Por Eduardo Luis  Aguirre    

            Introducción.
La noción de castigo se ha tornado polisémica en el tercer milenio. Si bien es posible establecer analogías conceptuales en las lógicas legitimantes que respecto del mismo se acuñan desde la más remota antigüedad, nunca como ahora el castigo ha derivado en un fetiche disciplinar aceptado en claves diversas,  que en todos los casos cancelan cualquier tipo de cuestionamiento a una práctica violenta a la que se introyecta en la sociedad globalizada como una categoría con ontología propia y se la reivindica como necesaria y útil.
De esa manera, se castiga a los díscolos, a los insumisos, a los diferentes, a los que son portadores de identidades concebidas como negativas, a los que no comparten los modos de vida hegemónicos ni la axiología sustentada en un unidimensionalismo cultural que galvaniza esa gigantesca aporía a la que denominamos “occidente”.
Los castigos saldan las conflictividades en los núcleos más íntimos y cotidianos (la familia, la escuela, la empresa, la fábrica), en los espacios emblemáticos de reproducción del poder de los estados nacionales (cárceles, hospicios, fuerzas de seguridad, ejercicios del derecho a la protesta social colectiva, etc) e incluso en las relaciones globales (guerras de baja intensidad, intervenciones policiales de alta intensidad, relegitimación del crimen de agresión, intervenciones armadas, desmembramiento territorial de naciones enteras, crímenes contra la humanidad sin precedentes, ejercicios de justicia por mano propia, violaciones sistemáticas de Derechos Humanos, etc).
Explorar cómo una institución basada exclusivamente en la fuerza y en la capacidad de dominar la voluntad de los más débiles a través de la violencia conserva su prestigio en las lógicas y retóricas mayoritarias constituiría un trabajo que excedería holgadamente los objetivos de esta investigación. Que, por otra parte, se plantea establecer las visiones de tres de los pensadores más influyentes del siglo XX respecto del castigo.

En algunos casos, las producciones de algunos de ellos facilitan la tarea del pesquisante, por cuanto la inferencia de esas percepciones sobre el castigo alcanzan niveles de explicitación que no dejan demasiado lugar para la duda, aunque fomentan y potencian la curiosidad filosófica en la búsqueda.
En otros, en cambio, debemos desplegar al máximo nuestras posibilidades inferenciales y realizar verdaderos ejercicios de derivación lógica, a veces indirectos, siempre trabajosos, para entender qué es lo que pensaron –o pudieron pensar- sobre el castigo.
En cualquier supuesto, la tarea es mucho menos ardua que apasionante. Heidegger, Sartre y Foucault han atravesado como pocos la dinámica del pensamiento no complaciente a lo largo de casi un siglo. Han dejado huellas indelebles y han marcado tendencias todavía no superadas.
Construyeron impresionantes narrativas, deconstruyeron  lecturas y conclusiones previas, abjuraron de la funcionalidad acrítica de muchas tendencias filosóficas en boga e, incluso en sus biografías espléndidamente ricas, es posible encontrar hallazgos que dan cuenta de aportes gigantescos.
Más difícil es explicar por qué elegimos poner nuestra atención respecto de estos tres pensadores justamente respecto del castigo.
 
La elección –al menos así lo hemos pensado- no es casual ni arbitraria. Los filósofos elegidos han surcado el horizonte de este saber a lo largo del siglo pasado, y extendido su influencia gravitante hasta la contemporaneidad. Expresan, en gran medida, desde sus singularidades ideológicas y sus respectivas representaciones del mundo, los dilemas alrededor de los cuales es posible reconstruir las grandes narrativas modernas del poder, la autoridad, el ser y el pensar. También, como habremos de ver, del castigo. En sus formas más desnudas, pero también en sus expresiones menos abiertas, metafóricas, indirectas, acaso intersticiales.
 


 
I).- FOUCAULT: VIGILAR Y CASTIGAR. PODER Y DOMINACIÓN Y esa perplejidad se fortalece ni bien caemos en la cuenta que toda la obra de Foucault supone una genealogía y una arqueología del sujeto y del poder, que es como decir, de las distintas formas de dominación y control que atravesaron la modernidad. Más prietamente, una genealogía de la sociedad punitiva. El pensamiento foucaultiano prescinde de categorías totalizantes (y acaso es por esa razón que su posición de cara al tema que nos ocupa es categórica y, además, señera) y de los determinismos teleológicos en que incurrió, por ejemplo, el marxismo clásico. No concibe un poder único, centralizado, omnipresente, sino relaciones de poder normalizantes. Por el contrario, recurre inexorablemente a los dispositivos por los que drenan, de manera muchas veces capilarizada, imperceptible, microfísica, las relaciones de poder (y su ejercicio) en las sociedades. También, desde luego, el poder estatal en cualquiera de sus formas, en tanto y en cuanto expresa medidas de coerción directas con las que amenaza y castiga a sus súbditos. Desde el martirio de Damiàn en la plaza pública de París, hasta la deconstrucción del discurso omnipotente de la psiquiatría, tendiente a hacer que el delincuente “se parezca al delito que cometió” (el saber psiquiátrico es tan hegemónico en Foucault como capaz de inspirar y legitimar las narrativas y prácticas peligrosistas de jueces, fiscales, policías y penitenciarios, a través de los informes “criminológicos”), la obra del Maestro del Collège de France es un caleidoscopio crítico del castigo, en cualquiera de sus expresiones. Para arribar a esta conclusión, el observador no debe apelar a juicios apriorísticos, ni adelantar conclusión alguna. No hay posibilidades de incurrir en antejuicios o elementos protodecisionales. El autor corre, por su deliberada cuenta, en defensa de su voluntad de interpelar las instituciones totales de disciplinamiento y control. Así, es perfectamente posible, en esa genealogía completa, contemplar el suplicio como forma de estrago de los cuerpos, como imposición de sufrimiento, como espectáculo y como expresión de poder soberano, de regia punición (que de punir y no de castigar, habla Foucault) en las sociedades de control, en las sociedades previas a la modernidad. El siglo de las luces “humanizará” las penas. La sociedad disciplinaria, aunque encerrará los cuerpos en una nueva tecnología de poder, ahora disciplinar, organizará la vida de los condenados mediante rutinas similares a la experiencia fabril Ya no será tanto el cuerpo como el tiempo el que pasará a disponer el Estado. El tiempo de los distintos, los diferentes, los delincuentes. Cárcel, hospicio y fábrica habrán de compartir las mismas lógicas y prácticas. El encierro en grandes espacios totalizantes y vigilados día y noche (el panóptico) será la réplica de las sociedades disciplinarias a los infractores, los diferentes, los locos. Se trata de una genealogía y de una historia del castigo que se humaniza en función de las demandas de la sociedad fabril, de los requerimientos de los aparatos de control social del nuevo estado capitalista que asoma en la Europa imperial de los siglos XVIII y XIX. Foucault, es en ese sentido, tan explícito como descriptivo. Es el poder lo que atraviesa al castigo. Un poder microfísico, no totalizante, por ende diferente del que planteara la episteme marxiana. II).- HEIDEGGER Y EL CASTIGO. O LA VENGANZA SEGÚN NIETSCHE. En Heidegger (y también en Sartre), en cambio, lo explícito es infrecuente, y sus respectivas miradas sobre el castigo convocan a una permanente y apasionante inferencia, una exploración por territorios no necesariamente aledaños al tema central de la tesis, y de ahí la densidad incomparable de la búsqueda. Elijo, en ese sentido, poner inicialmente la atención en las perspectivas heideggerianas que convocan a una tarea de permanente síntesis, a un armado dinámico y seguramente incompleto y falible. Por dónde comenzar a buscar alguna pista sobre la perspectiva del profesor de Friburgo. He aquí la cuestión. Acaso el breve artículo “¿Quién es el Zaratustra de Nietsche?” (Conferencias y Artículos, Barcelona, Ediciones del Serbal, 1994) nos proporciona algunas pistas, pivoteando sobre el concepto de la venganza y una breve y críptica mención sobre el castigo, librada más al esfuerzo deductivo del investigador que a una toma de posición explícita del propio Heidegger. Que, por supuesto, hurgando en los cuestionamientos que recibiera en su plácida posguerra, no me parece un silencio casual. “Qué singular y qué extraño para la opinión habitual que la gente se ha hecho de la filosofía de Nietzsche. ¿No pasa por ser Nietzsche el, instigador de la voluntad de poder, de la política de la violencia Y de la guerra, de la furia de la "bestia rubia"? “Las palabras "que el hombre sea librado de la venganza" en el texto están impresas incluso en itálica. El pensar de Nietzsche piensa en vistas a la liberación del espíritu de la venganza. Su pensar quisiera servir a un espíritu que, como liberación de toda ansia de venganza, precede a todo mero hermanamiento, pero también a todo únicamente-querer-castigar, a un espíritu que es anterior a cualquier esfuerzo por la paz y a toda actividad bélica, fuera de los límites de un espíritu que quiera asegurar y fundamentarla pax, la paz, por medio de pactos. El espacio de esta liberación de la venganza está, del mismo modo, fuera de los límites del pacifismo y de la política de violencia y de una neutralidad calculada. Está también fuera de los límites de una actitud débil que deja que las cosas sigan su curso o de la huida en torno al ara del sacrificio, del mismo modo como está fuera de las intervenciones ciegas y de la actuación a cualquier precio. Propio del espíritu de la liberación de la venganza es la presunta condición de librepensador de Nietzsche. "Que el hombre sea liberado de la venganza. " Si nosotros, aunque sea sólo de un modo aproximado, consideramos este espíritu de la libertad como el rasgo fundamental del pensar de Nietzsche la imagen de Nietzsche que ha corrido hasta ahora, y que sigue corriendo, tiene que hacerse añicos. "Porque que el hombre sea liberado de la venganza: esto es para mí el puente a la suprema esperanza", dice Nietzsche. Dice con ello al mismo tiempo, en la lengua de un ocultar que prepara, adónde dirige su "gran nostalgia". Pero ¿qué entiende aquí Nietzsche por venganza? ¿En qué consiste para él la liberación (le la venganza? Nos contentaremos con aportar algo de luz a estas dos preguntas. Tal vez esta luz nos hará ver con mayor claridad el puente que, para un pensar como éste, tiene que llevar al hombre de ayer y de hoy al ultrahombre. Con la transición se pone de manifiesto Aquello hacia lo que va el que pasa. Así podremos comprender antes en qué medida Zaratustra, como el portavoz de la vida, del sufrimiento, del círculo, es a la vez el maestro del eterno retorno de lo Mismo y el ultrahombre Entonces ¿por qué algo tan decisivo depende de la liberación de la venganza? ¿Cuál es la guarida del espíritu de la venganza? Nietzsche nos contesta en el tercer fragmento de la 2.ª parte de Así hablaba Zaratustra. Lo titula: "De la salvación". Aquí se dice: "El espíritu de la venganza: amigos míos, esto fue hasta ahora la mejor reflexión del hombre; y donde había sufrimiento, allí debía haber siempre castigo". Con esta proposición la venganza se relaciona de antemano con todo lo que el ser humano ha reflexionado hasta ahora. La reflexión que aquí se nombra no se refiere a algún tipo de reflexión sino a aquel pensar en el que descansa y vibra la relación del hombre con lo que es, con el ente. En la medida en que el hombre se comporta con el ente, representa el ente en vistas al hecho de que es, en vistas a lo que es y a cómo es, a cómo quisiera y debiera ser, en pocas palabras: el ente en vistas a su Ser. Este re-presentar es el pensar. Según la proposición de Nietzsche, este representar ha estado determinado hasta ahora por el espíritu de la venganza. A la relación de ésta, determinada de esta manera, con lo que es la consideran los hombres lo mejor. Como sea que el hombre se represente al ente como tal, se lo representa siempre en vistas al ser de éste. Por medio de esta mirada, va siempre más allá del ente y se dirige al ser. Más allá se dice en griego ‹tem De ahí que toda relación del hombre con el ente como tal sea en sí metafísica. Cuando Nietzsche entiende la venganza como el espíritu que entona (durchstimmt) y determina (bestimmt) el respecto del hombre para con el ente, está pensando de antemano la venganza de un modo metafísico. La venganza no es aquí simplemente un tema de la Moral Y la liberación de la venganza no es una tarea de la educación moral. Del mismo modo, la venganza y el ansia de venganza no son un objeto de la Psicología. La esencia y el alcance de la venganza los ve Nietzsche metafísicamente. Pero ante todo, ¿qué significa venganza? Si, con la amplitud de miras necesaria, nos atenemos primero al significado de la palabra, podemos sacar de este modo una seña. Rache (venganza), räche, wreken, urgere significa: golpear, empujar, hacer avanzar delante de uno, perseguir, ir a la caza. ¿En qué sentido la venganza es un ir a la caza? Ella no busca meramente dar caza a algo, cogerlo, apropiárselo. Tampoco busca simplemente abatir aquello a la caza de lo cual va. Este ir a la caza para vengarse se opone de antemano a aquello en lo que se venga. Se opone a ello de este modo: rebajándolo, con el fin de, frente a lo que ha rebajado, ponerse a sí mismo en una posición de superioridad y, de este modo, reconstruir su propia validez, que es tenida como lo único que cuenta. Porque la sed de venganza es excitada por el sentimiento de ser vencido y perjudicado. Por los años en los que Nietzsche creaba su obra Así hablaba Zaratustra, escribió esta observación: "Recomiendo a todos los mártires que reflexionen si no fue la sed de venganza lo que los empujó a lo extremo". (XII, p. 298). ¿Qué es la venganza? Podemos decir ahora de un modo provisional: venganza es la persecución que se opone y que rebaja. ¿Y es esta persecución lo que ha sostenido y penetrado hasta ahora toda reflexión y toda representación del ente en vistas a su ser? Si al espíritu de la venganza le compete el alcance metafísico del que hemos hablado, este alcance tiene que poder verse desde la constitución de la Metafísica moderna. Para lograr de algún modo esta visión, fijémonos en esto: en qué impronta esencial aparece el ser del ente dentro de los límites de la Metafísica moderna? Esta impronta esencial del ser se expresa de una forma clásica en unas pocas proposiciones que Schelling ha escrito en 1809 en sus "Investigaciones filosóficas sobre la esencia de la libertad y los objetos que están en conexión con ella". Estas tres proposiciones dicen: "En la última y suprema instancia no hay otro ser que el querer. Querer es ser primigenio, y a éste (al querer) sólo se le pueden aplicar los predicados de éste mismo (del ser primigenio): ausencia de fundamento, eternidad, independencia del tiempo, auto-afirmación. Toda la Filosofía aspira sólo a encontrar esta suprema expresión."(F. W. J. Schelling. Philosophische Schriften, tomo I, Landshut 1809, S. 419). Los predicados que el pensar de la Metafísica atribuye desde antiguo al ser, según su última y suprema y por ello acabada figura, Schelling los encuentra en el querer. Sin embargo, la voluntad de este querer no está aquí pensada como capacidad del alma humana. La palabra "querer" es aquí el nombre del ser del ente en su totalidad. Éste es voluntad. Esto nos suena extraño y además lo será mientras sigan siéndonos extraños los pensamientos fundamentales de la Metafísica occidental. Seguirán siéndolo mientras no pensemos estos pensamientos sino que lo único que hagamos sea hablar de ellos. Se puede, por ejemplo, dar cuenta de un modo históricamente exacto, de los enunciados de Leibniz sobre el ser del ente sin que pensemos lo más mínimo de lo que él pensó cuando, a partir de la monada, determinaba el ser del ente como unidad de perceptio y appetitus, como unidad de representar y aspirar, es decir, como voluntad. Lo que piensa Leibniz llega, a través de Kant y Fichte, al habla como voluntad racional, una voluntad sobre la que Hegel y Schelling, cada uno a su manera, reflexionan. Lo mismo quiere decir Schopenhauer cuando da a su obra fundamental el título "El mundo (no el hombre) como voluntad y representación". Lo mismo piensa Nietzsche cuando reconoce al ser originario del ente como voluntad de poder. El hecho de que el ser del ente aparezca aquí por todas partes como voluntad no descansa en opiniones sobre el ente que algunos filósofos se hagan. Lo que significa este aparecer del ser como voluntad no lo podrá descubrir nunca ninguna erudición; sólo se puede obtener por medio de un pensar que pregunta, honrarlo en su cuestionabilidad como lo digno de ser pensado, y de este modo guardarlo en la memoria. Para la Metafísica moderna, y por medio de ella, el ser del ente aparece expresado propiamente como voluntad. Pero el hombre es hombre en tanto que, pensando, se relaciona con el ente, y es de este modo mantenido en el ser. El pensar, en su propia esencia, debe corresponder a aquello respecto a lo cual se relaciona, al ser del ente como voluntad. Pues bien, según las palabras de Nietzsche, el pensar estuvo hasta ahora determinado por el espíritu de la venganza. ¿Cómo piensa entonces Nietzsche la esencia de la venganza, suponiendo que la piensa metafísicamente? En la segunda parte de Así hablaba Zaratustra, en el fragmento "De la liberación", ya mencionado, Nietzsche hace decir a Zaratustra: "Esto, sí, esto sólo es la venganza misma: la contravoluntad de la voluntad contra el tiempo y su "fue"." Que una determinación esencial de la venganza haga sobresalir aquello a lo que ella se opone y se enfrenta y con ello haga sobresalir una contravoluntad es algo que corresponde a la peculiar persecución con la cual caracterizábamos la venganza. Pero Nietzsche no dice únicamente: venganza es contravoluntad. Esto es válido también para el odio. Nietzsche dice: venganza es contravoluntad de la voluntad. Pero "voluntad" es el ser de la totalidad de los entes, no sólo del querer humano. Por la caracterización de la venganza como "contravoluntad de la voluntad", su persecución y oposición permanecen de antemano dentro de los límites del respecto con el ser del ente. Que esto es así se ve claro si nos fijamos contra qué se dirige la contravoluntad de la venganza. Venganza es "contravoluntad de la voluntad contra el tiempo y su "fue"." Al leer esta determinación esencial de la venganza, por primera, por segunda y aun por tercera vez, al hecho de relacionar de un modo insistente la venganza con el tiempo lo tomaremos como algo sorprendente, incomprensible y, en última instancia, arbitrarlo. E incluso hay que tomarlo así, si no seguimos considerando lo que quiere decir aquí el nombre "tiempo". Nietzsche dice: venganza es "contravoluntad de la voluntad contra el tiempo ... ". No se dice: contra algo temporal. Tampoco se dice contra un carácter especial del tiempo. Se dice sin más: "contravoluntad contra el tiempo ... ". Ahora bien, inmediatamente siguen las palabras: "contra el tiempo y su "fue"". Pero esto dice: venganza es la contravoluntad contra el "fue" del tiempo. Se hará notar con razón que al tiempo no sólo le pertenecen en propio el "fue" sino, de un modo igualmente esencial, el "será"y el "es ahora"; porque el tiempo no sólo está determinado por el pasado sino también por el futuro y el presente. De ahí que si Nietzsche subraya el "fue" del tiempo, es evidente que, en su caracterización de la esencia de la venganza, no se está refiriendo en modo alguno a "el" tiempo como tal sino al tiempo desde una perspectiva determinada. Pero ¿qué pasa con "el" tiempo? Pasa que se va. Y se va pasando. Lo que viene del tiempo no viene nunca para quedarse sino para irse. ¿Adónde? Al pasar. Cuando un hombre ha muerto decimos que se ha despedido de lo temporal. Lo temporal pasa por ser lo que pasa (lo pasajero). Nietzsche define la venganza como "la contravoluntad de la voluntad contra el tiempo y su "fue"". Esta caracterización que él adjunta no subraya un carácter aislado del tiempo olvidando unilateralmente los otros dos, sino que caracteriza el rasgo fundamental del tiempo en su esencia temporal total y propia. Con el "y" del giro "el tiempo y su "fue"", Nietzsche no pasa a un mero añadido que habla de un carácter especial del tiempo. El "y" significa aquí tanto como: y esto quiere decir. Venganza es contravoluntad de la voluntad contra el tiempo, y esto quiere decir: contra el pasar y su carácter pasajero. Esto para la voluntad es algo contra lo que ella no puede hacer nada, algo con lo que su querer choca continuamente. El tiempo y su "fue" es la piedra contra la que choca la voluntad y a la que no puede hacer rodar. El tiempo y su pasar es lo adverso de lo que padece la voluntad. Como voluntad que padece así, ella misma se convierte en sufrimiento por el pasar, un sufrimiento que luego quiere su propio pasar y con ello quiere que todo sea digno de pasar. La contravoluntad contra el tiempo rebaja lo pasajero. Lo terrestre, la tierra y todo lo que pertenece a ella es lo que propiamente no debería ser y que en el fondo tampoco tiene ser verdadero. III.a).- SARTRE Y LA VIOLENCIA (A PARTIR DE UN ARTÍCULO DE ANÍBAL ROMERO) Jean Paul Sartre fallece, luego de un ocaso estragoso y prolongado, el 15 de abril de 1980, hace ya casi 34 años. Su féretro fue acompañado por una multitud estimada en 50.000 personas. Nunca antes, el entierro de un filósofo había concitado semejante movilización popular. Sin embargo, al parecer, el gigante del existencialismo humanista dista de descansar en paz. A los frecuentes cuestionamientos que le dedican algunos colegas contemporáneos (tal el caso de Michel Onfray, postura verdaderamente sorprendente en un intelectual de izquierda), criticando no solamente la formidable obra del autor de “El existencialismo es un humanismo”, sino también su coherencia política y las desventuras de su propia biografía, deben agregarse aquellos que, finalmente, eligen jaquear la consistencia de sus formulaciones ideológicas. Entre estas últimas aproximaciones críticas se encuentra un texto de Aníbal Romero, “Sartre: Filosofía de la Violencia”. El artículo es de 1999, dato éste para nada menor a la hora de contextualizar esta tentativa de deconstrucción de la concepción sartreana y su intencionada exhibición como un producto de contradicciones filosóficas e ideológicas múltiples e, incluso, de impudorosa deshonestidad intelectual. Según Romero, la vocación libertaria y autonómica de Sartre, eje central de toda su concepción filosófica, aparece “enterrada entre los inmensos y oscuros espacios de El ser y la nada” (p. 1). De inmediato trae a colación la concepción dual de la libertad en Isaiah Berlin y luego se las arregla para incrustar, en los primeros renglones de su trabajo, una cita de Vargas Llosa. Mucho mejor. Comienza a clarificarse, así, la línea argumental de la crítica y su direccionalidad ideológica. A continuación, el autor identifica a Sartre con una postura de “libertad negativa extrema”, y a partir de allí ve allanado el camino para arriesgar sin cortapisa: “ Así lo confirmó, con característico radicalismo, en un ensayo parcialmente autobiográfico de 1961, cuando dijo que “en el fondo de mi corazón, yo era (en los años 40 principalmente) un rezagado del anarquismo”. Sartre habla acá en el pasado, pues pretendía haber superado ese “anarquismo” de sus primeros tiempos, a través de su esfuerzo por integrar en el plano filosófico y de la acción histórica su existencialismo (una filosofía profundamente individualista), con el marxismo. Como veremos, no solamente Sartre fracasó en su intento de ensamblar dos visiones del mundo esencialmente antagónicas, sino que en el camino comprometió su honestidad intelectual, y convirtió lo que en principio fue una filosofía de la violencia de los individuos entre sí, en una filosofía de la violencia como eje y destino de la historia y de la colectividad humana en general”. Con encomiable convicción, Romero decreta el fracaso de toda la construcción de Sartre a partir de aquel hallazgo arqueológico que se adjudica en El Ser y la Nada. Pero, por si esto fuera poco, reconoce a la misma, “en nuestros días” (se refiere, recordemos, a 1999, plena época del reinado del Consenso de Washington, el Fin de la Historia, el auge violento del capitalismo neoliberal, la caída del Muro de Berlín, la disolución de la Ex Unión Soviética y otros síntomas significativos de retroceso de todo pensamiento alternativo y emancipador), solamente un interés “histórico”. Y a continuación se sirve del mismo menú que ofrece la retórica imperialista coloquial, ahora de manera explícita: “Sartre, como dije, fue figura emblemática de un ambiente político-ideológico, y representó un cierto modo de ser intelectual, característico de ese tiempo, y marcado por el “progresismo” de izquierda, el filo-comunismo, y la convicción, en sus palabras, de que “cualesquiera sean sus crímenes, la URSS tiene sobre las democracias burguesas este formidable privilegio: el objetivo revolucionario...Rusia continúa siendo incomparable a las otras naciones; sólo está permitido juzgarla aceptando sus propósitos y en nombre de éstos”. Ahora bien, muchos de los dilemas y planteamientos esbozados por Sartre en sus obras teatrales y novelísticas, así como en la Crítica de la razón dialéctica, padecen hoy de un serio caso de polillas y acusan un intenso olor a naftalina”. Es decir que, además de profundamente equivocada, la concepción de Sartre es, a finales de los noventa, otra de las tantas evidencias, curiosas y diletantes, de un pensamiento “perimido”, anticuado, superado por la vorágine civilizatoria de la ciudad global capitalista. Una verdadera pieza de museo, encabezada, nada menos, que por la “Crítica de la Razón Dialéctica”. Nuestro intelectual, atención, no ha terminado todavía con su tarea de ficto e ilusorio descuartizamiento. Nos reserva, a renglón seguido, otras estupefacciones no menores:” Sin embargo, el estudio de Sartre sigue teniendo relevancia, así lo creo, como ejemplo particularmente ilustrativo de un cierto temperamento intelectual, muy común en nuestro tiempo pero no completamente original de esta época histórica. Me refiero a tres rasgos en especial: la ambición desmedida y el “pecado de orgullo” de querer explicarlo “todo”; en segundo lugar, la auto-percepción de superioridad ante los demás y la incapacidad autocrítica; por último, la tendencia al radicalismo y a la creación de utopías generadas por la violencia como “partera de la historia”, lo que se traduce en la disposición a que otros, pueblos enteros, clases sociales, generaciones completas, paguen los costos más altos en términos de violencia, destrucción y muerte, si así lo exige la visión histórica postulada como imperativa por el intelectual supremo”. En cuanto a Sartre, esos rasgos se unieron a la doble moral, favorable a las causas radicales y filo-marxistas; a un profundo desprecio por el liberalismo y la democracia “burguesa”, a una verdadera obsesión por la violencia individual e histórica, y en no pocas ocasiones a la abierta deshonestidad intelectual, justificada por los fines últimos a los que se dirigían su pensar y su acción. Como él mismo confesó una vez, “Después de mi primera visita a la URSS en 1954, yo mentí”, acerca de las presuntas maravillas alcanzadas en la Patria del socialismo. Es difícil, por ésa y multitud de otras instancias similares, compartir las afirmaciones de Vargas Llosa según las cuales Sartre fue, “hechas las sumas y las restas, un intelectual honesto”. Vargas Llosa sostiene a la vez que “Un pensador honesto no disimula sus errores y si está intelectualmente vivo tampoco se demora en justificarlos. Se limita a tenerlos en cuenta y sigue adelante”. Esta última no fue, realmente, la actitud de Sartre; por el contrario, libros enteros podrían escribirse, y de hecho han sido escritos, en los que se muestran con lujo de detalles el desierto moral y la miopía política que contaminó a buen número de los grandes “mandarines” (como les calificó en una famosa novela Simone de Beauvoir) de la intelectualidad francesa de la postguerra, entre ellos –y de modo principal- al propio Sartre. No es éste, no obstante, el propósito de mi estudio. Procuraré más bien explicar a Sartre, buscar en las raíces de su filosofía la clave de sus posiciones políticas, e interpretarle como lo que él aspiraba ser: un intelectual comprometido con los movimientos históricos de su tiempo, que erró gravemente en sus apreciaciones acerca del probable curso e impacto de esa historia. En el camino, tratando de justificar su conversión marxista, Sartre se ocupó de conciliar lo inconciliable: una filosofía profundamente individualista como lo es su existencialismo, con el marxismo colectivista. Como cabía esperar, el intento fue fallido, y del mismo resultó un engendro informe y lleno de agujeros teóricos, así como de un verdadero culto a la violencia histórica, que quedó plasmado en la Crítica y que más adelante analizaremos”. Hasta aquí, nuestra transcripción del optimismo noventoso de Aníbal Romero, a quien es justo reconocer una erudición y un seguimiento exhaustivo de la obra de uno de los mayores pensadores del Siglo XX, de la que seguramente adolece quien, paradójicamente, intenta en este caso refutarlo. A quince años del artículo que nos convoca, es necesario reafirmar algunas cuestiones y aclarar otras. La ambición desmedida y el pecado de orgullo que “querer explicarlo todo”, no es otra cosa que la aspiración de construir un nuevo relato que dispute la hegemonía del sistema de creencias del capitalismo. Justamente, la derrota cultural que sobrevino a partir de la modernidad tardía implicó, para las clases subalternas de todo el mundo, la dificultad objetiva para rearmar un relato totalizante en un mundo sopresivamente unipolar, de cara a lo que se percibía como una derrota política, militar, económica y, fundamentalmente, cultural. De modo que la expectativa de Sartre, lejos de poder encuadrarse en una utopía pletórica de violencia, no pretendía sino pensar un arsenal cultural contrahegemónico, que debería dirimir su validez –naturalmente- mediante el conflicto, como ha ocurrido a lo largo de toda la historia de la Humanidad. Una cosa es concebir el cambio social a través de los conflictos y otra, muy distinta, soportar el mote oprobioso de cultor de la violencia. Un violento no participa en un tribunal de opinión, que, justamente, se caracteriza por prescindir de ella. Ni sale a vender periódicos mimeografiados en pleno mayo francés. Solamente el regocijo de la victoria cantada podía llegar a hacer suponer que las narrativas capitalistas no podrían volverse a poner en cuestión en la post guerra fría. A la luz de los hechos históricos, vaya si le asistía razón a Sartre y mérito a su genial ejercicio de anticipación. En todo este tiempo, los paladines de la civilización occidental han producido por doquier crímenes masivos, perpetrado guerras, invasiones y todo tipo de iniquidades en nombre de la libertad que Vargas Llosa continúa propagandizando. Cuando Sartre admite “haber mentido”, no hace otra cosa que honrar su condición de militante político, comprometido con el socialismo. No puede exteriorizar su frustración porque, de hacerlo, la autoridad de su advertencia le habría servido en bandeja a los aparatos ideológicos de Occidente un argumento difícilmente refutable. El imperialismo hubiera hecho lo mismo que hace, tres décadas después, el propio Aníbal Romero: asimilar la dura y fallida experiencia de las burocracias socialistas con las ideas de izquierda. Por eso es que Sartre intentó conciliar lo que no es sólo posible sino obligatorio compadecer: la libertad, el humanismo existencialista, con el socialismo. Nada más y nada menos que eso significa la “Crítica de la Razón Dialéctica”. Una fenomenal revisión, hecha desde el marxismo, al Partido, a la tendencia esclerosante de separar la doctrina y la práctica y al conservadurismo burocrático (T. I, p.28 y 33, ed. de 1995). También, a asumir el reto de la construcción de un marxismo con dimensión humana profunda: "El día en que la búsqueda marxista tome la dimensión humana (es decir, el proyecto existencial) como el fundamento del Saber antropológico, el existencialismo ya no tendrá más razón de ser: absorbido, superado y conservado por el movimiento totalizador de la filosofía, dejará de ser una investigación particular, para convertirse en el fundamento de toda investigación" (op. cit., p. 141). El resto son preconceptos ideológicos del autor cuyo artículo analizamos, víctima del acelerado apolillamiento del paradigma neoliberal que lo determina en su concepción sobre el gran Sartre. III-b) SARTRE, EL CASTIGO Y EL PODER PUNITIVO. APROXIMACIONES DESDE "EL SER Y LA NADA". No resulta sencillo, ni existen vías rectas para aproximarnos a las perspectivas de Jean Paul Sartre respecto del poder punitivo y al castigo. En efecto, el marxismo sartreano no se ha ocupado expresamente de abordar un fenómeno, que, ya en su época, atravesaba la realidad mundial como pocos. Sus definiciones, su teoría, su práctica y su perfil multifacético, por otra parte, lo convierten en un sujeto inasible, difícil de escrutar, casi insondable respecto de problemas que, actualmente, ocupan de manera urgente y agónica a las izquierdas. Sus propias especulaciones, por lo demás, conducen a los lectores desprevenidos a apasionantes aporías u obligan a verdaderos acertijos tendientes a dilucidar sus posturas sobre estos temas. ¿Qué Sartre podría proporcionarnos pistas más o menos ciertas sobre su propio pensamiento -he aquí la primera perplejidad- respecto del castigo? ¿El militante social? ¿el escritor? ¿el dramaturgo? ¿el pensador capaz de legitimar la violencia armada en cuanto la misma suponga la búsqueda de un ideal emancipador? ¿el creador de un tribunal de opinión que, lejos de valorizar el castigo y el poder punitivo, confió en la potencia de la opinión y la capacidad de la denuncia, único en lograr la condena de EEUU por sus crímenes en Vietnam? ¿el que cuestionan pensadores como Onfray por su (supuesto) pasado durante la ocupación de Francia por parte de los nazis? ¿el que discrepa con Camus respecto de la naturaleza humana y el ser? ¿ Cuál de ellos? Frente a estos dilemas, el observador no tiene demasiadas salidas. Hace un ejercicio, arbitrario, de recorte. Recorre algún texto y escoge, sintetiza y sincretiza. Duda y se espanta por el margen de error abismal del ejercicio que él mismo propone. De todas maneras, algunas de sus reflexiones nos permiten la reconstrucción, falible, pero reconstrucción al fin, de sus reflexiones sobre las modernas formas de castigo y el ejercicio del poder punitivo. La obra de Sartre se nos representa así, como una maravillosa caja de herramientas. Elijamos, recurriendo a esta endeble sistemática, algunos párrafos que escribiera sobre la libertad en "El ser y la nada", para comprender sus puntos de vista con relación al concepto de la libertad y, como contrapartida de la misma, a ciertas formas de alienación capaz de conculcarla o desnaturalizarla. Dice Sartre: "Es necesario, además, precisar, contra el sentido común, que la fórmula "ser libre" no significa "obtener lo que se ha querido" sino "determinarse a querer (en el sentido lato de elegir) por sí mismo". En otros términos, el éxito no importa en absoluto a la libertad. La discusión que el sentido común opone a los filósofos proviene en este caso de un malentendido: el concepto empírico y popular de "libertad", producto de circunstancias históricas, políticas y morales, equivale a "facultad de obtener los fines elegidos". El concepto técnico y filosófico de libertad, único que aquí consideramos, significa sólo: autonomía de la elección. Ha de advertirse, empero, que la elección, siendo idéntica al hacer, supone, para distinguirse del sueño y del deseo, un comienzo de realización. Así, no diremos que un cautivo es siempre libre de salir de la prisión, lo que sería absurdo, ni tampoco que es siempre libre de desear la liberación, lo que sería una perogrullada sin alcance, sino que es siempre libre de tratar de evadirse (o de hacerse liberar), es decir, que cualquiera que fuera su condición, puede pro-yectar su evasión y enseñarse a sí mismo el valor de su proyecto por medio de un comienzo de acción" (El ser y la nada, Ed. Losada, Buenos Aires, 2005, p. 657). Pero como también señala que "la libertad es libertad de elegir, pero no libertad de no elegir" (p. 655), y que "el sadismo es un esfuerzo por encarnar al Prójimo por la violencia y esa encarnación "a la fuerza" debe ser ya apropiación y utilización del otro (p. 545), algunas puntas con relación a su perspectiva sobre el castigo, y en especial sobre la violencia estatal (de la cual la cárcel es, modernamente, una de sus máxima expresiones), comienzan a aparecer trabajosamente. Las ideas de libertad, de autonomía de elección, de liberación, de perogrullo, de evasión, de sadismo y de apropiación del otro nos permite unir en un arduo pero apasionante tramo una visión inaugural del fenomenal existencialista respecto del poder punitivo y la violencia. Esta mirada introductoria no pretende encontrar respuestas sino organizar preguntas. Problematizar acerca de la visión que uno de los más grandes pensadores del siglo XX no explica, pero tal vez implica, con relación al castigo, la violencia y el poder punitivo. Una tarea integradora del investigador, destinada nada más y nada menos, que a re-posicionar al argumento como práctica política.