Por Eduardo Luis Aguirre
"Aquellos a quienes sus víctimas les inspiren compasión sufrirán, los otros no. Yo creo que el sufrimiento y el dolor van necesariamente unidos a un gran corazón y a una elevada inteligencia. Creo que los verdaderos grandes hombres deben experimentar una gran tristeza en este mundo" (*)
Los hechos protagonizados recientemente al más alto nivel gubernamental argentino seguramente tienen una entidad capaz de subsumirse en una conducta penal, conforme al catálogo discontinuo de ilicitudes que prevé nuestro ordenamiento criminal. Corresponderá a los jueces determinar cuál es el encuadre específico que, en ese contexto, puede asignarse de manera específica a la conducta presidencial y a la de los demás sujetos implicados. Lo que sí parece claro, es que además del ardid o engaño se ha configurado en la especie una lesión intencional al patrimonio de un número indeterminado de personas, respecto de las cuales se ha afectado la relación de señorío de las víctimas con su propio dinero, mediante un ataque probablemente intencional. En definitiva, el criptogate sería una afectación al bien jurídico propiedad privada, un valor fundante del capitalismo. El ardid o engaño podría explicarse sin demasiada dificultad. En un mercado desregulado como el de las transacciones crípticas, existen imponderables y riesgos. Lo que no puede permitirse es que se introduzcan riesgos que están jurídicamente prohibidos por la utilización de ardides o engaños o recurriendo a la potencialidad y la influencia de determinados factores simbólicos que logran que, desde el inicio, se conozca que van a beneficiar a algunos y perjudiciar a otros y, con mucha mayor razón, quiénes van a ser unos y quiénes los otros. En el mundo del token y las criptomonedas, muchas veces se lanzan noticias o se muestra el apoyo de alguien a determinada alternativa de inversión. De hecho, hasta el mismo Elon Musk lo hace con su token Dogecoin, y cada vez que publica algo al respecto genera movimientos en el precio de esos activos. Es muy frecuente que esas acciones generan ilusiones o expectativas singulares. Imaginemos entonces si es posible imaginar una influencia más determinante que la de un presidente de la nación difundiendo o promoviendo un proyecto que en teoría debería ser una inversión para el crecimiento de pequeñas empresas del país. Aquellas que, vale destacarlo, este gobierno ha sumido deliberadamente en la postración. De hecho hay hasta algunos influencers victimas que dicen que entraron justamente al leer el posteo presidencial. Resta añadir que, cuando se le recrimina al propio mandatario esa conducta, él reduce la supuesta oportunidad de crecimiento de las PYMES a la misma lógica de un casino. Esa contradicción, inaceptable, insólita y engañosa, es expresada de manera textual y naturalizada. A eso hay que añadir hechos objetivos que tienen que ver con la hora en que se produce la publicación presidencial, la de la quintuplicación del valor de las cripto en un exiguo lapso y la sugestiva caída de las mismas, que provocó ganadores entre los que poseían una información privilegiada y perdidosos dolientes de a pie. Más allá de lo inesperable que resulta que el representante de un estado nación promueva desde su autoridad y desde su proclamada expertiz en el tema (y el esperable resultado que dicha intervención tendría), es dable destacar que el ardid y el perjuicio patrimonial sobreviniente está dado por la participación de otros u otras personas que en elgunos casos se conocían desde hace años y habían planeado el lanzamiento de la criptomonedas asociados con altos funcionarios del gobierno que, parece comprobado, habían sido avisados previamente sobre los antecedentes y trayectorias poco claras de aquellos sujetos en la materia. O sea que el presidente sabría claramente con quién participaba en el caso y lo mismo acontece con los demás funcionarios y/o actores estatales argentinos. Mientras tanto, uno de los "socios" en el caso le avisa al presidente que tiene en su poder 100 millones de dólares y espera instrucciones para saber qué hacer con los mismos. Una circunstancia absolutamente inusual, producto de la preparación meticulosa del lanzamiento, el posteo presidencial, la especulación con la suba aluvional del valor de las cripto y las ganancias devengadas hasta que se produjera su devalúo. No hay azar en esa evolución. Hay una voluntad realizativa de un hacer final. Obtener pingües y oscuras ganancias y perjudicar a un número indeterminado de personas. Un eslabónn más de un gobierno que ha transformado el estrago en una regularidad de hecho. Esas polìticas reconocen analogìas con lo que ocurre en otras naciones del mundo, pero hay que hurgar en lo excepcional para encontrar a las principales figuras de un gobierno participando decisivamente en estas tramas. Hasta aquí los hechos y las especulaciones jurídico penales por todos conocidas.
Pero sobre la base de ese hacer concertado, el criptogate invita además a otro tipo de reflexiones.
La partidocracia neoliberal que surge en los años ochenta ha retrocedido sistemáticamente durante cuatro décadas frente a la tècnica y las nuevas formas de hacer polìtica, particularmente ante la colonizaciòn de las subjetividades, los algoritmos y las nuevas maneras de organizar las vidas cotidianas. Cada vez se hace más difícil deslindar lo económico de lo polìtico y articular la polìtica con la ética. Por eso, aunque se esté ante una estafa de una magnitud obscena, los reflejos institucionales de los estados y la pasividad de sus ciudadanos constituyen una compleja una síntesis que grafica la imposibilidad creciente de comprender un cambio de época en el que debemos comenzar a preguntarnos sobre la compatibilidad entre la democracia y este capitalismo tecnológico. Un capitalismo depredador, un febril proceso de acumulación por desposesión que, como en el robo de leña de Marx, configura un crimen global a cielo abierto que se expandió a expensas del pensamiento débil de los estados cómplices. Un generador de dependencia y masacres de todo tipo a la que la holganza política clásica no puede ni sabe responder, sencillamente porque no comprende la complejidad del neoliberalismo, no puede siquiera superar su histórico burocratismo y sus rutinas gestivas ni demostrar un mínimo de creatividad contingente. Por lo tanto, de pie frente a las peores exacciones, no puede siquiera oponer ni imponer el castigo o las respuestas defensivas que, se supone, deberìa poder utilizar quien detenta (en teoría, al menos) el monopolio de la violencia para ejercerlo en el marco minimalista de la ley para con aquellos que violan el contrato social, que ha confirmado su condiciòn ficta frente a la devastación plutocrática. En la novela de Dostoyevsky, Raskolnikov, convencido de su superioridad, asume el destino de matar como un medio para poder desarrollar todo su potencial inividual. Para él, el crimen no sería moralmente condenable, aún cuando sea ilegal. No obstante, una vez consumado el hecho, Rodión Ramanovich Raskolnikov, abrumado por las presiones sociales (ciertas o imaginarias), la culpa y el delirio derivados de su propia conducta sufre entonces el castigo que le propina su conciencia y el que supone le achacará su propia comunidad. Los aparatos ideológicos, el control social y las tribulaciones humanas lo martirizan. Paradojas de la historia, de la literatura y de la política. Nada de lo que carcome a este criminal común afecta la insensibilidad y la crueldad inconmensurable de los nuevos megamillonarios ni del sistema servil que legitiman. No hay en ellos "un gran corazón ni una humana inteligencia". Lo único que se reproduce es la sensación de superioridad y la naturalización insaciable del lucro como justificación coercitiva de una conducta criminal, en este caso sistémica.
(*) Dostoyevsy, Fiódor: "Crimen y castigo", Ed. Libertador, Buenos Aires, 2010, p. 228.