibídem, p. 50.
[75] «En conclusión: los
pueblos indios constituían comunidades autónomas y cumplían funciones de
soberanía. Eran dueños de sus bienes y tenían derechos sobre sus recursos
naturales para beneficio de la propia comunidad y bienestar de su población. Y
solo en función de la libre elección de los pueblos indios y de la necesidad de
protección de los derechos fundamentales del hombre justificaba Vitoria las
guerras de conquista». L. Pereña: «La Escuela de Salamanca y la duda indiana»
en D. Ramos, A. García, I. Pérez: La
ética de la conquista de América. Francisco de Vitoria y la Escuela de
Salamanca, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid, p. 315.
[76] «Los
dichos comenderos andan y trunfan y juegan y tienen mucha fiesta y banquete y
bisten de seda y gastan muy largamente como no les cuesta su trauajo ni sudor,
cino pide a los pobre yndios. Y no le duele como es trauajo de los pobre yndios
ni ruega a Dios por ellos ni de su salud el rrey y del papa ni se acuerda de
los trauajos de los pobres indios destos rreynos». J. Acosta: Historia natural y moral de Las Indias,
Fondo de Cultura Económica, México,
1940, p. 576.
[77] «Por
nuevas leyes y ordenanzas reales hechas para las indias
tiene Vuestra Majestad ordenado y mandado que los indios naturales de aquellas
partes sean tratados como personas libres, como lo son, y que no reciban
agravio alguno en sus personas, hacienda, mujer e hijos. Hallase ha en la
ciudad de Tunja usarse un cautiverio y crueldad diabólica contra la que así
Vuestra Majestad tienen ordenado y mandado, y es que cada mujer de encomendero
de indios tiene en su casa muchas mujeres que sacan de los pueblos que tienen
en su encomienda, para que las hilen lino, tejan y labren y hagan otros
servicios y granjerías que han usado tener dentro de sus casas». D. de Torres:
«Situación de los indios en la provincia de Tunja», en R. Salazar (selección de
textos): Filosofía de la pacificación en
Colombia, Editorial el Búho, Bogotá, 1984, p. 286.
[78] «Esto
es Católica Majestad, lo que pasa y se usa con aquellos míseros indios, que son
vasallos de Vuestra Majestad como los demás naturales de Castilla, que si no se
remedia y ataja este veneno que tan aprisa los consume y acalla, en breve
tiempo quedaran yermas y despobladas de naturales aquellas provincias que han
quedado como las demás que se han dicho, y el Real Patrimonio de Vuestra
Majestad vendrá a menos porque no habiendo naturales no habrá renta ni provecho
ninguno de aquella tierra». Ibídem, 298.
[79] «El
uno, deshacer la falsa opinión que comúnmente se tiene de ellos, como de gente,
bruta y bestial y sin entendimiento, o tan corto que apenas merece ese nombre».
J. Acosta: Historia natural y moral de
Las Indias, ed. cit., p. 447.
[80] Véase
P. Guadarrama P. y N. Pereliguin: Lo universal y lo específico en la cultura,
Universidad INCCA de Colombia, Bogotá, 1988; Ciencias Sociales, La Habana,
1989; Universidad INCCA de Colombia,
Bogotá, 1998.
[81] «La
conclusión que Las Casas sacaba de las reflexiones y del modo como los
conquistadores se habían comportado con los aborígenes, era esta: “afirmo que
todo cuanto los españoles han hecho a los indios no tiene valor jurídico», por
haberse hecho contra toda justicia natural». C. Beorlegui: Historia del pensamiento filosófico latinoamericano, Universidad de
Deusto, Bilbao, 2004, p. 128.
[82] «Por
solidaridad natural y derecho de gentes todos los hombres, indios o españoles,
tienen igual derecho a la comunicación o intercambio de personas, bienes y
servicios sin más limitaciones que el respeto a la justicia y derechos de los naturales
(CHP 5, 77-87)». Francisco de Vitoria: Derechos
y deberes entre indios y españoles en el Nuevo Mundo según Francisco de Vitoria,
texto reconstruido por Luciano Pereña Vicente, Universidad Pontificia de
Salamanca, Madrid, 1991, p. 28.
[83]«[…] en Vitoria también
encontramos la intuición de que la cuestión de los derechos del hombre excede,
completamente, el ámbito de la soberanía nacional, para convertirse en un
problema de derecho universal». A. Aparisi Miralles: Derecho a la paz y derecho a la guerra en Francisco de Vitoria, Editorial
Comares, Granada, 2007, p. 51.
[84] «Supieron y saben bien y
muy bien y ordenadamente regir, gobernar, conservar y acrecentar sus familias y
casas, y, por consiguiente, son hombres humanos, razonables, intellectivos y
que producen actos que verdaderamente son humanos, guiados por buena razón». B.
de las Casas: Obras completas.
Apologética historia sumaria I, Alianza Editorial, Madrid, 1992, p. 487.
[85] «No son ignorantes,
inhumanos o bestiales, sino que mucho antes de haber oído la palabra “español”
tenían estados rectamente organizados, esto es, prudentemente administrados con
excelentes leyes, religión e instituciones». Las Casas, B. de. Apologética Historia de obras escogidas de Fray Bartolomé de las
Casas, edición a cargo de J. Pérez de Tudela, Madrid, Biblioteca de Autores
Españoles, 1958, vol. III, p. 490.
[86] Véase
E. Dussel: 1492. El encubrimiento del
otro. Hacia el origen del mito de la modernidad, Plural Editores, La Paz,
1994. http://biblioteca.clacso.edu.ar/subida/clacso/otros/20111218114130/1942.pdf
[87] «Son
numerosos los representantes de este movimiento indigenista liderado por
Bartolomé de las Casas. Bástenos mencionar
a algunos de los muchos obispos lascasianos, que se enfrentaron sin
temor a conquistadores y encomenderos para hacer cumplir las Nuevas Leyes,
arriesgando hasta la propia vida. Antonio de Baldivieso, por defender a los
indios en Nicaragua, murió asesinado a manos de un soldado venido del Perú.
Cristóbal de Pedraza, de Honduras, es otro de los grandes luchadores en defensa
de los indios. En Nueva Granada destaca Juan del Valle, obispo de Popayán,
quien para protegerse del peligro que corría por defender a los indios hacía
sus visitas pastorales armado con una lanza. Murió en Francia, lejos de sus
diócesis, cuando se dirigía al Concilio de Trento para presentar las denuncias
sobre las atrocidades cometidas contra los indios. Sus bienes fueron
secuestrados. Su sucesor, Agustín de la Coruña, fue desterrado primeramente por
el mismo Rey y, cuando regreso a su obispado, fue llevado preso por algunos
conquistadores a Quito. Por mantener esa misma actitud, Pablo de Torres, en
Panamá, fue juzgado, condenado y remitido a España». L. J. González: «Filosofía
en la etapa de la conquista», en G. Marquínez, J. Zabalza, J. Suárez, L.
González (et al.): La filosofía en América Latina,
Editorial el Búho, Bogotá, 1993, p. 65.
[88] «El
humanismo (occidental) me ha hecho ver la humanidad de nuestra vida, sobre todo
para eso me ha servido. Lo que escriba, quiero que sirva para derrotar el
egoísmo esquizofrénico de mi clase. El racismo occidental, todo racismo tiende
a deshumanizar: se trata, como dice Sartre, “de destruir su cultura sin darles
la nuestra”. Éticamente todo ello es indefendible. Las condenas son
innumerables, no bastan las condenas, hay que estar con el indio». L. Cardoza y
Aragón: «Los indios de Guatemala», en G. Beeli, M. Bonaso, T. Borge (et al…): 1942-1992. La interminable conquista, El Búho Ltda., Bogotá, 1990,
p. 22.
[89] Veáse P. Guadarrama: «Pensamiento independentista y justicia
social», en Islas, Revista de la Universidad Central
de Las Villas, año 49, no. 152, 2007, pp.
155-161; Revista
Política de Filosofía, Asociación Iberoamericana de Filosofía y
Política-Sociedad de Estudios Culturales Nuestra América, SECNA, A.C., México.
D.F., no. 5, sep. 2007, pp. 155-164; Colectivo de autores: Historia, memoria y nación. A propósito del bicentenario de la
independencia latinoamericana, Javier Guerrero (coordinador), Universidad
Pedagógica y Tecnológica de Colombia, La Carreta, Medellín, 2010, pp. 101-107.
[90] «Su
utilización de la filosofía fue para defender los derechos naturales de los
indios tanto como de los españoles. Son los que ahora llamamos derechos
humanos, y que tienen su antecedente en los derechos naturales. Además, Las
Casas reconocía y, con ello mismo, fomentaba, la identidad latinoamericana de
los indios, al reconocerlos primeramente como hombres, en universal, y luego
como los hombres específicamente dueños y habitantes de un continente, que
estaban a la altura de los europeos en cuanto raza y cultura, singularmente
preparado para entrar en la línea del cristianismo». M. Beuchot: «La filosofía
en el México colonial», en G. Marquínez, M. Beuchot: La filosofía en la América colonial, El Búho, Bogotá, 1996, p. 24.
[91] «En
Colombia, Alonso de Sandoval, S.J. (1576-1652), sevillano, enseñaba en Cartagena
de Indias. En 1627 publicó en Sevilla una obra que, en su segunda edición en
Madrid, el año de 1647, llevó como título definitivo: De instauranda aethiopum salute, en la que cuestiona –de manera
revolucionaria– los justos títulos de la esclavitud de los negros, y pide la
compasión hacia ellos. Afirma su humanidad, igual que la de los indios (y
criollos), siendo un modelo de pensamiento antiesclavista».
M. Beuchot: «La filosofía académica», en E. Dussel, E. Mendieta, C. Bohórquez: El pensamiento filosófico latinoamericano,
del caribe y “latino” (1300-2000), Siglo XXI Editores, México, 2009, p. 82.
[92] «De
la misma manera, el poder político se distribuye entre dos y rotativamente, en
lugar de asignárselo (como Th. Hobbes) a la autoridad presidencial, a un
partido. La responsabilidad, pues, está en manos de todos y no de un solo
individuo o grupo. De ahí que se rechacen el solipsismo, el egoísmo, la
competencia, sea de un partido, de una autoridad, de una sola semilla o de un
solo cultivo, aunque también de un solo
dios. […] He aquí en pocas palabras algunos de los fundamentos ontológicos del
filosofar maya tojolabal. Se resume en el nosotros
con sus ramificaciones múltiples: la intersubjetividad, la nosotrificacion, el
antisolipsismo, el saber escuchar, el hecho de que todo vive y no somos más que
un tipo de seres vivientes entre muchos otros. Nos conviene ser modestos y
respetuosos de los demás. Formamos parte de una democracia activa y
participativa de extensión cósmica, dicen, por eso insisten en su autonomía
dentro del contexto nacional e internacional,
y hasta cósmico en el que viven. La autonomía es nosótrica, porque no se subordina ni debe obedecer a nadie, sino que
está interrelacionada intersubjetivamente con el estado y el cosmos en que se
encuentra». M. Hernández: «La filosofía maya», en E. Dussel, E. Mendieta, C.
Bohórquez: El pensamiento filosófico
latinoamericano, del caribe y “latino” (1300-2000), Siglo XXI Editores,
México, 2009, p. 35.
[93] «La causa principal a que
venimos a estas partes es por ensalzar y predicar la fe de Cristo, aunque
juntamente con ella se nos sigue honra y provecho, que pocas veces caben en un
saco». S. Zabala: Filosofía de la conquista,
Fondo de Cultura Económica, México, 1947, p. 25.
[94] «En un principio,
españoles e indios confraternizaron. Luego, tal vez por abusos de los españoles
empezaron los desacuerdos». R. D. de Guzmán: Crónicas de América 23. La Argentina, Historia 16, Información y Revistas,
S.A., Madrid, 1986, p. 116.
[95] «Los
principios de correspondencia y complementariedad se expresan a nivel
pragmático y ético como principio de reciprocidad: a cada acto corresponde,
como contribución complementaria, un acto recíproco. Este principio no solo
rige en las interrelaciones humanas (entre persona o grupos), sino en cada tipo
de interacción, sea esta intrahumana, entre el ser humano y la naturaleza, sea entre el ser humano y lo divino. El
principio de reciprocidad es universalmente válido y revela un rasgo muy
importante de la filosofía andina. La ética no es un asunto limitado al ser
humano y su actuar, sino que tiene dimensiones cósmicas». J. Estermann: «La
filosofía quechua», en E. Dussel, E. Mendieta, C. Bohórquez: El pensamiento filosófico latinoamericano,
del caribe y “latino” (1300-2000), Siglo XXI Editores, México, 2009, p. 39.
[96] «En
otras palabras, creemos que la economía de los tiempos modernos (de la mitad
del siglo xv hasta la segunda
mitad del siglo xviii) es fundamentalmente
precapitalista, lo que se aplica a
Europa, al mundo colonial a ella sometido, y al incipiente mercado mundial. El
capitalismo como modo de producción se está generando entonces, pero no se
instalará plenamente –y menos aún será dominante– antes de la revolución
industrial». C. Flamarion y H. Pérez: Historia
económica de América Latina. Sistemas agrarios e historia colonial, Editorial
Crítica, Barcelona, 1979, t. I, p. 163.
[97] «La
teoría que fundamentó el individualismo moderno y al transcurrir el tiempo
justificó los sistemas políticos constitucionales es el iusnaturalismo». J. Fernández Santillán: «Prólogo» a Origen y fundamentos del poder político, de N. Bobbio y M. Bovero,
Grijalbo, México, 1984, p. 15.
[98] S.
Castro-Gómez: «Filosofía, ilustración y colonialidad», en E. Dussel, E.
Mendieta, C. Bohórquez: El pensamiento
filosófico latinoamericano, del caribe y “latino” (1300-2000), Siglo XXI
Editores, México, 2009, p. 130.
[99] «La conquista de América no
encontró en el pensamiento amerindio un grado de madurez teórica que se pudiese
enfrentar al consolidado pensamiento del poder colonial. Pero sí manifestó
elementos de rebeldía y argumentos lógicos de protesta por la aniquilación y
desarticulación de aquellos pueblos y culturas que motivaron a algunos
misioneros y funcionarios, así como también a pensadores europeos, a buscar los
argumentos necesarios para reivindicar la dignificación de aquellos hombres,
como representantes tan originales y auténticos de lo humano al igual que sus
congéneres europeos». P. Guadarrama: Pensamiento
Filosófico Latinoamericano. Humanismo, método e historia, Universitá degli Studi di Salerno-Universidad
Católica de Colombia-Planeta. Bogotá, 2012, t. I, p. 178.
[100] R.
Sánchez: «Esas yndias equivocadas y
malditas», en G. Belli, M. Bonaso, T. Borge (et al.): 1942-1992 La
interminable conquista, El Búho Ltda., Bogotá, 1990, p. 53.
[101]
«El Aquinante identifica dos métodos para considerar al hombre. Uno, por el que
“cada quien se conoce por lo que es más propio.
Otro, por el que […] se conoce lo que es común a todos”. El primero conoce lo que es propiamente, y da cuenta de un
individuo, o particular. Dicho con total claridad y rigor, llega al llega al conocimiento de sí mismo. El
segundo, es aquel por el que se conoce la naturaleza. […] la naturaleza del
hombre». J.
A. García-Muñoz: El tomismo desdeñado. Una alternativa a la
crisis económica y política, Universidad Católica de Colombia-Universita
degli Studi di Salerno-Planeta, Bogotá, 2012, p. 138.
[102]
«Por lo tanto, el inicio de la práctica filosófica en Brasil se da en ese
espíritu contestatario contrario a la
esclavitud, tanto de los negros de África como de los pueblos indígenas». C.Ludwig:
«El pensamiento filosófico brasileño de los siglos xvi al xviii», E.
en Dussel, E. Mendieta, C. Bohórquez: El
pensamiento filosófico latinoamericano, del caribe y “latino” (1300-2000),
Siglo XXI Editores, México, 2009, p. 122.
(*) Profesor de Mérito de la Universidad Central “Marta Abreu” de Las Villas (2013); Doctor en Filosofía Universidad de Leipzig (1980) y Doctor en Ciencias. (UCLV, 1995). Académico Titular de la Academia de Ciencias de Cuba (1998-2012). Autor de varios libros sobre teoría de la cultura y el pensamiento filosófico latinoamericano. Publicado con la autorización del autor.