Por Eduardo Luis Aguirre
El alocado trajinar del gobierno de Milei nos hace pensar que hay en marcha una suerte de revolución restaurativa, una pulsión por volver al pasado, denigrar los adelantos científicos, desechar las conquistas populares, avasallar los derechos humanos, despreciar la ciencia y el arte, y que eso es parte de una conjugación ideológica totalizante. El avance de otros (muchos) gobiernos conservadores en el mundo nos hace suponer en una suerte de retroceso global al que -al menos hasta ahora- parece difícil que acepte límites.
Esta intuición es comprensible. Esos gobiernos, y entre ellos el nuestro, parecen “ir por todo” en su barbarie militante. Por eso es que el miedo al futuro aparece como una de las principales preocupaciones de los argentinos. Hay un temor fundado de que esta locura tensione todo lo bueno que hemos conseguido durante cuarenta años de democracia, pero además que ponga en vilo los derechos y garantías que se transformaron en pilares de nuestra sociedad y en articuladores de la vida cotidiana. El trabajo, sin ir más lejos. Los derechos de las mujeres, de los laburantes, los viejos, los niños, los discapacitados y las disidencias. El patrimonio común de una nación y sus acuerdos esenciales. A eso contribuye la defección rotunda del resto de los poderes del estado y de otras organizaciones respecto de las cuales era lógico esperar algún otro tipo de reacción frente a la reacción.
Dicho esto, es preciso también cuestionarse la posibilidad real de que un gobierno reinstale y naturalice definitivamente la barbarie. Mucho menos en países que han conocido el estado de bienestar y, en nuestro caso, el peronismo. Para eso hay que aclarar algunos aspectos que me parecen interesantes. El primero de ellos es que algunas encuestas recientes revelan que un 36% de los consultados creen que el gobierno argentino es, lisa y llanamente, ”fascista”. No sé si el gobierno atiende a estas percepciones. Al mismo tiempo, otros analistas como Serrano Mancilla hablan de “cualquiercosismo”. Otros de tecnofeudalismo o de un capitalismo colonial. Las diferencias no son menores desde lo conceptual, pero lo que interesa destacar es que ciertas conductas oscurantistas del mileísmo lo sorprenden en la búsqueda de una sociedad premoderna o pre estatal. De un retroceso que se completa con el negacionismo y la represión de la protesta social, por ejemplo. De una idea abandónica de la sociedad y una expectativa un tanto boba de que la realidad social cambie en un retroceso compatible con los “años dorados” de las primeras décadas del siglo pasado. La época de un país neocolonial y oligárquico, de una factoría con fraude patriótico. Allí es posible hallar el núcleo duro de los desvaríos libertarios. En la subestimación de los cambios que las sociedades han tenido durante décadas. La familia, las comunidades, las percepciones y las intuiciones de los sujetos han cambiado de manera radical, tanto o más que la técnica. Desde hace más de setenta años los movimientos por los derechos de las minorías raciales, de las mujeres, de los trabajadores, de los jóvenes, de los desocupados han producidos transformaciones llamativas en la Argentina y en todo occidente. Esos cambios, frente a las crisis que instalaron el Consenso de Washington y el neoliberalismo se aferraron a otros elementos de autopreservación. Por ejemplo, las tradiciones. O más precisamente, las creencias trascendentes. Después de la pandemia se estima que más del 85% de la humanidad profesa alguna religión o credo y cada uno de ellos tiene valores que interceden en la autopreservación colectiva. Ciertamente, hay un retroceso de las fidelidades políticas y del prestigio de las democracias liberales en su versión actual. Pero también hay una tendencia masiva a recuperar valores leídos en clave de actualidad plena. Autores como Zizek, por ejemplo, piensan que, una vez superada su connotación económica en la empresa clásica de las familias burguesas, el matrimonio puede tener un rol de maravilloso compromiso para compartir el mundo con alguien. Decir quiero estar con alguien, sin importar la elección sexual y soy revolucionariamente capaz de amar. Sin dote, sin mandatos, sin un deber ser atávico. Eso es lo que la derecha no puede ni quiere leer. Un autor insospechado de progresismo o izquierdismo como Anthony Giddens (el recordado asesor de Tony Blair) daba cuenta hace más de 25 años de la variación en el porcentaje de nacimientos fuera del matrimonio y en familia monoparentales en diversos países entre 1960 y 1990. Voy a mencionar a Estados Unidos, en complicidad con la admiración explícita de nuestros gobernantes. El porcentaje de nacimientos por mujer soltera aumentó de 5 a 28 en esas tres décadas. El porcentaje de familias encabezadas por un padre o madre soltera o soltero varió en el mismo tiempo de 9 a 23. La familia, el “núcleo” de la sociedad victoriana no tiene retorno. Ha cambiado para siempre y muchas libertades, derechos y valores se juegan en esos cambios. El divorcio vincular, otro derecho conquistado en nuestro país desde el advenimiento de la democracia influye cada vez más en las sociedades. Voy a dar otro ejemplo: se calculaba que el 40% de las niñeces nacidas en el Reino Unido en 1980 fueron, en algún momento previo a la edad adulta, miembros de una familia monoparental. Sin embargo, dado que el 75% de las mujeres y el 83% de los hombres que se divorciaban volvían a formar pareja antes de los tres años, esos niños y niñas crecerían igualmente en un entorno familiar. Entre 2010 (año en que se sancionó la ley) y 2020, más de 20 mil matrimonios igualitarios se celebraron en nuestro país. Entre junio de 2012 y diciembre de 2015 se invirtieron U$S 2.922 millones en la línea Desarrollos Urbanísticos de Procrear, con el objetivo de construir un total de 30.010 viviendas en 79 predios distribuidos en distintos puntos del país. Según el ex ministro Carlos Tomada, desde 2003 y hasta el final de esa gestión “el trabajo no paró de crecer. Dio inicio al período más prolongado de generación de empleo. Un récord que todavía continúa. Además, se empezó con el combate, en serio, contra la informalidad laboral. Crecieron las negociaciones colectivas como nunca antes. El reclamo cambió. Se dejó de implorar trabajo porque el empleo afloraba. Y el debate mutó hacia la puja distributiva. En esta lógica revivió el Consejo del Salario Mínimo, Vital y Móvil, desechado por años. Se aumentaron las jubilaciones tantas veces como fueron necesarias para ir recuperando haberes que habían sido esquilmados. Y, con una moratoria, recuperó de la exclusión a más de 2,5 millones de trabajadores, que por las políticas de los 90 habían quedado desocupados y ni aportes tenían”.
Los juzgamientos de los crímenes de masa cometidos por la última dictadura siguen siendo un ejemplo mundial.
Esto es lo que núcleo duro de la derecha se niega a aceptar. Como la perspectiva de género y el calentamiento global. Pero todas estas conquistas están fuera de toda duda. La historia no se repite como farsa ni tampoco adherimos a la idea de un progreso histórico lineal, pero podemos hacer pie tranquilamente en lo construido e insusceptible de ser mancillado. Para ser más claros, en un contexto de destrucción deliberada, la decisión de conservar lo que todavía no ha podido se implosionado puede ser tan revolucionaria como la reivindicación espiritual y las creencias trascendentes. Es cierto que transitamos un magma volátil que todavía impide visualizar cuáles van a ser las formas pétreas definitivas del mundo una vez que se salden las innumerables e inagotables disputas actuales. Lo que sí existe es una sedimentación mayoritaria de las sociedades, incluyendo desde luego la nuestra, donde los derechos conquistados resisten frente a lo indecible y dan la pelea cultural muchas veces prescindiendo de la exasperante quietud de las instituciones políticas. Quien sepa expresar ese cuadro de situación será quien pueda encarnar una nueva hegemonía. El fanatismo libertario comienza a caer por su propio peso, pero urge una construcción popular superadora, amplia, generosa, amorosa y ética. Profundamente ética.