Por Diego Tatián
Al menos en dos lugares de su obra, Borges hace de la voz baja y el habla calma una potencia o una virtud o una capacidad. La encuentra en seres anónimos, plebeyos y solitarios, siempre vinculada a una ausencia de queja y a una valentía de vivir. Uno de ellos es un cuchillero: la “Milonga de Jacinto Chiclana” atesora ese verso inolvidable que encripta una ética entera: “capaz de no alzar la voz y de jugarse la vida”. El otro es alguien de quien Borges hablaba ya en pasado: el gaucho, quien -dice- “cantaba sin premura, porque el alba tarda en clarear, y no alzaba la voz”. Ese estilo perdido de enunciar sin atropello las cosas más importantes resulta anacrónico en un mundo donde todos gritan y alzar la voz por sobre la de los demás es condición para ser escuchado, o para tener razón.
Salir del barullo y de la incontinencia verbal para encontrar un poco de silencio que permita llegar a otras palabras es en cierto modo una forma de la deserción, pero no del mundo compartido -al contrario, se trata de volver a él-, sino de un tono, de un léxico, de una repetición que malversó el sentido (no sé si les sucederá también, pero la nomenclatura progresista que fue el idioma en el que hablé hasta hace poco se me volvió insoportable hasta el punto de dejarme una especie de vergüenza, que ojalá una tarea de reparación lingüística sobre lo escrito y lo hablado haga desaparecer poco a poco).
La necesidad de indagar una deserción de la megafonía por doquier me recuerda una historia de Iván Illich que leí una vez en un libro de Jorge Larrosa. Recién nacido, el pequeño Iván fue llevado a una isla de la costa dálmata donde vivían sus abuelos. Transcurría el año 1926 y el mismo barco en el que viajaban los Illich transportaba a la isla un altavoz, adminículo que hasta ese momento era desconocido en el lugar. Hasta ese momento, en efecto, siempre que alguien hablaba le hablaba a alguien y el espacio sonoro era igualitario: todo el mundo contaba con su voz natural para comunicarse con los demás. El altoparlante destruyó ese espacio de igualdad y comenzó la disputa por su posesión. No solamente quienes no accedían a él quedaron reducidos al silencio, sino que además la lengua y la comunicación se modificaron profundamente: no se dirigían ya a alguien concreto, sino que proferían enunciados a nadie en particular, a un público indiferenciado, y su función principal acabó por ser la propaganda -comercial o política, lo mismo da. El lenguaje como vínculo entre seres humanos que se hablan y se escuchan atentos el uno al otro cedió su lugar al lenguaje como instrumento de inoculación de deseos, representaciones y comportamientos, que se dirige a todos y a nadie en particular.
La capacidad de no alzar la voz que la poética borgiana preserva establece no solo una forma de hablar sino un modo de escuchar; recupera además una singularidad hace mucho estropeada por la indiscriminada megafonía que todo lo invade entre las personas. Hacer lugar a esas viejas maneras de usar la lengua y la voz era también una enseñanza -y en mi opinión no de las menos importantes- que prodigaba Horacio González: decía las cosas más tremendas como en sordina, como al descuido, como si fuera una cuestión de nada o apenas un repentismo lo que en realidad era un delicado arte de la oblicuidad.
Las últimas líneas del último libro de Horacio González (“Fusilamientos. Muerte en primera persona”), sobre las que antes ha llamado la atención la lectura sensible de algunas compañeras y compañeros, creo que indican el sentido de una deserción diferenciada de un retiro impotente o cobarde, más bien crisálida de la vita nova y promesa de otro mundo. Esas líneas dicen así: “En el siglo XIX argentino, el gran fantasma es el soldado desertor. Así lo consideran las memorias de Belgrano y Paz. Todo soldado producto de las levas en el campo era potencialmente un desertor, que cargaba el destino del fusilamiento o de la huida hacia la frontera… su intento de deserción no era cobardía si lo forjaba el intento de explorar qué había del otro lado de la vida militar, qué sería esa vida soñada por la curiosidad, qué era el impulso que permitía que no se volviese atrás, por más que dos lagrimones escaparan al ver las luces de las últimas poblaciones”.
[Imagen: un detalle de “El arte de la conversación” de René Magritte]
Al menos en dos lugares de su obra, Borges hace de la voz baja y el habla calma una potencia o una virtud o una capacidad. La encuentra en seres anónimos, plebeyos y solitarios, siempre vinculada a una ausencia de queja y a una valentía de vivir. Uno de ellos es un cuchillero: la “Milonga de Jacinto Chiclana” atesora ese verso inolvidable que encripta una ética entera: “capaz de no alzar la voz y de jugarse la vida”. El otro es alguien de quien Borges hablaba ya en pasado: el gaucho, quien -dice- “cantaba sin premura, porque el alba tarda en clarear, y no alzaba la voz”. Ese estilo perdido de enunciar sin atropello las cosas más importantes resulta anacrónico en un mundo donde todos gritan y alzar la voz por sobre la de los demás es condición para ser escuchado, o para tener razón.
Salir del barullo y de la incontinencia verbal para encontrar un poco de silencio que permita llegar a otras palabras es en cierto modo una forma de la deserción, pero no del mundo compartido -al contrario, se trata de volver a él-, sino de un tono, de un léxico, de una repetición que malversó el sentido (no sé si les sucederá también, pero la nomenclatura progresista que fue el idioma en el que hablé hasta hace poco se me volvió insoportable hasta el punto de dejarme una especie de vergüenza, que ojalá una tarea de reparación lingüística sobre lo escrito y lo hablado haga desaparecer poco a poco).
La necesidad de indagar una deserción de la megafonía por doquier me recuerda una historia de Iván Illich que leí una vez en un libro de Jorge Larrosa. Recién nacido, el pequeño Iván fue llevado a una isla de la costa dálmata donde vivían sus abuelos. Transcurría el año 1926 y el mismo barco en el que viajaban los Illich transportaba a la isla un altavoz, adminículo que hasta ese momento era desconocido en el lugar. Hasta ese momento, en efecto, siempre que alguien hablaba le hablaba a alguien y el espacio sonoro era igualitario: todo el mundo contaba con su voz natural para comunicarse con los demás. El altoparlante destruyó ese espacio de igualdad y comenzó la disputa por su posesión. No solamente quienes no accedían a él quedaron reducidos al silencio, sino que además la lengua y la comunicación se modificaron profundamente: no se dirigían ya a alguien concreto, sino que proferían enunciados a nadie en particular, a un público indiferenciado, y su función principal acabó por ser la propaganda -comercial o política, lo mismo da. El lenguaje como vínculo entre seres humanos que se hablan y se escuchan atentos el uno al otro cedió su lugar al lenguaje como instrumento de inoculación de deseos, representaciones y comportamientos, que se dirige a todos y a nadie en particular.
La capacidad de no alzar la voz que la poética borgiana preserva establece no solo una forma de hablar sino un modo de escuchar; recupera además una singularidad hace mucho estropeada por la indiscriminada megafonía que todo lo invade entre las personas. Hacer lugar a esas viejas maneras de usar la lengua y la voz era también una enseñanza -y en mi opinión no de las menos importantes- que prodigaba Horacio González: decía las cosas más tremendas como en sordina, como al descuido, como si fuera una cuestión de nada o apenas un repentismo lo que en realidad era un delicado arte de la oblicuidad.
Las últimas líneas del último libro de Horacio González (“Fusilamientos. Muerte en primera persona”), sobre las que antes ha llamado la atención la lectura sensible de algunas compañeras y compañeros, creo que indican el sentido de una deserción diferenciada de un retiro impotente o cobarde, más bien crisálida de la vita nova y promesa de otro mundo. Esas líneas dicen así: “En el siglo XIX argentino, el gran fantasma es el soldado desertor. Así lo consideran las memorias de Belgrano y Paz. Todo soldado producto de las levas en el campo era potencialmente un desertor, que cargaba el destino del fusilamiento o de la huida hacia la frontera… su intento de deserción no era cobardía si lo forjaba el intento de explorar qué había del otro lado de la vida militar, qué sería esa vida soñada por la curiosidad, qué era el impulso que permitía que no se volviese atrás, por más que dos lagrimones escaparan al ver las luces de las últimas poblaciones”.